Para entender la Escritura
Querido Pascual,
Roma me ha acogido con los incipientes colores del otoño que la hacen aún más bella, despojada ya de los rigores del verano y preparada para ofrecer unos atardeceres únicos.
Siguiendo tu deseo, uso tu nuevo nombre de bautismo, Pascual, el que recibiste en la memorable vigilia del domingo de Resurrección de hace unos meses. Ya aquella noche, en medio de la alegría de tu nueva condición de cristiano, de criatura nueva, me confesabas tu tristeza porque las esperadas catequesis sobre la Biblia tenían que posponerse por el año de investigación en el extranjero que ahora comienzo. No supe qué responderte en aquel momento. Tal vez te dije que siguieras leyendo la Escritura con esa avidez e interés que tanto te caracterizan. Pero acusé el golpe y desde entonces no he olvidado esa mirada tuya que me pedía seguir acompañándote.
Hace unos días, mientras leíamos las cartas de san Pablo en la liturgia, me asaltó este pensamiento: si el apóstol usa el género epistolar para seguir comunicándose con las comunidades que ha engendrado en la fe, ¿por qué no podemos nosotros seguir su ejemplo? La pasión por comunicar a Cristo le impulsaba a viajar por todo el mediterráneo, mientras que la caridad por las iglesias que había fundado le llevaba a escribirlas continuando el camino educativo.
Por eso me he decidido a escribirte, prometiéndote una carta semanal en la que podamos afrontar algún pasaje de la Escritura, algún texto de difícil interpretación, al hilo de tus preocupaciones o de las mías, al hilo de la liturgia o de los acontecimientos de la actualidad.
Recuerda siempre esa expresión de San Agustín que tan certera te pareció cuando la escuchaste por vez primera: In manibus nostri sunt codices, in oculis nostri facta (en nuestras manos tenemos los códices, en nuestros ojos los hechos). El códice que tienes en tus manos, la Biblia, resulta incomprensible si tus ojos no pueden ver, hoy, los mismos hechos que en ella se narran. Los evangelios no nacieron para comunicar la buena noticia a los paganos. Eso lo hacían los cristianos con su vida y su palabra. Se escribieron para ser leídos en la liturgia, de modo que los creyentes pudieran conocer hasta el detalle los rasgos de aquel Jesús con el que se habían encontrado a través de Pablo, de Pedro, de Juan, de Felipe, y pudieran entender el origen de todo el mundo excepcional que vivían.
La vida nueva que los primeros conversos experimentaban encontraba razón en aquellos códices (probablemente rollos en los primerísimos años): era el Espíritu de Cristo muerto y resucitado, de aquel Cristo que describían los evangelios, el que estaba en el origen de todos los milagros de los que eran testigos. El que había recorrido los caminos de Galilea y Judea unos años antes, seguía presente “con ese poder que actúa entre nosotros”, como dice san Pablo en su carta a los Efesios (Ef 3,20).
El mismo Pablo fue testigo de la resistencia de los paganos a atender a lo que dicen los códices sin tener delante los hechos que narran. Culminando su predicación en el areópago ante los gentiles, Pablo anuncia la resurrección de Cristo de entre los muertos. Hasta ese instante le habían escuchado, tal vez con atención. Pero anunciar la vuelta a la vida de un muerto desbordaba los límites de la imaginación y de lo plausible. Por ello sus oyentes dejaron de escuchar y consideraron su discurso no atendible.
Sin embargo, para el lisiado de la puerta hermosa, que pedía limosna a la entrada del templo de Jerusalén, fue fácil confesar al Mesías Jesús: era el nombre que Pedro y Juan le ponían en la boca como origen de la curación que ellos mismos habían realizado. Así sucede hasta el día de hoy. No te separes de la vida nueva que has encontrado en la Iglesia. Cuanto más cargados estén tus ojos de hechos prodigiosos, más nostalgia sentirás de acudir a los evangelios a conocer los rasgos de ese Jesús que se mueve “con ese poder que actúa entre nosotros”. Y al revés, podrás leer y entender los evangelios y el resto de la Biblia si lo que encuentras escrito sigue aconteciendo hoy, delante de tus ojos. Del pasado al presente, del presente al pasado.
La próxima semana empezaremos por el principio: bereshit bará’ ’elohim ’et hashamayim we’et ha’aretz (“En el principio creó Dios los cielos y la tierra”).
Un abrazo.