Pioneros del nihilismo

España · José Luis Restán
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10 junio 2009
Le tienen afición al tema. Se pudo ver con la impúdica afluencia de ministros al estreno de la película Mar adentro, punta de lanza para pilotar un simulacro de debate social cuya única finalidad es amarrar en el puerto de la eutanasia. Después quisieron lanzar al estrellato político al tristemente famoso Doctor Montes, reprobado por el Colegio de Médicos tras sus sedaciones definitivas en Leganés. Ahora le ha llegado el turno a la Junta de Andalucía, siempre a punto para bordear la legalidad en estos temas (lo hizo ya anticipando el uso de células madre embrionarias). La ley que se prepara no es sólo un paso más en el camino hacia la legalización de la eutanasia (ésa para la que según Montes ya estamos maduros), sino un ataque frontal a la libertad y al pluralismo.   María Jesús Montero, consejera de Salud en la Junta de Andalucía

La dignidad del paciente terminal, los cuidados paliativos y la exclusión del encarnizamiento terapéutico son principios absolutamente garantizados ya por las normas y protocolos de nuestra medicina. Por eso esta norma no pretende solucionar problemas sino generar la mentalidad de que el enfermo es completamente autónomo a la hora de determinar el momento de su muerte. El legislador se retira de su función de tutelar el bien de la vida humana y excluye al médico de la decisión de establecer el tratamiento proporcionado a la enfermedad: no contarán ni su competencia técnica ni su conciencia, tan sólo la voluntad del paciente. Es cierto que no se formula la eutanasia, pero sí la eliminación de la respiración asistida o de la alimentación, decisiones orientadas a precipitar la muerte del enfermo. También se permite la sedación integral (curiosa calificación) si la exige el paciente, la misma que aplicaba Montes, eso sí, sin el consentimiento de los enfermos ni de sus familiares.

Uno de los aspectos más preocupantes de la nueva ley es que no contempla la objeción de conciencia del personal sanitario, a pesar de que están implicadas graves decisiones en las que está en juego la vida o la muerte. Además, se niega a los hospitales la posibilidad de invocar su ideario fundacional para eludir la realización de determinadas prácticas que entren en colisión con el mismo. De esta forma se trata de imponer a todos la mentalidad que subyace en la ley, a sabiendas de que una parte significativa de la sociedad no se reconoce en ella.

Precisamente porque existe una quiebra de consensos éticos básicos, los poderes públicos deberían ser muy cuidadosos a la hora de preservar las legítimas identidades de los actores que intervienen tanto en el campo educativo como en el sanitario. Por desgracia aquí funciona de nuevo la ingeniería social, el rodillo que pretende anular las diferencias y someter a todos al patrón ideológico dictado desde el poder. Ardua cuestión la que se planteará, por ejemplo, a los centros sanitarios católicos, como ya se ha planteado en otros países a las agencias de adopción de la Iglesia. La verdadera laicidad sufre así un nuevo golpe a manos de la dictadura cultural del laicismo.   

No por casualidad los hospitales son un invento de la tradición cristiana. La pasión por la vida y la dignidad de toda persona que alimenta la experiencia cristiana han conducido a la creación de lugares donde los enfermos fuesen atendidos conforme a su valor infinito, con la máxima competencia técnica y una dedicación amorosa que afirmase hasta el último momento que la vida es portadora de un significado bueno. Es esa certeza original que funda todo el trabajo sanitario la que ahora pone en solfa el nuevo nihilismo y las leyes que lo expresan. Dura batalla la que nos espera, no sólo legal, sino sobre todo ético-cultural. Una batalla por la vida y por la libertad.

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