Para evitar cohetes peligrosos

Editorial · Fernando de Haro
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6 noviembre 2022
Los famosos valores ya son ilegibles también para los occidentales. El ansia por lo inacabable es, en este momento, casi el único recurso humano disponible. Por eso no es muy inteligente tener miedo de él.

La pieza CZ-5B del cohete chino Mengtian, al final, se desintegró en el Pacífico. Pero durante algunas horas nos tuvo preocupados porque su órbita para entrar de nuevo en la Tierra no estaba calculada. La China de Xi Jinping aprieta en su  carrera espacial. Ha conseguido un sistema de navegación propio para sus satélites, está terminando su estación espacial y ha puesto en el suelo de Marte misiones que han trabajado con éxito. En Estados Unidos están preocupados por la presencia en el espacio de China, como lo estuvo en su momento Kennedy por la presencia de la URSS. El programa de los años 60, que puso un hombre en la luna, quería demostrar la superioridad tecnológica del mundo libre. Ahora, Bill Nelson, uno de los máximos responsables de la NASA, está convencido de que la tecnología espacial china en realidad es tecnología estadounidense robada. Pekín roba, pero no utiliza todo. No utiliza, por ejemplo, los motores que se desarrollaron hace años para evitar que los restos de un cohete vuelvan de forma descontrolada y puedan hacer daño a la población. China tiene sus valores, lo hemos visto en la lucha contra el COVID, en sus confinamientos. No sabemos si en nombre de esos valores va a intentar conquistar Taiwán por la fuerza.

Hace algunos años, no muchos, se hablaba de defender lo propio de Occidente en el resto del mundo. De momento el planeta no se divide en dos bloques rivales –Occidente y  las autocracias-. Muchos países de Asia, África y Latinoamérica están en otra cosa. Y no sabemos si Estados Unidos y China se verán, al final, destinados a colaborar, competir o incluso combatir.

Hace algunos años pensábamos que era necesario defender la libertad y la democracia y los valores de Occidente porque formaban parte de la esencia de la naturaleza humana. Pensábamos que la democracia resultaría más popular a medida que aumentara el tamaño de la clase media en muchos países. En aquel momento ya era algo ingenuo y bastante arrogante un planteamiento de este tipo. Hoy se ha convertido en un enfoque ridículo por incomprensible. Los famosos valores ya son ilegibles también para los occidentales. Es como si un poeta se presentase en una escuela de ingeniería, a la hora de la asignatura de Ciencia de los Materiales, y recitara los versos de la Odisea en el griego de Homero. ¿Qué hay más propio de la naturaleza humana que la compasión hacia Ulises, solo y abandonado en una playa? Es cierto, pero en el mejor de los casos los estudiantes tomarían al poeta por un loco o por un excéntrico. Y en el peor habría una reacción violenta.

Supongamos que los valores occidentales sean ciertamente universales por naturaleza. Es difícil entender qué significa la palabra “naturaleza”. De hecho, hablar mucho de ella supone hacer imposible e innecesario lo único que permite que esos valores algún día puedan tener significado. Es necesario algo que no es “natural”, algo imprevisto, para  que esos valores sean semánticamente relevantes.

La libertad, la familia, la dignidad del trabajo, la fraternidad y la objetividad de los “bienes morales” son como versos en griego clásico escritos en el agua. Hay que volver a inventar el papel y la tinta, volver a estudiar gramática, para poder entenderlos.

La naturaleza humana es historia. Y si hay algo constante en su historia es el excitante apetito de lo que no se alcanza, de lo que no se tiene, de lo ilimitado. Lo demás son consecuencias. El ansia por lo inacabable es, en este momento, casi el único recurso humano disponible. Por eso no es muy inteligente tener miedo de él, intentar acallarlo, rebajarlo. En realidad la única contribución relevante es rescatarlo, ponerlo a trabajar. Sin él será difícil evitar los cohetes inseguros.

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