Pakistán y esa ley que legaliza la persecución
La ley pakistaní de la blasfemia permite que “la persecución contra los cristianos y otras minorías sea indiscriminada”, afirma Juan Carlos Pallardel, jesuita peruano responsable desde hace años del diálogo con el islam y otras religiones en Lahore, provincia de Punjab, donde residen más del 90% de los cristianos del país. “Esto nos afecta en la vida diaria, tenemos que pensar bien lo que hacemos y decimos porque sabemos que en cualquier momento nos pueden acusar”.
En Pakistán, la ley de la blasfemia ofrece una justificación jurídica dentro de la cual se expresa “un problema más amplio, sobre todo social”. De hecho, muchas acusaciones se instrumentalizan para resolver disputas personales o para ganar terrenos, según el jesuita. También es un problema porque en la mayoría de los casos “las víctimas pertenecen a los estratos más pobres de la población, que se ven obligados a sufrir los abusos de los más ricos. Los católicos, por ejemplo, están entre los más pobres de Pakistán, y por tanto entre los más vulnerables”.
El aumento de casos de blasfemia
En 1987, cuando el general Zia ul-Haq convirtió la islamización de Pakistán en un punto fuerte de su presidencia, la ley de la blasfemia, introducida en el subcontinente indio en tiempos de dominio británico, se endureció y asumió la forma actual, que prevé la pena de muerte para cualquiera que ofenda al profeta Mahoma, sin posibilidad de perdón o renuncia a la acción penal. Los datos recogidos por la ONG Engage Pakistan ponen en evidencia que el año 1987 fue un punto de inflexión. Desde ese año, los casos de blasfemia han aumentado un 17.500%, pasando de 7 en el periodo 1947-1987 a 1.335 en el periodo 1988-2014. Según esta ONG, que confirma las palabras de Pallardel, no es que de repente los pakistaníes se hayan hecho blasfemos. Simplemente, “la ley se usa como instrumentos de persecución y opresión”. Engage Pakistan muestra así la dimensión sectaria de las acusaciones de blasfemia: sobre un total de 1.335 casos, 633 acusaciones se dirigen contra musulmanes, 494 contra ahmadíes, 187 contra cristianos y 21 contra hindús. Esto significa que las minorías, que en total constituyen apenas el 4% de la población pakistaní, serían responsables de más del 50% de los delitos.
El cuadro se complica si tomamos en consideración que “muchas de las acusaciones ni siquiera llegan a juicio porque a los presuntos culpables los matan antes”, explica Pallardel. Es el caso de Salman Taseer, ex gobernador de Punjab, asesinado por su guardaespaldas por criticar la ley de la blasfemia, o más recientemente el activista Khurram Zaki, asesinado en Karachi. Según el informe de Engage Pakistan, también en este caso 1987 es el año decisivo: +2.750% de asesinatos extrajudiciales desde que se cambió la ley.
La decisión del Tribunal Supremo
El gobierno de Nawaz Sharif, primer ministro desde junio de 2013, parece ser consciente de las dimensiones del problema y, según Pallardel, está llevando a cabo acciones, también militares, para luchar contra el fundamentalismo religioso que exacerba la religiosidad y fomenta la rabia de las masas contra aquellos que son considerados culpables de blasfemia. Una señal importante llegó del Tribunal Supremo pakistaní en el caso de la condena de Mumtaz Qadri, el asesino de Salman Taseer, ahorcado a finales de febrero. A propósito de este caso, el Tribunal estableció que poner en discusión la ley de blasfemia no es, en sí mismo, un insulto al islam ni por tanto un acto blasfemo punible con la muerte. La conclusión no es en absoluto banal, subraya Pallardel, pues la mayor parte de los barelvi, una de las principales organizaciones sunís del país, defiende con determinación la ley de la blasfemia. Se trata, según Pallardel, de una conclusión importante porque “el solo hecho de que ahora se pueda discutir significa que un cambio es posible”.
El cambio posible
Aunque en la actual situación político-social la abolición de la ley sigue siendo un escenario absolutamente improbable, no faltan aquellos que se esfuerzan por introducir modificaciones que pongan límites a los abusos, como ya intentó hacer el ministro Shahbaz Bhatti, que pagó con su vida el esfuerzo. Engage Pakistan es otro ejemplo de realidad que trata de demostrar, a partir de las fuentes islámicas, que la de la blasfemia no es una ley divina (y por tanto inmutable), que no debería prever la pena de muerte y que debería ser posible perdonar el crimen una vez comprobado el arrepentimiento del acusado. Una reforma en este sentido podría mejorar la situación de las minorías pakistaníes, pero difícilmente sería capaz, por sí sola, de cambiar el clima difundido por el país, que lleva a asesinatos extrajudiciales, manifestaciones de apoyo a personas como Mumtaz Qadri o atentados como el ataque suicida que se produjo en Pascua en Lahore, donde murieron más de 70 personas, la mayoría musulmanes, aunque el objetivo declarado era la comunidad cristiana. Por eso sería necesaria, en opinión de Pallardel, una reforma del sistema educativo pakistaní. A menudo el Estado no logra proporcionar los servicios mínimos indispensables para permitir a los ciudadanos el acceso a la escuela pública y eso, combinado con la difícil situación económica, lleva a los padres a enviar a sus hijos a lugares donde la educación es gratuita, es decir a las escuelas religiosas islámicas, que suelen estar acusadas de ser nidos de una visión violenta e intolerante del islam. De todas formas, Pallardel confía en que el gobierno de Nawaz Sharif está intentando hacer algo en este sentido, proponiendo entre otras cosas el control de los métodos educativos, los sistemas de evaluación y afiliación de las madrasas. Sin embargo, el camino hacia una reforma de la que se lleva hablando décadas parece que todavía será largo.