¿Para siempre? ¡Es posible!
Esto es particularmente significativo en todo lo que hace referencia a la moral sexual y familiar. La gente suele entender los "mandamientos" de la Iglesia como un conjunto normas, prohibiciones, prescripciones, encaminadas a limitar la libertad del ser humano y a imponer un modo de vida triste y limitado. La Iglesia impide al hombre que haga lo que "le da la gana", que sería lo que supuestamente le haría feliz. Habría un deseo de la Iglesia, y sobre todo de su jerarquía, de "fastidiar" a las personas recordándoles que son limitadas y que hay muchas cosas que no pueden hacer por decisión, caprichosa por supuesto, de alguien que se te impone y te limita. Pocos son, desgraciadamente, los que entienden los mandamientos como "decálogo" -diez palabras, en su traducción literal, de vida, de felicidad para el hombre, de principios que se ajustan a la naturaleza constitutiva del ser humano, hombre y mujer-. Lo triste es que ésta, la que pocos reconocen y aceptan, es la verdadera naturaleza de los "mandamientos": Dios, que es un Padre que nos ama, y la Iglesia, que es "madre y maestra", nos enseñan cuál es el auténtico camino de la vida y la felicidad para el hombre.
Es falso, en virtud de lo dicho, que la Iglesia "prohíba" divorciarse o separarse. Es falso que obligue a los cónyuges a soportarse o a mal vivir, creando, además, no se qué problemas y traumas a los hijos, cuando los hay. Al contrario, lo que la Iglesia dice es que se puede perdonar, se puede amar al otro, incluso al enemigo. Se puede perder la vida y encontrarla, y esto no son teorías sino experiencia vivida por miles de personas, casadas y solteras, jóvenes y viejas, hombres y mujeres. El amor de Dios es real y efectivo y nos puede ayudar -nos ayuda, de hecho- a vivir los acontecimientos de cada día. Si dejamos, saltándonos todos los prejuicios y las mentiras que nos cuenta la sociedad, que Dios entre en nuestra vida y en nuestras familias, podemos vivir juntos para siempre, no como una carga o un castigo, sino como un don, una ayuda, una bendición. Es mentira que, ante los problemas y dificultades, sean del tipo que sean, lo mejor sea tirar la toalla y empezar de nuevo en otro lugar o con otra persona. Esta es una concepción radicalmente burguesa, egoísta e insolidaria, de la vida: la búsqueda del interés personal, del triunfo del más fuerte, del "sálvese quien pueda", pasando por encima del otro, pisándolo o ahogándolo si hace falta.
En estos días, en los que estoy celebrando, gracias a Dios, los veinticinco años de mi estupendo matrimonio, y de su maravilloso fruto en forma de cinco hijos, he tenido oportunidad de reflexionar sobre todo esto. Lo primero que debo aclarar es que el hecho de que haya calificado a mi matrimonio, y en consecuencia, obviamente, a Amparo, mi mujer, como estupendo, y a mis hijos como maravillosos, no significa que no hayan sido años llenos de dificultades y problemas de todo tipo: personales, materiales, de convivencia y comunión personal, económicos, sobre la educación de la prole. Nuestra historia, como la de todos los matrimonios y familias, no ha sido un camino de rosas, cómodo y sencillo; no somos "robots" ni personas alienadas e infantiles: es más, me atrevo a decir que somos del tipo de personas más capaces de tomar "la vida en peso", pues somos plenamente conscientes de nuestras faltas y debilidades, por un lado, y de valorar la realidad y los obstáculos que se nos presentan, por otro. Claro que mi mujer y mi matrimonio son estupendos, pero esto no significa que las cosas sean todos los días como nosotros queremos -para empezar, ni siquiera siempre queremos o pensamos los dos lo mismo-, no significa que los problemas -sobre todo los de nuestros hijos- no nos abrumen. Claro que nuestros hijos son maravillosos, pero eso no significa que ellos sean clones nuestros o personas obligadas a ser como nosotros queremos: Dios los ha hecho libres, como a nosotros, y nosotros procuramos respetar su libertad. Pero la primera condición de la libertad es vivir en la verdad: por eso nosotros cumplimos con nuestra obligación de enseñarles lo que creemos que es la verdad y la felicidad, corrigiéndoles cuando se equivocan y respetando sus decisiones, aunque muchas veces no las compartamos.