Pasolini, Gennariello y las trampas del mundo
Él nos iba llevando de la mano por la inmensidad de la estepa de Anton Chejov, llena de soledad y de tristeza. Con él cruzamos el océano Atlántico para adentrarnos, conmovidos y pensativos, en el pequeño cementerio de Spoon River, descendimos a la profundidad del sur para caldearnos con los cantos de los espirituales negros. Nos hico amar a Ungaretti, Saba, Montale, Sandro Penna, Cardarelli, Quasimodo y muchos otros poetas que por aquel entonces ni eran premios Nobel ni aparecían en las antologías escolares”.
Estas palabras son recuerdos de dos alumnos que tuvieron la aventura de contar con el joven Pasolini como profesor en la escuela pública de Valvasone. Otro testigo de aquellos años, el gran poeta Andrea Zanzotto, recuerda cómo Pasolini cuidaba el jardín de la escuela, enseñando a los alumnos el nombre latino de las plantas, dibujaba carteles y se inventaba cuentos, como el del famoso monstruo Userum, creado para que los niños pudieran aprender los casos de los sustantivos de la segunda declinación: us, er, um.
Eran años felices en los que él mismo escribió que «todo me parecía perfecto», hasta los bombardeos de los que tuvo que huir con su madre en 1943. Se refugió en Versuta, donde vio que los niños no podían ir al colegio a causa de la guerra, y entonces organizó con su madre lo que él llamaría su “escuelita”, en uno de aquellos caseríos que utilizaban los campesinos para guardar sus aperos de labranza. “Era muy pequeño y apenas cabíamos, pero salíamos al prado y nos sentábamos debajo de dos pinos enormes que ondeaban al viento”.
Una experiencia que Pasolini cuenta en su Diario de un profesor novato, donde también incluyó un decálogo de sugerencias. Recomendaba proponer que el estudio se viviera como una “aventura”, recurrir a la “poesía contemporánea, que está más cerca del lenguaje y el sentimiento de los que la tienen que estudiar”. Y recordaba a los que están en la cátedra que no “debe ser objeto de amor, sino saber despertar amor por el objeto de estudio”.
A lo largo de toda su apasionada y turbulenta vida, Pasolini no tuvo más ocasiones de dar clase, pero esa vocación permaneció como un factor cárstico que marcó toda su obra, como demuestra su obstinada atención a los jóvenes y su destino, expresada en muchas de sus intervenciones públicas y en su poesía.
No es casual que el “profesor” Pasolini reaparezca al final de sus días de manera inesperada en un “curso” diseñado para Gennariello, un alumno imaginario pero con unas connotaciones muy reales. Se trata de un curso de vida, concebido con la forma de un “tratadillo pedagógico” para abrir los ojos de Gennariello y de todos los que se enfrentan como él a las trampas que el mundo les ha preparado: las trampas de la moda, el conformismo y la homologación. Merece la pena leer estas páginas, dictadas por un amor más fuerte que el pesimismo que invadía esta última etapa de Pasolini, escritas con un realismo extraordinaria por un intelectual que no trataba de dispensar reglas sino que se ponía en juego, usando su inteligencia como un instrumento abierto a afrontar el mundo.
“Has de saber –escribe Pasolini a “su” Gennariello– que en las enseñanzas que te impartiré, sin el menor atisbo de duda, te empujaré a todas las desacralizaciones posibles, a faltarle enteramente al respeto a cualquier sentimiento establecido. No obstante, el fondo de mi enseñanza consistirá en convencerte de que no le tengas miedo a lo sagrado ni a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres transformándolos en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches”. Poder encontrar maestros así…