Pirandello y Dante no se dejan hechizar por las luces navideñas

Cultura · Valerio Capasa
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23 diciembre 2014
Las luces de Navidad inundan las calles un siglo después de que un personaje de “El difunto Matías Pascal”, hablando de la “lamparita de fe”, observaba que “si esta lamparita falta, nosotros, aquí en la vida, nos movemos como ciegos, con toda la luz eléctrica que hemos inventado”.

Las luces de Navidad inundan las calles un siglo después de que un personaje de “El difunto Matías Pascal”, hablando de la “lamparita de fe”, observaba que “si esta lamparita falta, nosotros, aquí en la vida, nos movemos como ciegos, con toda la luz eléctrica que hemos inventado”.

En efecto, en las ciudades estos días son una locura, “hay quien va por aquí, quien va por allí, quien vuelve atrás, quien da vueltas; nadie encuentra ya el camino. Chocan, se reúnen durante un momento en grupos de diez o veinte; pero no pueden ponerse de acuerdo, y vuelven a desperdigarse en gran confusión, en angustiosa furia; como hormigas que no encuentran ya la boca del hormiguero, obturada por la diversión de un niño cruel. Me parece, señor Meis, que ahora nos encontramos en uno de esos momentos. ¡Gran oscuridad y gran confusión! Todos los faroles apagados. ¿A quién tenemos que dirigirnos?”.

El incesante trabajo de la razón es encontrar un camino, tratar de hacer las cosas con claridad, ver el sentido de lo que sucede. Pero las “bombillas” no bastan para orientarnos en la oscuridad que nos acecha y en la que se adentran nuestras jornadas. Nuestras inteligentes palabras no iluminan la vida que pasa, como tampoco nos ayudan nuestras “bombillas”, es decir, esos ideales que ya nos resultan “abstractos”. “¿A quién tenemos que dirigirnos?”: nos haría falta la ayuda de no sabemos quién, porque es tanta la confusión del mundo en que estamos embarcados, es tal la fatiga que nos ata, tan imprevistos los impactos que nos golpean, a nosotros y a los demás, está tan lejana existencialmente la pregunta por el significado en comparación con la frecuencia con que experimentamos la cercanía de la insensatez, que llegados a este punto parece ridículo ilusionarse con que verdaderamente nuestra oscurecida razón pueda considerarse una “luz”.

“Mientras que alrededor nuestro, tú cantas, ríes y bramas, / prendada del placer hasta la atrocidad”. En estos versos Baudelaire inmortaliza el torbellino de la ciudad, en medio del cual a veces, aun involuntariamente, se abre paso un camino de inquietud que no nos deja tranquilos ni siquiera en el trajín de las compras navideñas ni en las cálidas atmósferas familiares de estos días. Y como ciegos terminamos alzando la mirada en busca de algo distinto, que nos arranque del ahogo y nos muestre el sentido, la verdad de esta existencia: “¿Qué buscan en el Cielo todos estos ciegos?”.

Esta pregunta de Baudelaire abre una perspectiva tan necesaria como olvidada para nosotros, hombres que se pasan la vida cuadrando balances, pidiendo explicaciones, cuando la evidencia es que la realidad es más grande que nuestra cabeza. Como describe un pasaje de la Divina Comedia, que sigue siendo vigente siete siglos después: “Loco es quien espera que la razón nuestra / pueda recorrer la infinita vía / que tiene una sustancia en tres personas”. Nuestra razón no consigue encaminarse por esa “infinita vía” del misterio, ni en el de la Trinidad ni en ningún otro. “Estad contentos, humana gente, del quia”, continúa Virgilio en el canto III del Purgatorio: no es una invitación a detenerse, a contentarse, sino todo lo contrario. Es el realismo de quien mira lo que hay (el quia), incluso cuando no sabe explicárselo: “porque si tuvierais poder de verlo todo / no hubiera sido necesario parir María”.

¿Entonces de qué sirve la Navidad? Dante identifica rápidamente el problema: sin Jesús, no conseguimos ver la realidad. Si pudiéramos hacerlo, ¿para qué se habría encarnado Dios? Una dramática comprobación: “vos visteis que lo desearon sin fruto / los que así hubieran aquietado el deseo / que eternamente queda en ellos como luto: / de Aristóteles y de Platón hablo / y de otros muchos”. Ha habido hombres tan inteligentes y deseosos como Aristóteles y Platón, si hubiera sido suficiente su inteligencia y su deseo de entender la realidad hasta su significado, seguramente habrían podido hacerlo. En cambio, hemos visto hombres parecidos que desearon mucho “sin fruto”, que permanecieron inquietos y que siempre sufrieron la pena de un deseo no correspondido: un deseo que se transforma en “luto”. En el canto IV del Infierno, Virgilio describía la triste nobleza de las inteligencias más vivas, diciendo que nuestra pena consiste en “vivir sin esperanza en el deseo”; porque un deseo que no encuentra respuesta muere de desesperación.

No nos basta la audacia de nuestra mente para vivir bien, sería una locura el mero hecho de esperarlo. Pero María dio a luz, para hacernos por fin ver. La Navidad es ante todo una cuestión de conocimiento de las cosas, es un acontecimiento que vuelve a despertar el deseo. Dos actitudes nos ayudan a darnos cuenta. La primera es la turbación, de Pirandello, de Baudelaire, de Virgilio que, después de reconocer ese feroz deseo en los mejores hombres, “curvó la frente / y más no dijo, y quedó turbado”. Triste y humilde al mismo tiempo, una turbación que conoce bien quien sabe que no es capaz de explicar la vida.

La segunda actitud parece lo opuesto a inclinar la frente, y sin embargo es su paso siguiente: alzar la mirada, como el ciego de Baudelaire. En el canto III del Purgatorio, mientras Virgilio, “guardando la vista baja / examinaba el curso del camino”, Dante en cambio “miraba alrededor de la roca”. Es él quien ve la llegada de alguien que le ayudará a escalar la montaña: “Alza, dije yo, maestro, tus ojos”. Igual que Virgilio se confirma como un verdadero maestro porque sabe convertirse en discípulo de su alumno, en Navidad nos toca a nosotros dejar de temer la oscuridad de las cosas: eso no es un problema, lo es la presunción de enjaularlo en nuestras propias ideas. Con los ojos que tenemos, en la oscuridad que nos acecha, en vez de ceder podemos ir a ver a “María parir”, y encontrarnos, como sucede tantas veces, con el haz de luz que viene del niño: “luz en nuestras tinieblas”. Tal vez nos suceda también a nosotros, como cuenta Agustín, que “él fue mirado, y entonces vio”.

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