Péguy y el gusto por el presente
“Un hombre ve que el presente no era el último límite del pasado, sino el último límite del futuro. Y que el presente no es solo sucesor del ayer, sino su heredero. Y que hay que captar el presente en el presente mismo, sin esperar un poco, porque justo ese poco hace que ya no sea presente”.
En su Nota conjunta sobre Descartes y la filosofía cartesiana, Péguy nos devuelve con estas palabras el gusto por el presente. El texto tiene más de un siglo pero con el salto generacional que vivimos hoy no podemos dejar de interrogarnos sobre el valor del tiempo que estamos atravesando y el valor de aquellos que en este momento están “presentes”. Porque la verdad es que nos arriesgamos a perder a nuestros jóvenes, nativos digitales (adolescentes o veinteañeros) o millennials (algo más maduros). Cada vez resulta más difícil captar sus preguntas o valores, y por tanto cada vez es más arduo acompañarlos y transmitirles nuestros ideales.
A veces es como si la diferencia de los más jóvenes o el malestar que sienten ante los adultos nos diera miedo. Resulta incluso paradójico. Es como si nos contagiara el miedo de los jóvenes. ¿Pero qué podemos poner delante de su malestar? Hace poco decía Mauro Magatti que “en el mundo juvenil –un universo muy variado que se extiende desde los adolescentes hasta los 35 años– se está extendiendo el síndrome de la retirada del mundo. En los adolescentes del confinamiento se ha introducido una especie de miedo al otro y al mundo exterior, que llega hasta jóvenes de más edad que ni trabajan ni estudian porque viven atrapados en un vacío del que no logran salir”.
Diferentes de nosotros, hipertecnológicos, absorbidos por ese mundo digital que los ocupa y nunca los desconecta, necesitados de gritar sus preguntas a alguien que no tenga miedo. Buscándose a sí mismos de tal manera que llegan incluso, como en una canción de Madame y Marracash, a imaginar un diálogo con su propia alma: “eres el alma, eres mi mitad, nadie sabe cómo estás hecha, busca en tu interior y lo sabrás”.
El presente y el futuro necesitan a los jóvenes y los jóvenes tienen una terrible necesidad de salir de su “retiro”. Este es el dramático desafío de este momento. Un desafío que debemos tener el coraje de llamar por su nombre, un desafío educativo. Escribía Julián Carrón en 2020: “Es difícil imaginar un reto mayor que el educativo. De hecho, el desconcierto domina en todas partes por el vértigo que experimentan los adultos (padres y educadores de todo tipo) y los jóvenes. La expresión «emergencia educativa» nunca ha estado tan cargada de significado como en estos tiempos”. Y añadía: “Las dificultades desbordan por todas partes. Pero reglas e instrucciones de uso se revelan cada vez más incapaces de suscitar el yo, de despertar su interés hasta llegar a implicarlo en un camino que le permita crecer. Una mirada llena de estima puede ser más eficaz que cualquier otra cosa”.
¿Estima por qué? Por el único recurso que nadie podrá arrancarnos jamás, nuestro deseo. Cuanto más nos atrevamos a amar el nuestro, más podremos estimarlo en los jóvenes. Entonces también recuperaremos el gusto y el entusiasmo por buscar herramientas, ocasiones y oportunidades. El gusto de discernir las modalidades más útiles para la formación y transmisión de conocimientos y habilidades. El gusto de ser adultos ahora.
¿Y si fuera precisamente el amor a nuestros hijos, el deseo de un bien para ellos, lo que nos puede volver a poner en marcha para buscar algo o alguien capaz de despertar el deseo, sobre todo el nuestro? Una apuesta imprevista, pero quizá no muy lejana de la realidad.