Pasolini y el 68 en su columna de ´El caos´

Cultura · Simone Invernizzi
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21 enero 2019
El 6 de agosto de 1968 daba comienzo una colaboración entre el semanario «Tempo illustrato», dirigido por Arturo Tofanelli, y Pier Paolo Pasolini, al que se le encargó una columna titulada “El caos”, que mantendrá hasta enero de 1970. Para Pasolini fue su segunda experiencia en contacto con el gran público de la prensa, después de su columna “Diálogos con Pasolini”, que el escritor tuvo en la revista del PCI «Vie Nuove» entre mayo de 1960 y septiembre de 1965.

El 6 de agosto de 1968 daba comienzo una colaboración entre el semanario «Tempo illustrato», dirigido por Arturo Tofanelli, y Pier Paolo Pasolini, al que se le encargó una columna titulada “El caos”, que mantendrá hasta enero de 1970. Para Pasolini fue su segunda experiencia en contacto con el gran público de la prensa, después de su columna “Diálogos con Pasolini”, que el escritor tuvo en la revista del PCI «Vie Nuove» entre mayo de 1960 y septiembre de 1965.

La naturaleza periodística de esta publicación da un carácter de actualidad a las intervenciones de Pasolini, suscitadas por las noticias o las cartas de sus lectores, por la necesidad de explicar o defender sus posicionamientos políticos, o por cuestiones literarias. En esta miscelánea de temas, los estudiantes eran un tema recurrente. Pasolini valora su compromiso político pero en cambio critica las derivas violentas y la rigidez ideológica, denuncias acompañadas por un reiterado esfuerzo por comprender los errores y dinámicas que los habían generado, con una tensión cognoscitiva y pedagógica a la vez.

La lectura de “El caos” no ofrece un juicio unívoco o coherente del 68. Al contrario, lo que de allí emana es un contexto diverso y “en movimiento”. Me permito recoger aquí algunas de estas valoraciones. Quien tenga una cierta familiaridad con la obra de Pasolini se dará cuenta de que muchos temas vuelven a aparecer en otras obras de aquella época y posteriores.

“El caos”

Al presentar a sus lectores su primera columna, publicada en agosto de 1968, Pasolini declara desde el principio su intención de escribir sin miedo a contradecirse o exponerse, pues considera que sus palabras no tienen “ninguna autoridad”. De ahí el título –“El caos”– y el subtítulo “ideal” –“Contra el terror”–, porque la autoridad, que impone reglas, “da siempre terror, incluso cuando es dulce”. Esta ejerce de hecho un poder opresivo que pretende servirse de los hombres, imponiendo su propia visión del mundo y su propia moral. Con esta columna, Pasolini se prepara para luchar “contra toda forma de terror”, cada vez más difundido en la sociedad, “a la derecha clérigo-fascista de este mundo”, pero también “a la izquierda”.

En esta lucha sabe que no tiene aliados, alguien que le “apoye” y con quien compartir “intereses comunes que defender”. Cuando siente simpatías políticas (“cierto radicalismo y cierta Nueva Izquierda católica”), “son simpatías que no suponen ningún pacto ni acuerdo”. La suya es una lucha en “soledad”, y eso es justamente lo que le garantiza “una cierta, aunque tal vez loca y contradictoria, objetividad”.

“Venecia y el terrorismo juvenil”

El 25 de agosto de 1968 se abre en Venecia la 29ª edición de la Muestra Internacional de Arte Cinematográfico en un clima de protesta creciente. Es la ocasión para empezar a mostrar una primera y significativa distancia entre Pasolini y los jóvenes del 68.

A pesar de las intensas peticiones de estudiantes, intelectuales y políticos de izquierda para boicotear el evento, Pasolini decide, junto a otros cineastas, participar presentando su película Teorema. Y explica que no lo hace porque no comparta las exigencias de los contestatarios (“estoy del lado de los que se enfrentan al festival”), sino porque concibe la protesta “como un acto positivo, vital”, que puede realizarse desde dentro a través de la propia obra cinematográfica. De hecho, la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos (ANAC), a la que Pasolini pertenece, organizó para el 26 de agosto una “ocupación pacífica laboral” de la Mostra, con el objetivo de definir un nuevo reglamento que estableciera “el derecho a la autogestión de la Mostra”. El acto, sin precedentes, provoca la dimisión del director de la Mostra, Luigi Chiarini. Durante unas horas, da la impresión de que las exigencias reformadoras de la ANAC van a ser atendidas, pero la noche del lunes 26 de agosto la policía interviene desalojando por la fuerza las salas ocupadas por los manifestantes.

