Pakistán, el martirio silenciado

Mundo · José Luis Restán
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18 noviembre 2009
Cada vez hay mayor consenso entre los analistas internacionales: Pakistán es la clave del combate global contra el terrorismo. Allí el gobierno que no pudo presidir la desventurada Benazir Bhutto se debate entre su vocación pro-occidental y la inercia islamista de buena parte de la sociedad. La corrupción es endémica, los organismos de seguridad están carcomidos por la termita del fundamentalismo islámico, y la guerra contra Al-Qaeda en la provincia de Waziristán no goza de simpatías populares. Se trata del único país musulmán que a día de hoy cuenta con armas nucleares, una codiciada presa para los estrategas del terror. Y en medio de este océano encrespado de 160 millones de personas, una pequeña pero arraigada minoría de cuatro millones de cristianos lucha cada día por vivir testimoniando su fe.

Precisamente estos días un grupo de representantes de la organización Justicia y Paz de Pakistán recorren varios países europeos para denunciar la opresión que sufren los cristianos, especialmente a través del perverso instrumento de la ley contra la blasfemia. Un inciso: España no figura entre las etapas del periplo (se ve que no contamos nada en la zona) y Moratinos se privará de una completa información sobre la cristianofobia, que es un término que según parece desconoce. En todo caso yo soy completamente escéptico sobre la acogida que las instituciones europeas dispensen al clamor de los cristianos pakistaníes. A Occidente (y sólo a su parte más consciente) sólo le importa que el Gobierno de Islamabad ponga orden en su frontera afgana y controle a los radicales. Para las cancillerías europeas y para los grandes medios de comunicación de nuestro continente los cristianos pakistaníes son poco menos que calderilla. Así de crudo.

El pasado 1 de octubre el Papa recibió al presidente Zardari, y el comunicado final de la Santa Sede no se andaba por las ramas. Pedía un compromiso claro de las autoridades para proteger a las comunidades cristianas de la violencia, así como el reconocimiento de su aportación significativa a la construcción del país y el final de toda discriminación por causa de su pertenencia religiosa. Pero el Gobierno de Zardari, pretendidamente laico, ni quiere ni puede meter las manos en la masa; el islamismo difuso gana terreno y las viejas aspiraciones de la señora Bhutto parecen más que nunca una quimera. Benedicto XVI dijo las cosas claras a su interlocutor, pero la realidad es dramática y no tiene visos de mejorar.

Desde que la repugnante ley contra la blasfemia entrara en vigor en 1986, un millar de personas han sido acusadas y varios cientos, asesinadas. Según fuentes de la agencia AsiaNews, en los últimos años 50 cristianos han sido torturados y eliminados por este delito y varios pueblos cristianos han sufrido ataques e incendios. La violencia de desarrolla a plena luz del día, como si fuera una especie de "justicia sumaria" e inapelable. Este engendro frente al que apenas se levanta la voz en los foros internacionales está diseñado para amedrentar, sofocar y en su caso liquidar a las minorías (especialmente la cristiana), y no ha habido gobierno en Pakistán capaz de plantarle cara.

Y ahora llega la pregunta grave: ¿querrá hacer algo frente a este desafuero la Europa que proscribe el crucifijo, que se avergüenza de sus raíces y que decreta la exclusión de la fe del ámbito público? Un experto que no tiene pelos en la lengua, el misionero del PIME Bernardo Cervellera, sostiene que existe una convergencia de facto entre la hostilidad cultural al cristianismo en Europa y la blandura de muchas instituciones, medios e intelectuales europeos hacia las pretensiones islamistas. No en vano Cerverella invoca el carácter profético de la magna lección del Papa en Ratisbona, con su doble interpelación al islam y a Occidente, para que la religión no justifique jamás la violencia y para que la razón no excluya de su ámbito la respuesta de la fe a sus preguntas más radicales.

No espero mucho de las envejecidas instituciones europeas ni de nuestros medios de comunicación, pero las comunidades católicas de Europa sí estamos convocadas a una expresión múltiple de comunión con los cristianos de Pakistán. Como dijo hace poco más de un año Benedicto XVI a los heroicos obispos de este país, "las semillas del Evangelio sembradas en vuestra región por celosos misioneros durante el siglo XVI siguen germinando a pesar de las condiciones que a veces dificultan su capacidad de arraigarse". Y les recordó que "cada vez que llevamos con valentía las cargas que se nos han impuesto, en circunstancias que a menudo escapan de nuestro control, encontramos a Jesús mismo, que nos da una esperanza que supera los sufrimientos del presente porque nos transforma desde dentro". Es lo que ha reconocido hace pocos días el obispo de Faisalabad, Joseph Cutts, al agradecer la campaña de solidaridad de Ayuda a la Iglesia Necesitada: "los cristianos de Pakistán continuaremos dando testimonio de Cristo a pesar de las dificultades representadas por los extremistas; incluso nuestro sufrimiento es un testimonio de Cristo". Al menos nosotros, los católicos de la vieja Europa, no podemos dejar solos a estos hermanos en su zozobra y en su sorprendente coraje.

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