¿Pero qué revolución?

Mundo · José Luis Restán
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18 marzo 2013
En estos días los colegas de la prensa rivalizan para encontrar palabras que designen el nuevo pontificado de Francisco. Cambio de rumbo, giro, incluso revolución. No hago ascos a las licencias literarias, son necesarias para narrar la historia. Pero siempre que ayuden a eso, a narrar la verdadera historia y no a reconstruirla según los esquemas interesados de cada cual. Algo de eso está sucediendo estos días.

En estos días los colegas de la prensa rivalizan para encontrar palabras que designen el nuevo pontificado de Francisco. Cambio de rumbo, giro, incluso revolución. No hago ascos a las licencias literarias, son necesarias para narrar la historia. Pero siempre que ayuden a eso, a narrar la verdadera historia y no a reconstruirla según los esquemas interesados de cada cual. Algo de eso está sucediendo estos días.

¿Revolución? No es que sea una palabra exagerada, es sencillamente absurda en la vida de la Iglesia. Porque la Iglesia no la hacemos los hombres, viene de Dios. Y si no fuese así, ya se habría acabado hace tiempo. Pero como decía con sorna aquel cardenal al conocer los planes de Napoleón para destruirla: ´es imposible, ni siquiera nosotros lo hemos conseguido´. Nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos responder a la iniciativa de Dios. Aún están vivas las palabras tonantes de Benedicto XVI al comienzo del último Sínodo de los obispos: ´Los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes… Y como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia… así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios´.

Por eso es tan significativo que el papa Francisco haya querido, en su primera aparición ante el pueblo, que ese encuentro estuviera marcado por la oración. Lo primero es saber qué nos pide el Señor, confiarnos a su empuje, seguir su senda. Porque aquí las grandes cabeceras mediáticas ya tienen listo su programa de reformas para que la Iglesia se ponga a tono, se modernice, que dirían otros. Pero Francisco ha dicho que si no confesamos a Cristo terminamos confesando al demonio. No sé si esto les parecerá muy ´moderno´.

Hablar de revolución (¡a las barricadas!) puede resultar muy sugestivo para las portadas de algunos rotativos. Imaginar que Francisco lo pondrá todo patas arriba debe excitar muchísimo la imaginación de algunos… pero de momento él ha dicho: caminar, edificar y confesar. Caminar a la luz del Señor, porque sólo esta luz puede hacer irreprochable nuestra pobre vida; edificar sobre el cimiento de la cruz, sobre la sangre derramada por el Señor, porque sin cruz convertimos a la Iglesia en una ONG piadosa, justo lo que pretenden El País y el New York Times; y confesar, ya lo hemos dicho, el nombre de Jesús, porque si nos dedicamos a otras cosas terminamos confesando el espíritu del mundo, que en la Sagrada Escritura lleva un nombre nada grato a los bienpensantes que dicen estar de fiesta.

El camino de la Iglesia es largo y en él tiene lugar la decadencia y el rejuvenecer; se adhieren costras indeseadas que es preciso lijar, se puede desviar la aguja de marear y es preciso volver al norte. Una y otra vez. Y no porque se establezcan auditorías sino porque el Señor despierta nuevos brotes, hace surgir la santidad para despertar lo anquilosado y enderezar lo torcido. Nunca se acaba este proceso: se trata de un árbol que mientras ve pudrirse algunas ramas siempre descubre un inesperado verdor.

¿Revolución? ¡Hombre, no! Eso significa ruptura, violencia, corte, apropiación, presunción de los hombres. Lo primero que hace un papa es sencillamente obedecer, como aprendió duramente san Pedro. Pero renovación y purificación, eso sí: siempre y en todo lugar, y ojalá que ahora muy profundamente. Porque como dijo hace muchos años Joseph Ratzinger en el Meeting de Rímini ´la Iglesia es una compañía siempre necesitada de reforma´. Y con qué intensidad nos lo ha hecho entender estos años. La Iglesia es un cuerpo vivo que avanza y se transforma en la historia, pero permaneciendo fiel a su propia naturaleza y vocación; los planos de su siempre inacabada reforma no los diseñan los arquitectos del mundo, ¿dónde estaríamos a estas alturas? Sino que manan de la fuente profunda que en ella nunca se apaga. La paradoja es que en la Iglesia para avanzar siempre hace falta volver al origen, como hizo Francisco. Un personaje, por cierto, que si lo encontraran algunos que ahora le jalean, les produciría espanto.

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