La decisión de participar en la Mostra es por tanto para Pasolini un acto de contestación “positiva” y “vital”, pero también es una manera de ponerse “inmediatamente, desde su nacimiento, en contra de un ‘fascismo de izquierda’ ya establecido”. De hecho, “afanarse a toda costa en impedir la proyección de las películas”, como quería el frente ultra formado por estudiantes, “autores, viejos moralistas y políticos con años de navegación”, le parece “un acto de violencia, una opresión contra sus autores: una forma de terrorismo”.

Aunque en este caso es necesario distinguir. Mientras la “violencia sacrílega e iconoclasta” de los jóvenes, que “lo mete todo en el mismo saco”, puede ser “admisible y totalmente justificada (aunque ofenda)” porque nace del “rigor absoluto de quien no está totalmente comprometido”, no puede decir lo mismo de los “viejos”, cuyo recurso a la violencia y al chantaje moral no tiene justificación ni atenuante alguno. La “obsesión por la pura negación, autodestructora y autolesiva” de muchos de sus colegas –“cineastas o políticos”–, movidos por la “desesperación de una conciencia que se siente culpable”, es algo radicalmente distinto de la “desesperación sin culpa, y por tanto purísima en su radicalismo, de sus hijos”.

El “terrorismo juvenil”, de por sí “sentimentalmente ingenuo (e, ideológicamente, también demasiado mundano)”, se puede por tanto manipular y reducir “a una forma de fascismo” por parte de aquellos que tienen interés político en ganar simpatías. Denuncia con claridad los límites de la acción política de los jóvenes (“violencia sacrílega e iconoclasta”, “terrorismo”), pero al mismo tiempo casi los perdona por su ingenuidad; la culpa grave la hace recaer en los “ancianos”.

“Contra el sistema”

La cuestión no queda cerrada y vuelve a aparecer en la siguiente columna de “El caos”. Pasolini quiere defender sus razones, pero también intentar comprender las causas profundas de algo que le parece una “psicosis colectiva”.

Él ve un “odio obsesivo, ciego, indiscriminado, total, intimidatorio hacia quien no lo comparte”, capaz de “crear una suerte de conformismo terrorista de la contestación”. Ese odio hunde sus raíces “en una noción-guía cuyos orígenes directos están en Marcuse”, para quien el “sistema” contra el que se están rebelando “acaba siempre con asimilarlo todo, con integrar cualquier ‘posible’ diferencia natural o contestación racional”. Los que protestan se sienten “furiosos e impotentes” porque al mismo tiempo se endurece como “una especie de fórmula obsesiva” esta noción como algo justo, y ese “terror de que nos coman” normalizado por el “sistema” lleva a la contestación a formas de “conformismo terrorista” cada vez más intransigentes y racistas frente a cualquier postura diferente.

Sin embargo –Pasolini sigue descolocando al lector–, cualquiera que tenga ciertas nociones de psicoanálisis sabe que el miedo a que nos coman en realidad significa “deseo” de que nos coman. Así, el “opositor desesperado”, consciente de que su acción está destinada a ser reabsorbida por el “sistema”, en realidad se mueve por un “deseo de autodestrucción”.

Esta lógica es peligrosa y olvida que la organización humana –el “sistema”– juega un papel esencial y positivo. Sustrayendo a la vida esa dimensión de la naturaleza que la hace cognoscible porque “siempre es a través del sistema” –ya sea este “la democracia directa ateniense, la sociedad capitalista o la socialista”– como el hombre conoce “la vida (o la realidad)”.

Cualquier “sistema” humano no es solo una forma de organización de la existencia –y por tanto, en potencia, de poder o de opresión–, sino también el único camino que permite al hombre entrar en una relación cognoscitiva –por tanto cultural y no puramente instintiva o instrumental– con el mundo. El sistema proporciona “una partida completa (no se podría añadir otro) de instrumentos para conocer la realidad” y rechazarlos “significa no querer ‘conocer’ la realidad, es decir, querer morir”.

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