Periferias del mundo y de la existencia. La nueva frontera de Francisco

Mundo · Massimo Borghesi
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17 septiembre 2014
En este año y medio de pontificado hemos aprendido a conocer el “estilo” del Papa Francisco, un estilo sencillo en su discurso, que recuerda el modelo de las predicaciones populares, lleno de expresiones peculiares, incisivas, que despiertan la mente, el corazón, la imaginación. Entre ellas se encuentra la idea, tan repetida, de las “periferias existenciales”. Una expresión polivalente, rica en significado, que indica un juicio sobre la Iglesia contemporánea y, al mismo tiempo, una perspectiva, una dirección de la marcha.

En este año y medio de pontificado hemos aprendido a conocer el “estilo” del Papa Francisco, un estilo sencillo en su discurso, que recuerda el modelo de las predicaciones populares, lleno de expresiones peculiares, incisivas, que despiertan la mente, el corazón, la imaginación. Entre ellas se encuentra la idea, tan repetida, de las “periferias existenciales”. Una expresión polivalente, rica en significado, que indica un juicio sobre la Iglesia contemporánea y, al mismo tiempo, una perspectiva, una dirección de la marcha.

Ya en su discurso a los cardenales en el pre-cónclave del 9 de marzo de 2013, Bergoglio afirmaba: “Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria”. Aquel discurso delineaba, como anticipo, el programa de su futuro pontificado. El cristianismo debe dirigirse, sobre todo, a los pecadores, no a los sanos, a los alejados, al hijo pródigo, a aquellos que no habiendo conocido a Cristo se han visto privados del afecto del Padre. Están alejados del “centro”, que no es la Iglesia como institución sino Cristo.

Las “periferias existenciales” vienen dadas por aquellos que, pobres social y espiritualmente, se ven privados del amor de Dios y de los hombres. Es la condición del hombre contemporáneo, donde la contradicción entre pobreza y riqueza se ve trágicamente exacerbada por una globalización sin escrúpulos, donde la secularización ha desertificado el alma hasta el punto de que el centro, el corazón de Occidente, se ha convertido en una única, enorme, “periferia existencial”. La idea surge, en Bergoglio, de su vocación pastoral en los años en que fue obispo de la capital argentina. Como afirmaba el 4 de octubre de 2013: “Es un elemento que viví mucho cuando estaba en Buenos Aires: la importancia de salir para ir al encuentro del otro, a las periferias, que son sitios, pero son sobre todo personas en situaciones de vida especial. (…) Una periferia que me hacía mucho mal era encontrar en las familias de clase media niños que no sabían hacer la señal de la cruz. ¡Esta es una periferia! (…) Estas son verdaderas periferias existenciales, donde no está Dios”.

La asociación entre “periferia” y niños que desconocen la señal de la cruz ya estaba presente en su discurso del 27 de septiembre de 2013, dirigido a los participantes en el Congreso Internacional sobre la Catequesis. Se precisa así un topos de Bergoglio, su noción de “periferia”. Indica a los alejados de Cristo, a los pobres sociales e intelectuales, situados tanto en los límites de la metrópolis como en su centro. Una advertencia para la Iglesia actual, cada vez más inclinada sobre sí misma.

En un movimiento de sístole-diástole, la Iglesia ha pasado, a lo largo del último medio siglo, del “Derribad los bastiones” (H.U. von Balthasar) del Concilio Vaticano II a cerrar filas después de los sucesivos deslices doctrinales, la etapa del catolicismo militante de Juan Pablo II, el retorno después de 1989 de un catolicismo cerrado en sí mismo, pagado de sus propias certezas, que solo se relacionaba con el mundo a través de la dialéctica de los valores no negociables, y todo ello a pesar del ímpetu evangélico sugerido por el magisterio de Benedicto XVI.

Con Francisco resuena el “abrid de par en par las puertas a Cristo” de Juan Pablo II, ahora no solo dirigido al mundo sino en primer lugar a la Iglesia. Si el mundo se ha convertido en “periferia”, la Iglesia en consecuencia se ha autoconcebido en estos años como “centro”.

Como dijo el Papa Bergoglio a los obispos latinoamericanos del CELAM el 28 de julio de 2013: “La Iglesia es institución pero cuando se erige en ‘centro’ se funcionaliza y poco a poco se transforma en una ONG. Entonces, la Iglesia pretende tener luz propia y deja de ser ese misterium lunae del que nos hablaban los Santos Padres. Se vuelve cada vez más autorreferencial y se debilita su necesidad de ser misionera”.

Una Iglesia “centro”, centrada en sí misma, ya no es misionera. Es el mensaje que Francisco, en su entrevista con el padre Spadaro, director de La Civiltà Cattolica, incluida en el libro “Mi puerta siempre está abierta”, lanza a “sus” jesuitas: “La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión. El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada: su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía mantiene en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia en su equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien “armada” estructura, corre peligro de sentirse segura y suficiente. La Compañía tiene que tener siempre delante el Deus Semper maior (…). Esta tensión nos sitúa continuamente fuera de nosotros mismos”.

Una Iglesia descentrada

Una Iglesia descentrada, orientada a las periferias, es una Iglesia misionera. Por eso, a la noción de “periferias existenciales” corresponde la Evangelii gaudium, la exhortación apostólica que es el documento programático del pontificado, que repite en el contexto actual la Evangelii nuntiandi de Pablo VI, un Papa muy querido por Francisco.

