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Para recuperar una economía real

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22 julio 2012
Agosto comenzará con una reunión de Monti y Rajoy. España e Italia buscan fórmulas para que el BCE se decida a comprar su deuda. España necesita un cambio de actitud en Frankfurt. El último recorte aprobado por Rajoy, cerca de 60.000 millones en los próximos tres años, no ha servido para frenar el acoso de los mercados. Mientras se bordea el precipicio, las encuestas reflejan que una parte considerable de la sociedad española está enfadada con los ajustes.

La rebaja del sueldo de los funcionarios, la reducción de la prestación por desempleo y la subida del IVA, según las últimas encuestas (publicadas por El País http://politica.elpais.com/politica/2012/07/20/actualidad/1342817252_938930.html y El Mundo http://elmundo.orbyt.es/2012/07/21/elmundo_en_orbyt/1342898132.html), son rechazadas por más del 80 por ciento de la población. Son todas ellas medidas exigidas por Bruselas, requisitos ineludibles para hacer efectivo el rescate a la banca, para recibir una ayuda de Europa que se ha hecho imprescindible. La gran crítica que se le puede hacer al Ejecutivo es que las ha tomado tarde.

Los sondeos parecen estar señalando que las protestas en las calles no expresan el sentimiento de una minoría sino el sentir general. Si es así estamos ante un divorcio entre la realidad, la situación más grave que vive España desde la llegada de la democracia, y la opinión pública. Puede ser una falta de información, puede ser que nos aferremos con ignorancia culpable a un modelo económico que era insostenible y que, en gran medida, estaba basado en la burbuja inmobiliaria. No hay una conciencia clara de que España ha perdido la confianza de los inversores internacionales porque no ha cumplido con los objetivos de reducción de déficit. Ni tampoco se quiere reconocer lo que con bastante claridad afirmó en el Congreso de los Diputados el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro: "no hay dinero para pagar los servicios públicos". España no puede disfrutar de los servicios públicos de Alemania con los impuestos de Estados Unidos.

Esta falta de conciencia social seguramente tiene mucho que ver con lo que ha sucedido en las últimas décadas. España hace poco más de 30 años era considerado un país en vías de desarrollo. Su PIB per cápita ha pasado de 7.284 dólares en 1980 a más de 30.000 en 2010. Ha llegado mucho dinero del exterior. Primero a través de los fondos estructurales y luego por efecto de la entrada en el euro. Y eso ha provocado un espejismo.

En este momento, en el que muchos parecen aferrarse a lo viejo y reaccionan con perplejidad ante la desaparición de un mundo que consideraban conquistado para siempre, se hace necesario preguntarse por la raíz del desarrollo. Es la cuestión más urgente. En ese terreno es en el que más puede aportar una presencia cristiana. No porque afirme una doctrina o ética sino por su capacidad para ofrecer un testimonio libre de personas que se dejan provocar por lo que está sucediendo y encuentran energías nuevas para hacer frente a la situación.

La encíclica Caritas in Veritate, en una de sus afirmaciones más provocadoras, sostiene que "el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo" (número 8). Puede hacerse de esta frase una interpretación piadosa o aceptar toda la provocación económica que contiene. El progreso de una nación como España requiere un modelo productivo viable, una educación adecuada y un sistema impositivo y fiscal sostenible. A lo que hay que añadir una estructura territorial razonable, un Estado al servicio del protagonismo social, grandes dosis de confianza mutua que ahora no existen y muchas cosas más. Pero como las soluciones técnicas no son suficientes, en cada una de esas cosas está en juego un determinado modo de afrontar la realidad. Y ahí es donde es más pertinente que nunca la experiencia cristiana como elemento de desarrollo. Porque el cristianismo, cuando es fiel a su origen, supone ante todo una forma de conocimiento, una forma de racionalidad. Desde que Jesús comenzó a hacer el cristianismo en Galilea, su gran aportación fue enseñarle y hacerle ver al hombre que era libre, que no estaba a merced ni de las circunstancias ni del poder, que dependía del infinito Misterio de Dios.

¿Es ese tipo de educación pertinente cuando hablamos de economía? Sin duda. La posibilidad de vivir una relación cotidiana con el infinito, hacia el que tiende todo hombre, desde el más alto investigador hasta el mendigo que en una esquina con su mano extendida demanda caridad, ha sido siempre una fuente de una libertad y creatividad. Y eso es lo que más necesitamos en este momento. Para no dejarse condicionar por los viejos esquemas, para emprender sin miedo al fracaso, para estar realmente acompañado cuando se trata de crear riqueza, de adoptar nuevas formas de vida, de no ser aplastados por el sacrificio. Es además esa relación la que permite reconocer una de las categorías económicas más decisivas: la de la gratuidad. Sin la conciencia de que todo es dado y de que cualquier obra, sea la educación de los hijos, la carrera profesional, hacer empresa o levantar un país, necesita de la gratuidad, la economía real pierde terreno. Y ha sido la economía especulativa, la que huye de ese tuétano gratuito que sostiene el mundo, la que nos ha llevado al desastre.

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