Pobres desconocidos

Editorial · Fernando de Haro
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1 marzo 2021
A consolar, simplemente a consolar a los que hay al otro lado de la línea. Es a lo que dedican el tiempo los funcionarios de buena voluntad de la Seguridad Social que atienden el teléfono para resolver dudas sobre el Ingreso Mínimo Vital.

A consolar, simplemente a consolar a los que hay al otro lado de la línea. Es a lo que dedican el tiempo los funcionarios de buena voluntad de la Seguridad Social que atienden el teléfono para resolver dudas sobre el Ingreso Mínimo Vital. Escuchan con paciencia a ciudadanos que les cuentan sus penas. Y sus penas se resumen en una sola: no tienen para comer, para pagar el alquiler, no les llega el dinero.

El Ingreso Mínimo Vital, aprobado por el Gobierno el pasado mes de mayo, contó con un amplio respaldo político y social. Había quien, antes de la pandemia, advertía de los posibles riesgos de una Renta Básica. Había sectores que temían que el subsidio cronificara la exclusión. La fórmula era sin embargo defendida por organizaciones de izquierda y organizaciones sociales cristianas como Cáritas para combatir la pobreza extrema y para unificar todas las ayudas de las diferentes administraciones. La discusión se acabó con la llegada del COVID.

En España, ya antes de que llegar el virus, siete de cada cien personas se encontraban en pobreza extrema. Una cifra que duplicaba la media europea y que sólo superaba Rumanía. La salida de la crisis de 2008 no resolvió la situación económica de los más necesitados. Todavía no tenemos datos de los efectos de esta crisis entre los que menos tienen pero es fácil suponerlos. Hasta los más reticentes aplaudieron la llegada de la nueva ayuda.

El plan inicial del Gobierno era hacer llegar a 850.000 hogares entre 460 y 1.030 euros al mes de la nueva renta garantizada. Han pasado nueve meses y la ayuda solo ha llegado a 150.000 hogares. El Ingreso Mínimo Vital (IMV) no ha logrado convertirse en el escudo social que iba a ser. El fracaso retrata a la Administración y a la clase política. El Ministerio de la Seguridad Social, ese ha sido el primer motivo del fiasco, ha estado colapsado y no ha podido realizar durante meses con agilidad los trámites. Ha sido necesario reforzar la plantilla y el problema sigue sin resolver. En un país fuertemente estatalista como el nuestro, cuando se necesita presteza para gestionar un imprevisto surgen cuellos de botella.

La regulación inicial del IMV ha tenido que ser modificada en cinco ocasiones. El Gobierno ha tardado meses y ha necesitado varias rectificaciones para identificar a los potenciales beneficiarios. Desde el principio ha faltado visión de conjunto. Los cambios indican que el Ejecutivo progresista no conoce la realidad de los pobres. Solo a comienzos de este mes de febrero se han incluido como posibles receptores de las ayudas a los sin techo. Se les habían olvidado casi 40.000 personas. Hasta hace unas semanas solo podían beneficiarse del IMV dos personas que convivieran en la misma casa. Regulación que parecía ignorar que muchos de los que están en la miseria, sobre todo en las grandes ciudades, viven con toda su familia en una habitación. No tienen dinero para pagarse el alquiler. En un piso pueden vivir tres o cuatro familias que necesitan la ayuda. Se excluyó también a los jóvenes de entre 18 y 22 años solos. Hay algo más de 35.000 jóvenes en esa situación que sufren pobreza extrema. El desconocimiento gubernamental ignora la indigencia digital de los que no tienen conexión y no pueden utilizar internet. Es inútil intentar llegar a muchos de ellos por esta vía.

La normativa exige certificados complicados de conseguir que tienen que ser emitidos por los servicios sociales. Y los servicios sociales están desbordados. Hubiera sido más fácil simplificar todos los trámites, no era necesario tanto control para evitar el fraude. El IMV se ha convertido en una ayuda para pobres de los que no conocen a los pobres. Mejor hubieran hecho en preguntar y en trabajar con los que sí los conocen.

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