Perseguidos en India
Cualquier creyente sabe que desde el momento en que pertenece a una iglesia local también pertenece a la Iglesia universal, "en la Iglesia nadie es extranjero" (Gálatas 3, 28). Un ejemplo claro, aunque doloroso, de esta experiencia comunional en las últimas semanas lo hemos visto en relación a la ola de persecuciones que sacude en la India a los hermanos del distrito de Kandhamal, en el Estado de Orissa, y que se extiende progresivamente a otros cuatro estados. De hecho, "si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él" (1 Corintios 12, 26).
Cabe recordar que la chispa que el 23 de agosto hizo estallar esta última explosión de violencia fue una acusación a los cristianos del lugar a raíz de algunos sucesos sangrientos aún no aclarados y que han tenido otras reivindicaciones (después desmentidas). Esto ha bastado para poner en marcha una sangrienta campaña de intimidación que ha provocado decenas de muertos, por no hablar de los heridos, de las violaciones, de los asaltos a las iglesias (incluida la catedral de Jabalpur), conventos, orfanatos y escuelas, con la huida de decenas de miles de personas que han buscado refugio en silos y en bosques. Todo se ha desencadenado -ya se ha aclarado- a causa de la promoción que en estas regiones los cristianos están desarrollando a favor de los últimos en la escala social, una iniciativa considerada desestabilizadora por ciertos grupos sociales y de poder.
Un escenario de otro tiempo en un país regido por una democracia parlamentaria y que cultiva grandes ambiciones en el tablero internacional. Surge la pregunta de cómo se puede impedir el socorro a los compatriotas que viven en la indigencia sólo por miedo a que se propague una simpatía confundida con el proselitismo. Sin embargo, durante semanas los actos de violencia se han sucedido en un clima de desprecio a la ley, de impunidad de los culpables, de desinformación en la prensa nacional y de silencio en la comunidad internacional. Algunas pequeñas cosas empiezan ahora a moverse, pero con una evidente desproporción respecto a los gravísimos hechos acontecidos. Sólo la voz del papa, ya desde el miércoles 27 de agosto, ha resonado con puntualidad y nitidez, y a ella se unió la presidencia de la CEI, señalando el viernes 5 de septiembre, memoria litúrgica de la beata María Teresa de Calcuta, como jornada de oración y penitencia en solidaridad con una iniciativa análoga de nuestros hermanos obispos en la India.
Mientras se desataba la violencia en la India y mientras la intolerancia, la marginación y los daños causados a los cristianos eran denunciados en el país vecino Pakistán, volvió a escena el calvario al que desde hace demasiado tiempo ya vive sometido el cristianismo en Iraq. Allí otros dos caldeos fueron asesinados, los dos últimos eslabones de una cadena de sangre que avanza desde hace más de cuatro años y que llevó a la muerte el pasado mes de marzo al arzobispo de Mosul, en el marco de una auténtica "limpieza religiosa" que está diezmando a una comunidad que hace cinco años contaba con un millón de fieles y que hoy ha quedado reducida a la mitad, tras la huida a los países fronterizos.
Por eso nos gustaría que la clase política, los intelectuales y la opinión pública volvieran su mirada con atención al tema de la libertad religiosa, como base de la civilización de los derechos del hombre y como garantía de un auténtico pluralismo y de una verdadera democracia. A la luz de los últimos acontecimientos, ¿no tendrá tal vez razón Alexis de Tocqueville al afirmar "que el despotismo no necesita a la religión, pero la libertad y la democracia sí"? (La democracia en América). La libertad religiosa no es una opción más o menos generosa que los estados conceden a sus ciudadanos más insistentes, ni una concesión paternalista que se pueda reconducir al principio de la tolerancia. Es sobre todo la base de la libertad y el criterio último que la salvaguarda, en cuanto que va inscrita en el estatuto trascendente de la persona y en la irreductibilidad de ésta respecto a cualquier régimen o doctrina.
Nos unimos así al angustioso llamamiento que recientemente ha lanzado el arzobispo Mamberti cuando, evidenciando el fenómeno de la "llamada cristianofobia", ha intentado con "espíritu constructivo" señalar el peligro que se erige a nuestros pies, o sea, en nuestra propia Europa, al citar "la separación de la religión y la razón, que relega a la primera exclusivamente al mundo de los sentimientos, y la separación de la religión de la vida pública" ("Protección y derecho a la libertad religiosa", intervención en el Meeting de Rímini el 29 de agosto de 2008). Se da, de hecho, una derivación conceptual entre el desarrollo práctico del relativismo, los abusos antirreligiosos y anticristianos, y la regresión cultural y ética de la sociedad. Y no se ve a nadie que esté interesado por alejarse de este nexo: desde luego no a aquellos que, dejando a un lado toda su sabiduría y arrogancia, quieran superar la situación de estancamiento en que se encuentra la construcción europea e intenten arraigar de forma efectiva a Europa en la conciencia de los pueblos, de forma que -floreciendo- se dé legitimidad moral a las cartas y tratados, y se procure un horizonte de sentido a una legislación comunitaria que no se contraponga artificiosamente a las tradiciones y a las culturas de las naciones, sino que establezca una relación con ellas a partir de una subsidiariedad inteligente.
Observaba, en su reciente viaje a Francia, Benedicto XVI: "Cuando el ciudadano europeo vea y experimente personalmente que los derechos inalienables de la persona humana, desde su concepción hasta su muerte natural, como son los relativos a la libertad de educación, a la vida familiar, al trabajo, sin olvidar naturalmente los derechos religiosos, cuando, por tanto, el ciudadano europeo se dé cuenta de que estos derechos, que constituyen un todo indisoluble, son promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza del edificio de la Unión y ésta dejará de ser un artífice" (discurso en el Elíseo el 12 de septiembre de 2008).