Política: no principios sino sujeto
Va a hacer pronto tres años. En el XVII congreso del PP se debatió si en los estatutos del partido debía figurar esta frase: “nuestro partido está inspirado en los valores de la democracia, la tolerancia y el humanismo cristiano”. Algunos representantes del ala liberal del partido en Madrid propusieron que esa referencia al humanismo cristiano se suprimiera. Como señala Benigno Blanco en el artículo que publica este periódico hoy, la decisión del Gobierno sobre el aborto certifica el abandono de ese humanismo.
La derrota sería total porque los principios de la doctrina social de la Iglesia no se reconocen, porque no hay un partido que los encarne. Si la conclusión es esa me parece que la lente está desenfocada. Para valorar mejor lo que ha pasado y para seguir construyendo hay que tener en cuenta que la doctrina social de la Iglesia no es en primer lugar un catálogo de valores (realizables por un partido, una nación o un sujeto cualquiera) sino la expresión sistemática de la experiencia del sujeto social y político nuevo generado por la fe.
No son ganas de rizar el rizo. Abramos un paréntesis. En el contexto español hay una tendencia acusada a entender el cristianismo como un a priori cultural o como un conjunto de principios. Domina un tipo de fe que está reducida a ejemplo moral. Es la misma reducción que hizo el monje Pelagio en el siglo V. Desde ese presupuesto es fácil que el sujeto político cristiano sea entendido solo como un sujeto político ético que puede ser colectivo e incluso institucional y que no necesita de la experiencia de la fe. Fin del paréntesis.
¿Pero puede el sujeto político cristiano aportar algo más que la ética sin caer en una teología política (integrismo)? Eso es lo que se decía en la transición. Tanto la izquierda como la derecha católica de entonces hicieron una cierta lectura de Maritain que justificaba la “privatización” de la experiencia cristiana. La única aportación que podían hacer los católicos tanto al nuevo Estado que se creaba en esos momentos como a la vida social debía estar fundamentada en la mediación moral. Los resultados han sido muy pobres.
Para superar la reducción moral no hay que echar marcha atrás. La sentencia de Benedicto XVI en el Bundestag es categórica: “contrariamente a otras grandes religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación”. El propio Papa emérito en otra intervención ante políticos, estos italianos, explicaba en qué consistía lo más propio de la aportación cristiana en el espacio público: “una inteligencia de la fe que se transforma en inteligencia de la razón”.
Y esto es mucho más que una serie de referencias éticas desencarnadas. No se trata de repartir las tareas entre la fe y la razón. Ni de definir hasta dónde llega cada una. Es una cuestión de circularidad. Por eso lo decisivo es hacer experiencia de que la razón puede ser sanada y ensanchada por el cristianismo de modo que se convierta en una mayor inteligencia de la realidad: para entender lo que es justo y lo que no lo es, para ofrecer un modo más humano de concebir el derecho, las leyes y ordenar la convivencia. El mejor pensamiento laico de los últimos tiempos (Habermas, Rawls y Ruiz Soroa en España) reclama la presencia de lo religioso en política siempre y cuando se expresen en términos de racionalidad democrática y no de revelación. Esa razón comparece en el espacio público sin privilegios y sin el respaldo de ninguna autoridad exógena al juego democrático. Se somete al tribunal de la vida. Está atenta a no imponer aquello que es mayoritariamente rechazado por justo que sea. En última instancia la “mediación” entre lo religioso y lo político está en la persona, en el yo, que por fuerza es comunitario y que se expresa en obras.
La primera política y la última son las obras sociales en las que el sujeto nuevo se da a conocer a través del testimonio (como modo de acceder a la verdad de lo humano). La política de partido e institucional está a su servicio.