Pedro dio su vida hasta el final
La primera tentación que me ha venido, de la que nadie está libre, es la del axioma "Cristo no se bajó de la Cruz" y la comparación con su predecesor Juan Pablo II. ¿Es que Cristo renunció a su misión? Ciertamente, no. Y Joseph Ratzinger tampoco. Justamente porque, en los momentos más dramáticos que la Iglesia ha vivido, su Magisterio nos ha iluminado, corregido y confortado; y su testimonio nos ha vivificado. Comparar las distintas llamadas que hace el Señor a uno y a otro se me antoja mezquino: Karol Wojtyla fue elegido Papa siendo joven (56 años); Joseph Ratzinger no tenía la misma juventud que Juan Pablo II cuando aceptó la llamada de Dios al gobierno de la Iglesia, pero, ciertamente, no la ha querido abandonar por su propia voluntad. Y eso da alguna que otra reflexión.
Desde el inicio de su Pontificado, no he dejado de ver sorpresas en este hombre: una sencillez y discreción al corregir, una valentía al mirar sin escándalo las miserias de los hombres en la Iglesia, un continuo reclamo a mirar a Quien de veras protege a esta compañía de testigos que viven de Él, a pesar de las mezquindades en las que caemos. Un Padre que, a la vez que ha usado los nuevos medios de comunicación, nos llama a una madurez mayor en nuestra vida (a veces, se echa de menos que hagamos también hincapié en aprender el contenido de nuestra experiencia y no sólo estemos en Facebook o Twitter), poniéndonos en juego dentro del mundo, sin quedarnos dentro de nuestros refugios o de nuestras seguridades. Que nos dejemos tocar por la realidad que nos rodea, con los éxitos y fracasos, incomodidades y arideces.
Ante los desafíos constantes que el mundo presenta, Benedicto XVI no ha hecho ascos a ningún obstáculo: el diálogo entre fe y razón (cristalizado en el discurso del Pontífice en Ratisbona); una mirada cristiana y, por tanto, renovada, de las relaciones entre los hombres (poniendo delante la subsidiariedad en la encíclica Caritas in Veritate); una continua apuesta por el diálogo con los hermanos ortodoxos y anglicanos; y con la modernidad (los viajes del Papa a países alejados del cristianismo como el Reino Unido o Alemania dicen mucho de la altura de miras de este hombre). Y no es que no haya habido sombras (¿es que el Papa no es hombre?): los escándalos de los abusos, el caso de Williamson, los lefebvrianos, las traiciones dentro de su entorno cercano…sin duda, han debido costarle sufrimiento. Pero nadie le ha quitado su certeza de que "sólo Dios basta". Por eso, el testimonio de su renuncia, reclamándonos a mirar al Buen Pastor, es una llamada a una madurez.
En mi caso, este ir creciendo pasa por abandonar juanpablismos y benedictismos (los famosos -ismos, de los que los cristianos tampoco estamos exentos) y dejar de perder el tiempo con "que nos atacan, nos defendemos" (que, en definitiva, son los perros que ladran por el camino, vaya uno donde vaya). Pasa por tomarme en serio mi propia vida: el trabajo, el matrimonio, los amigos…con todo lo que supone de sacrificio. Pasa por dejarme tocar por la provocación que Benedicto ha lanzado al mundo (también a mí), cuando, al ejercer su libertad de forma responsable, asume que la tarea de los cristianos es humanamente imposible, porque excede nuestras fuerzas y las suyas (no está escrito que el Papa no pueda renunciar; en la Historia de la Iglesia, hay ejemplos de hombres santos que, en su día, siendo Papas, renunciaron) y que la Iglesia está en manos de Otro. Juan Pablo II tomó la Cruz hasta el final y nos mostró el testimonio de su entrega hasta su muerte. Benedicto XVI ha hecho lo mismo, aunque la modalidad en la que el Señor se lo ha pedido haya sido distinta. Al fin y al cabo, él también ha apacentado el rebaño del Señor. Por eso, quien ha sido Pedro no nos deja huérfanos, porque seguirá cuidándonos con sus oraciones.