Olvidar los 90

Mundo · Fernando de Haro
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31 julio 2015
¿Pensar? Sí, claro. Es irrenunciable. Forma parte de nuestra estructura genética. Fue así desde el principio. Sin conocimiento no hay liberación. Sin crítica el poder lo barre todo: consigue su propósito cuando desarma y reduce a la nada la potencialidad de un corazón inteligente.

¿Pensar? Sí, claro. Es irrenunciable. Forma parte de nuestra estructura genética. Fue así desde el principio. Sin conocimiento no hay liberación. Sin crítica el poder lo barre todo: consigue su propósito cuando desarma y reduce a la nada la potencialidad de un corazón inteligente.

Pero pensar nunca consistió en repetir fórmulas y quedarse atado a lo que un día fue una gran conquista. Todo se mueve. Lo que en un momento aportó luz pronto se convierte en un pretexto para la pereza, en asidero de la estulticia o, lo que es peor, en justificación de posiciones cómodas.

La crisis bursátil de los últimos días en China es un buen ejemplo. En términos cuantitativos lo de Grecia es una anécdota en comparación con lo que podría ser un estornudo del gigante asiático. ¿Será la caída de la bolsa un síntoma de que la segunda economía del mundo ha perdido fuerza? Estamos atemorizados porque el mercado de valores de un Estado comunista, que controla la mayor reserva de divisas y de bonos del mundo occidental, haya perdido fuelle. Y suspiramos aliviados al saber que China aguanta, que los precios habían subido demasiado y que asistimos simplemente a un “ajuste técnico”. Las compras masivas de los pequeños ahorradores de un régimen marxista habían inflado demasiado la burbuja.

Ante un fenómeno como el de la bolsa china es evidente que la globalización, no digamos la crisis, obliga a repensar lo que en los años 90 nos parecía un gran avance: la lucha por “más sociedad, menos Estado”. Antes y después de la Caída del Muro de Berlín era urgente evitar que las socialdemocracias europeas heredaran el estatalismo que dominaba al otro lado del Telón de Acero. Lo sucedido ha dejado muchas heridas, también en el pensamiento. Una de ellas es la alergia a la palabra Estado. Pero la globalización y la gran recesión iniciada en 2007 han mostrado que es el momento de revindicar su papel. Es como hablar de los pobres. Parece que mencionarlos supone rescatar las utopías de los 70, las que los usaron como un simple pretexto. Pero las contracciones provocadas por las malas posturas del pasado no debieran evitar que miremos y pensemos en los ejércitos de desfavorecidos que tenemos ante nuestras narices.

Lo que le sucede al binomio Estado/mercado también le ocurre al binomio libertad/verdad. Los 90 trajeron una insistencia en el valor de la verdad. Era la respuesta al subjetivismo sesentayochista que ensalzaba la libertad sin vínculos. Tras denunciar las amenazas del relativismo y afirmar la objetividad, el terrorismo de comienzos de siglo nos obligó a pensar. Y nos dimos cuenta, provocados por el yihadismo, que hay una forma de afirmar la verdad profundamente inadecuada, la que se hace sin tener en cuenta la libertad y la racionalidad. Los atentados de París y la III Guerra Mundial por capítulos, que protagoniza el Daesh, parecen exigirnos un paso más. El enemigo no está fuera de casa, son nuestros propios jóvenes los que se van a luchar con los islamistas. La sabia Europa se ha convertido en una fábrica de nihilistas. El binomio verdad/libertad se revela insuficiente. Y parece hacerse necesario entender la verdad como relación.

Los binomios son casi infinitos. También en los 90 y a comienzos de siglo era decisivo otro subrayado: los valores sin el acontecimiento del que nacieron son palabras al viento. Es cierto. Pero ahora ya queda poco rastro de las referencias morales ilustradas. Basta pasearse por cualquier escuela de enseñanza media para darse cuenta de que mencionar los fundamentos de la república (libertad, igualdad, fraternidad) es como hablar arameo arcaico. No se afronta el reto simplemente señalando que los que así viven participan “de una identidad desdichada”.

Hay que admitir que muchas formulaciones ya no sirven. No puede recurrirse a parejas cristalizadas en viejas categorías como naturaleza/cultura o universal/particular. Al menos si queremos atender con inteligencia al reclamo que hay, por ejemplo, en los nuevos derechos. Es comprensible que el concepto de naturaleza, especialmente como ha llegado hasta el siglo XXI, sea percibido como una cárcel. Presupone una experiencia de lo universal extinguida, por mucho que se empeñen los pocos ilustrados y los iusnaturalistas que quedan. Y es inútil fustigar la subjetividad particularista o el género construido con la voluntad, sin hacer concreto el valor de la diferencia, sin reformularla en nuevos términos.

Pensar sí, pero sin dejarse llevar por los hábitos del pasado. Sometidos al juicio del presente, tribunal que libera la verdadera tradición.

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