El Papado del primer pontífice jesuita no puede ser otra cosa que un papado misionero. Donde su impostación “conciliar”, pastoral, da primacía al “encuentro” respecto a la controversia, en línea con Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Evangelii gaudium, 7). Donde la concepción de la autoridad como paternidad, como pastor que siente el olor de sus ovejas, como padre misericordioso que se acerca al hijo pródigo, al que está “lejos”. Por eso es importante que el proyecto pastoral “remita a lo esencial y que esté bien centrado en lo esencial, es decir, en Jesucristo. No es útil dispersarse en muchas cosas secundarias o superfluas, sino concentrarse en la realidad fundamental, que es el encuentro con Cristo, con su misericordia, con su amor, y en amar a los hermanos como Él nos amó” (discurso a los participantes en el Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización, 14 de octubre de 2013).

Autoridad, en la Iglesia, es aquel que favorece el encuentro, que abre las puertas, que sale de sus puertas para encontrarse con quien está lejos. Es el deseo que emerge e la conversación con el padre Spadaro: “En lugar de ser solamente una Iglesia que acoge y recibe, manteniendo sus puertas abiertas, busquemos más bien ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos, capaz de salir de sí misma yendo hacia el que no la frecuenta, hacia el que se marchó de ella, hacia el indiferente”.

La Iglesia en “salida” es aquella que va al encuentro de las periferias existenciales. Este encuentro ha quedado bloqueado en estos años por una creciente burocratización de la vida eclesial, de los sacerdotes y de los pastores, fundada sobre roles y distancias, carreras y formalidades. Para el Papa, la secularización actual no es solo el fruto de un modelo económico que disuelve todo tipo de relación social, desacralizándolo todo excepto los bienes. También es el fruto de una burocratización eclesiástica, de una distancia infinita entre obispos y clero, entre clero y pueblo. No es solo la Ratio la que se ha cerrado a lo sobrenatural, en el positivismo imperante, sino también la Fides que se ha ideologizado, “clericalizado”. La enfermedad del cristianismo contemporáneo se llama clericalismo. Ya no es la mundanización de la fe de los años setenta del siglo pasado, que nacía del empeño histórico-político de un cristianismo hegemonizado por la cultura marxista.

Ahora se trata de una nueva mundanización, propia de una nueva derecha católica que acepta totalmente la cultura del “descarte”, la lógica sacrificadora del neocapitalismo vencedor tras 1989. Solo pide negociar sobre ciertos valores que han quedado disueltos precisamente por ese neocapitalismo aceptado de forma acrítica. Así un catolicismo en orden, perfectamente insertado en el poder del mundo, queda legitimado por la defensa de una ortodoxia ética que la “sociedad líquida” disuelve paso a paso. El catolicismo se convierte así en una reserva indiana, en perenne dialéctica con el mundo, sin poder indicar aspectos positivos, puntos de cruce.

Lo que falta en este clericalismo ético es propiamente Cristo, Cristo como sujeto del Encuentro. El Cristo de Charles Péguy. Como escribía el gran francés en su Verónica. Diálogo de la historia y el alma carnal: “Pero vino Jesús. Tenía que hacer sus tres años. Hizo sus tres años. Pero no perdió sus tres años, no los utilizó para quejarse de los males de los tiempos. Y, sin embargo, existían los males de los tiempos, de su tiempo. Llegaba el mundo moderno, estaba listo. Y él abrevió. De una manera muy sencilla. Haciendo el cristianismo. Poniendo en el medio el mundo cristiano. No imputó, no acusó a nadie. Salvó. No imputó al mundo. Salvó al mundo. Estos otros vituperan, imputan. Acusan las arenas del siglo, pero también en tiempo de Jesús existía el siglo y las arenas del siglo. Pero en la arena árida, en la arena del siglo corría una fuente, una fuente inagotable de gracia”.

En línea con esta perspectiva, con la perspectiva de Péguy, se sitúan el testimonio y el magisterio del Papa Francisco. Como afirma Fabio Colagrande, en su blog Vino nuevo: “¿El secreto de Francisco? Que es anticlerical” (7 de julio de 2014). Eso supone, nuevamente con Péguy, el primado del cristianismo “carnal”, fundado sobre la fisicidad del encuentro. Solo así el “centro” puede hacerse “periferia”. Como confiesa el Papa al padre Spadaro: “Para mí es fundamental la cercanía de la Iglesia. La Iglesia es madre, y yo no conozco ninguna mama ‘por correspondencia’. La mamá da afecto, toca, besa, ama. Cuando la Iglesia, ocupada en miles de cosas, se salta el acercamiento, se olvida o se comunica tan solo mediante documentos, es como una mamá que se comunica con su hijo por carta”.

Es el sueño de “una Iglesia madre y pastora”, que no teme hacerse cargo del pecado del mundo, de su lejanía, que no teme su hostilidad sino que la lleva con coraje, sin miedo a ensuciarse las manos. Es la imagen de la “Iglesia samaritana” que, ya presente en el Documento de Aparecida de la V Conferencia episcopal latinoamericana de 2007, encuentra su confirmación en la figura del “hospital de campaña tras una batalla”, de la que habla el Papa en su entrevista de La Civiltà Cattolica. Las periferias existenciales necesitan testigos, “pastores y no funcionarios clérigos de despacho”. Por ello, “los ministros de la Iglesia tienen que ser misericordiosos, hacerse cargo de las personas, acompañándolas como el buen samaritano que lava, limpia y consuela a su prójimo. Esto es Evangelio puro. Dios es más grande que el pecado. Las reformas organizativas y estructurales son secundarias, es decir, vienen después. La primera reforma debe ser la de las actitudes. Los ministros del Evangelio deben ser personas capaces de caldear el corazón de las personas, de caminar con ellas en la noche, de saber dialogar e incluso descender a su noche y su oscuridad sin perderse”.

Así, una Iglesia des-centrada podrá encontrarse con los hombres en las encrucijadas de la historia actual.

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