Paul Auster, `The country of the last things`

Cultura · Alicia Saliva (Buenos Aires)
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3 noviembre 2009
El país de las últimas cosas (The country of the last things) es la novela corta que Paul Auster publica en 1987, inmediatamente después de su gran éxito con la trilogía de Nueva York. Puede dejar sin aliento incluso a los lectores más avezados en el famoso escritor estadounidense. Es como entrar en una alucinación, dan ganas de restregarse los ojos para ver si no leímos mal, si no pudiéramos, rápido, volver a la normalidad.

El texto es la carta de una valiente joven a su novio. En ella Anna Blume contará paso a paso su fantasmagórica vida en un país donde todo se terminó o está por terminarse: la comida, la vivienda, la ropa, los zapatos, el cariño, el deseo, el conocimiento, los libros, los intelectuales, la política, los niños, la posibilidad de salir de allí, y un largo, muy largo, etcétera. Leemos la lectura que hace este muchacho, compartida, claro, con un número ya incalculable de lectores.

Anna llega a este loco país para buscar a su hermano William, que partió como corresponsal del periódico donde trabajaba. Después de unos meses no se supo nada de él, como de tantas otras cosas dentro de este lugar devorador. Viaja sola, y llama "cruce" a este viaje. Queda lejos este país, tardó diez días en llegar y cuando desembarcó "…la costa estaba completamente oscura, sin luces en ningún sitio, y yo tuve la sensación de que penetrábamos en un mundo invisible, un lugar donde sólo vivirían los ciegos…". 

Inevitable recordar las palabras que fundaron, hace seis siglos, la ausencia eterna de color en la orilla infernal. Dante llega, junto a su maestro Virgilio, después de haber cruzado el Aqueronte, a la orilla del Infierno: "Me encontraba, en verdad, hacia la proa de aquel valle, abismo de dolor, que resuena con ayes infinitos. Era oscuro, profundo y de tal modo envuelto en tinieblas, que al mirar a lo lejos no distinguía cosa alguna. (…) ‘Bajemos al mundo ciego -dijo el poeta, que estaba pálido-. Yo entraré primero, y tú, detrás'. Y yo, que me había dado cuenta de su palidez, dije: ‘¿Cómo podré avanzar, si tú, que sueles confortarme en mis vacilaciones, tienes miedo?'. Me contestó: ‘Es la angustia por los que están aquí la que se me pinta en la cara, y esa piedad es la que tú confundes con el temor; vamos ya, que el camino es largo".

Anna, en cambio, no tendrá más guía y consuelo que una foto. No hay maestros vivos y presentes para esta señorita. Este otro mundo en el que se interna Anna, tan extraño y enloquecido, es como un gran círculo del infierno de la Divina Comedia, donde el contrapaso de los condenados fuera correr sin aliento y sin descanso impulsados por una necesidad que no se sacia jamás. En la vida, en el mundo que está del otro lado de este infierno, quisieron saciarla con lo que no correspondía a una sed ilimitada: con "cosas", "things". Ahora correrán sólo detrás de las cosas, a causa del hambre: "Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo". "No importa cuánto puedan conseguir, nunca será suficiente" (pp. 14-15).

Corren detrás de la basura o para conseguir objetos de desecho, revenderlos y poder comer. O corren, simplemente, hasta dejarse morir -apoyados por otros corredores en los cuantiosos clubes de suicidas y de eutanasia que existen- identificando la muerte con su último deseo. Y cuando recuerdan ese deseo infinito, tienen a mano sólo mentiras para aplacarlo, un "lenguaje fantástico" en el que se habla únicamente empezando con un ‘yo desearía', expresión a la que debe seguirle un deseo infantil e imposible: ‘desearía que el sol no se pusiera nunca'. Situaciones que nunca podrían convertirse en realidad: "Pero cuando la fe desaparece, cuando comprendes que ni siquiera te queda la esperanza de recuperar la esperanza, entonces tiendes a llenar los espacios vacíos con sueños, pequeñas fantasías y cuentos infantiles que te ayuden a sobrevivir. Hasta a la gente más endurecida le resulta difícil contenerse; de repente dejan lo que están haciendo y se sientan a hablar de los deseos que han ido brotando en su interior" (p.20)

Magistralmente, Paul Auster pintó al hombre de esta era fácil, incómodo en su nueva condición de criatura despojada de la materialidad e intentando volver a su comodidad en este país desértico. No hay "ayes infinitos" sino el infinito buscar estrategias para sobrevivir, o para dejar de vivir. Los viajes por Cuba y por México le dieron algunas ideas al autor: "Tal vez podría decirse que las piedras -que los ciudadanos arrojaban- representan el descontento del pueblo por un gobierno que no hace nada por ellos hasta que mueren. Pero eso sería hilar demasiado fino; las piedras son una expresión de infelicidad y eso es todo" (29). Mucho más que una novela anti-consumismo, estas páginas son una advertencia sobre cuán breve, efímera e insatisfactoria puede ser la promesa del falso cumplimiento de los más íntimos y perennes deseos del hombre. Esta punzante infelicidad es el único motor de Anna, que suceso tras suceso, algunos rozando lo fantasmagórico, encuentra sin embargo lo que realmente buscaba sin cesar en sus movimientos alucinados detrás del conseguir o vender "things": la amistad, el amor, la maternidad, la caridad.

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