Parábola austriaca

Mundo · José Luis Restán
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18 junio 2009
Para el Papa Ratzinger, Austria es su segunda patria. Es también una imagen elocuente de la crisis profunda que sacude al catolicismo centroeuropeo. Por eso se entienden el dolor y la responsabilidad que ha debido sentir estos días al repasar junto a sus hermanos obispos los últimos episodios que afectan a la disciplina eclesial, pero más aún, que reflejan una dramática erosión de la sustancia de la fe. Gerhard Maria Wagner

La minicumbre vaticana ha sido provocada por el denominado "caso Wagner", el sacerdote nombrado obispo auxiliar de Linz que se ha visto forzado a renunciar antes de su consagración episcopal, ante el rechazo manifestado por diversos estamentos de la propia diócesis e incluso el desagrado que evidenciaron algunos obispos austriacos. La culpa de Wagner era sostener tesis "demasiado conservadoras" a juicio de sus críticos. Lo cierto es que la diócesis de Linz vive graves problemas doctrinales y litúrgicos (la escandalosa foto de una reciente procesión del Corpus ha recorrido el mundo) y se ha conocido que entre los vicarios que han derribado a Wagner antes de ocupar su sede, los hay que viven públicamente amancebados y que no dudan en presumir de ello ante las comunidades de las que son pastores en nombre de la Iglesia. Un caso zafio y grosero, que sin embargo no debería ocultar el origen y la profundidad de un daño que desborda los límites de aquella pintoresca diócesis.

El comunicado de la Santa Sede subraya que Benedicto XVI ha reclamado a los obispos austriacos "la urgencia de profundizar en la fe y de la fidelidad integral al Concilio Vaticano II y al magisterio post-conciliar de la Iglesia, y de la renovación de la catequesis a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica". El carácter sobrio y escueto de estas afirmaciones que se ponen en boca del Papa da luz sobre la gravedad del asunto. Lo que está en juego es la naturaleza de la fe, su verdadero contenido, que sólo la Iglesia con su autoridad recibida de Cristo está en condiciones de aclarar y proponer. Más aún, que sólo en la comunión de su cuerpo viviente puede ser educada, experimentada y acrecida.      

La debilidad de la comunidad cristiana se refleja en una incapacidad para transmitir la fe, en una inercia y una acomodación al paisaje mientras sucede, como dijo Benedicto XVI en su reciente carta a los obispos de todo el mundo, "que en amplias zonas de la tierra la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento". A veces parece como si eso no doliese, mientras se derrocha el tiempo en luchas de poder, en burocracia y en experimentaciones estériles. Y así se presume de un laicado muy implicado en comisiones diversas, muy protagonista de debates internos, pero escasamente capaz de proponer la belleza de la fe eclesial en los ambientes donde la gente vive toda su necesidad de respuestas.

Precisamente eso es lo que buscaba el gran evento del Vaticano II: una renovada presencia de la fe en las nuevas circunstancias históricas y una conciencia eclesial más responsable y alegremente vivida. Justo lo que han liquidado algunos presuntos defensores del "espíritu del Concilio", a los que Benedicto XVI ha querido recordar que éste "lleva consigo toda la historia doctrinal de la Iglesia, y que quien quiere ser obediente al Concilio debe aceptar la fe profesada en el curso de los siglos y no puede cortar las raíces de las que el árbol vive".

En noviembre de 2005 el Papa había recibido a los obispos austriacos en visita ad límina, y repasando su discurso puede verse que no se anduvo por las ramas. Les recordó que la prudencia no debe impedir a los pastores presentar toda la exigencia de la Palabra de Dios, incluso cuando suscita desagrado, protesta o burla. Les advirtió que una catequesis que silencia las verdades de la fe no atrae sino que aleja a los jóvenes. Y les animó a ser y a suscitar testigos entusiastas, de modo que la claridad y la belleza de la fe católica puedan iluminar a los hombres en medio de las incertidumbres de este tiempo.

Los tristes sucesos de Linz son sólo la expresión de un desfondamiento que tiene raíces profundas. El Papa lo sabe, y sabe que la respuesta no consiste en un simple golpe de mano. Por supuesto que hace falta una palabra clara y valiente, en primer lugar de los propios obispos, como hace falta una sabia política de nombramientos en todos los niveles. Pero todo ello en la perspectiva de una reconstrucción paciente del tejido eclesial, que requerirá posiblemente varias generaciones. "La chispa del celo cristiano puede volver a encenderse", dijo Benedicto XVI cuando recibió a los obispos austriacos hace ahora cuatro años. Basta que haya testigos dispuestos a empezar de nuevo. Eso es lo que hay que suscitar y pedir sin descanso. No existe trabajo más productivo.  

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