¿Para siempre? ¡Es posible!

Cultura · Vicente Morro López
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29 diciembre 2008
La Iglesia prohíbe, la Iglesia obliga, la Iglesia niega, la Iglesia castiga. Vivimos en una sociedad en la que, desgraciadamente, los prejuicios, los estereotipos, las ideas preconcebidas y los juicios sin conocimiento real de causa campan a sus anchas. Esto es especialmente significativo en el caso de la religión y, sobre todo, en el de la Iglesia Católica. La gente opina sobre cualquier cosa que tenga que ver con la Iglesia con una ligereza pasmosa, sin informarse o formarse: las cuatro cosas que han oído, han leído en la prensa o les han contado les dan autoridad y capacidad para juzgar cualquier pronunciamiento o actitud, ya sea relativo a la moral, a los dogmas, a la historia, al papado, a cualquier cosa. El grado de ignorancia y aversión suele ser directamente proporcional al nivel de prejuicios, de desinterés, de incapacidad de empatía e, incluso, de odio.

Esto es particularmente significativo en todo lo que hace referencia a la moral sexual y familiar. La gente suele entender los "mandamientos" de la Iglesia como un conjunto normas, prohibiciones, prescripciones, encaminadas a limitar la libertad del ser humano y a imponer un modo de vida triste y limitado. La Iglesia impide al hombre que haga lo que "le da la gana", que sería lo que supuestamente le haría feliz. Habría un deseo de la Iglesia, y sobre todo de su jerarquía, de "fastidiar" a las personas recordándoles que son limitadas y que hay muchas cosas que no pueden hacer por decisión, caprichosa por supuesto, de alguien que se te impone y te limita. Pocos son, desgraciadamente, los que entienden los mandamientos como "decálogo" -diez palabras, en su traducción literal, de vida, de felicidad para el hombre, de principios que se ajustan a la naturaleza constitutiva del ser humano, hombre y mujer-. Lo triste es que ésta, la que pocos reconocen y aceptan, es la verdadera naturaleza de los "mandamientos": Dios, que es un Padre que nos ama, y la Iglesia, que es "madre y maestra", nos enseñan cuál es el auténtico camino de la vida y la felicidad para el hombre.

Es falso, en virtud de lo dicho, que la Iglesia "prohíba" divorciarse o separarse. Es falso que obligue a los cónyuges a soportarse o a mal vivir, creando, además, no se qué problemas y traumas a los hijos, cuando los hay. Al contrario, lo que la Iglesia dice es que se puede perdonar, se puede amar al otro, incluso al enemigo. Se puede perder la vida y encontrarla, y esto no son teorías sino experiencia vivida por miles de personas, casadas y solteras, jóvenes y viejas, hombres y mujeres. El amor de Dios es real y efectivo y nos puede ayudar -nos ayuda, de hecho- a vivir los acontecimientos de cada día. Si dejamos, saltándonos todos los prejuicios y las mentiras  que nos cuenta la sociedad, que Dios entre en nuestra vida y en nuestras familias, podemos vivir juntos para siempre, no como una carga o un castigo, sino como un don, una ayuda, una bendición. Es mentira que, ante los problemas y dificultades, sean del tipo que sean, lo mejor sea tirar la toalla y empezar de nuevo en otro lugar o con otra persona. Esta es una concepción radicalmente burguesa, egoísta e insolidaria, de la vida: la búsqueda del interés personal, del triunfo del más fuerte, del "sálvese quien pueda", pasando por encima del otro, pisándolo o ahogándolo si hace falta.

En estos días, en los que estoy celebrando, gracias a Dios, los veinticinco años de mi estupendo matrimonio, y de su maravilloso fruto en forma de cinco hijos, he tenido oportunidad de reflexionar sobre todo esto. Lo primero que debo aclarar es que el hecho de que haya calificado a mi matrimonio, y en consecuencia, obviamente, a Amparo, mi mujer, como estupendo, y a mis hijos como maravillosos, no significa que no hayan sido años llenos de dificultades y problemas de todo tipo: personales, materiales, de convivencia y comunión personal, económicos, sobre la educación de la prole. Nuestra historia, como la de todos los matrimonios y familias, no ha sido un camino de rosas, cómodo y sencillo; no somos "robots" ni personas alienadas e infantiles: es más, me atrevo a decir que somos del tipo de personas más capaces de tomar "la vida en peso", pues somos plenamente conscientes de nuestras faltas y debilidades, por un lado, y de valorar la realidad y los obstáculos que se nos presentan, por otro. Claro que mi mujer y mi matrimonio son estupendos, pero esto no significa que las cosas sean todos los días como nosotros queremos -para empezar, ni siquiera siempre queremos o pensamos los dos lo mismo-, no significa que los problemas -sobre todo los de nuestros hijos- no nos abrumen. Claro que nuestros hijos son maravillosos, pero eso no significa que ellos sean clones nuestros o personas obligadas a ser como nosotros queremos: Dios los ha hecho libres, como a nosotros, y nosotros procuramos respetar su libertad. Pero la primera condición de la libertad es vivir en la verdad: por eso nosotros cumplimos con nuestra obligación de enseñarles lo que creemos que es la verdad y la felicidad, corrigiéndoles cuando se equivocan y respetando sus decisiones, aunque muchas veces no las compartamos.

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