Política de los principios vs política de las cosas
Entre el ciudadano a tiempo completo y el ciudadano desmovilizado debe haber un ciudadano medio, lo que Maritain llamaba el hombre de la humanidad común, que profese la amistad cívica y posea una acendrada conciencia social. Este tipo de ciudadano ocupado y preocupado por la cosa pública, dispuesto a trabajar como obrero en la construcción del bien común, defensor de las instituciones, creyente en la libertad pero no en la anarquía liberal, amante de la justicia social y de firmes convicciones en el orden de la moral social no abunda en nuestro paisanaje. Y eso hace que entre el espiritualismo elitista y desencarnado de los unos y el activismo radical de los otros, la sociedad española pase de la indiferencia a la venganza sin solución de continuidad. La política de las cosas no arreglará esta situación porque la tecnocracia siempre se ha llevado mal con la democracia. Con toda seguridad sí podría hacerlo la política de los principios.
España padece una profunda crisis económica que precariza el empleo y lo reduce a una variable dependiente del capital con la consiguiente proletarización de los trabajadores, padece las consecuencias de una cultura transida de la lógica del derecho a decidir, sufre la inoperancia de una escuela burocratizada incapaz de transmitir genio alguno y vive postrada ante un funesto individualismo burgués que contamina el sentido de las relaciones sociales. Y ante eso, ¿cómo se comportan los políticos y las instituciones políticas?
Poco antes de abandonar la presidencia de la República, Nicolás Sarkozy se lamentó de que la crisis que nos acechaba era proporcional al proceso de privatización de la política. Ésta es la primera y principal corrupción de la política. Y para este mal no valen ni el derecho penal, ni el virtuosismo. Hacen falta reformas estructurales que generen justicia social, fomenten la participación en los asuntos comunes, alienten la asunción ciudadana de responsabilidades sociales, hagan más transparente el ejercicio del poder, fortalezcan la democracia representativa, distribuyan riqueza, protejan el derecho al trabajo en tanto que necesario para la conservación de la vida personal y familiar, busquen la inclusión social y generen cohesión. Hubo un tiempo en que los reformistas, conscientes de los deberes que impone la justicia social, creían en estas cosas. Hoy, sus herederos, tentados por el materialismo, la debilidad, el minimismo, el exclusivismo y la mediocridad han insistido tanto en la realidad que se han olvidado de la transformación de la sociedad.