Perfeccionismo, rupturismo e ideologismo
En su obra “Iglesia, ecumenismo y política” (BAC, 1987), Joseph Ratzinger se pregunta por qué la alternativa, o mejor dicho, las alternativas cristianas no han encontrado resonancia política en un mundo que ha superado el “peligro teocrático”. La respuesta es inquietante.
Dice así: “(…) porque los cristianos no tienen ninguna confianza en su propia visión de la realidad. En su religiosidad privada se mantienen firmes en la fe, pero no tienen el valor de reconocer que esa fe tiene algo que decir al hombre en una perspectiva total, que es también una visión de futuro y de su historia” (282). No puedo evitar volver una y otra vez a esta sentencia cada vez que intento comprender qué es lo que nos pasa a los católicos españoles.
Llevo tiempo dándole vueltas a esta cuestión que, por razón de las circunstancias, parece haber estallado durante este mes de septiembre cuando el Gobierno Rajoy decide retirar el anteproyecto de ley de defensa de los derechos del concebido. Confieso que inmediatamente después de la retirada de este anteproyecto sentí que la decisión del Gobierno iba a ser un precipitante que nos ayudaría a comprender que los deberes que nos vinculan socialmente van más allá de la relación de confianza depositada en el ejercicio de las funciones representativas y de gobierno. Muy pronto pude comprobar que en realidad, lo que la retirada del anteproyecto de ley provocó ha sido una ola de emociones que no solo ponían de manifiesto el escaso o nulo conocimiento que tenemos de la esencia de la política democrática, sino la escasez de argumentos propios para responder al poder político.
Es preocupante que los católicos valoremos los programas de gobierno como contratos privados mediados por relaciones de identidad entre gobernados y gobernantes, es preocupante que como católicos digamos sentirnos traicionados en lo más íntimo de nuestras convicciones por un poder que si bien no debe ignorarnos, mucho menos debe representarnos, es preocupante que sigamos sin entender que la separación entre la Iglesia y el Estado es condición de nuestra libertad, como lo es de la libertad que debe reinar en el campo político para un buen desenvolvimiento de la razón práctica que es la que en último término debe orientar la edificación de las relaciones políticas de convivencia.
No niego la legitimidad del desengaño y el malestar. Cada uno es dueño de sus emociones. El problema es que la indignación nos predispone a la tentación y ésta nos debilita frente a los tres males que nos aquejan: el perfeccionismo, el rupturismo y el ideologismo. Está claro que la democracia pluralista no es una construcción perfecta. ¡Gracias a Dios ninguna obra humana es perfecta, plena, total y definitiva! La Doctrina Social de la Iglesia lo enseña cuando nos recuerda que la intrínseca fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, así como la mutabilidad de las circunstancias externas amenazan la vida en sociedad (SRS 38). “Ni la razón ni la fe prometen a ninguno de nosotros que algún día llegará un mundo perfecto”, escribió Joseph Ratzinger. De hecho, “solo son morales aquellos programas políticos que suscitan este valor. Por el contrario, es inmoral el aparente moralismo que solo se satisface con lo perfecto” (227-228). Contar con estos datos no es ni resignación, ni cooperación con el mal. No contar con ellos es actuar contra la realidad.
Si grave es el perfeccionismo, no es menor el desmadre que provoca el rupturismo que, propiciado desde dentro del mundo católico es, cuando menos, paradójico. Quien promueve la ruptura no solo rompe la baraja de la comunión, sino que se sitúa de espaldas a la tradición y a la experiencia y, por lo tanto, de espaldas a la historia que la comunidad católica en España ha forjado al compás de las circunstancias. El siglo XX no ha pasado en vano y la reconciliación con las libertades modernas iniciada con León XIII es irreversible. En la España de la primera mitad del siglo XX fue Ángel Herrera el encargado de traducir los grandes cambios en materia de relaciones Fe y Política. Herrera tuvo buenos herederos en la España del posconcilio, pero intencionadamente o no, nuestra Iglesia ha perdido su rastro. Ya va siendo hora de recuperar y aplicar esa memoria a modo de bálsamo purificador.
Con toda seguridad, si lo hacemos, descubriremos que son inmensos los beneficios que para los españoles, católicos y no católicos, han generado las actitudes moderadas y reformistas que se han ido tomando desde la cooperación en el terreno de la praxis. Este es el mejor antídoto contra los maximalismos apriorísticos que constituyen el ideologismo, que es la forma mentis de quienes, lejos de dejarse configurar por la verdad de las cosas y de inspirar su acción en unos principios últimos que son de naturaleza religiosa, prefieren la reducción de lo político a lo ideológico olvidando que para un católico la política es acción y no ideología (Octogesima Adveniens 24-25). A estas alturas de la historia perseguir el sueño de un ideal cristiano convertido en creencia política y soñar con un partido cosmovisión es un desatino. “A Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” (Mt 22, 21). El Nuevo Testamento, lo explica de manera magistral Joseph Ratzinger, “conoce un ethos político, pero no conoce una Teología Política. (…) La política no pertenece a la esfera de la Teología, sino de la ética, y en último término solo puede esperar de la Teología un fundamento” (236-237). Todo para que, como decía San Agustín, y esto es lo verdaderamente importante, “no pierda Dios su moneda en vosotros”.