Occidente se suicida sin migrantes

Editorial · Fernando de Haro
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14 abril 2024
La cultura, la religión, la pertenencia y el modo de vida se desvitalizan si no se utilizan para juzgar los problemas de cada momento, para afrontar los retos que surgen en la historia. No hay transmisión de la tradición si no se desafía a un pueblo o a una persona a comprobar su utilidad. 

El Pacto Migratorio y de Asilo ratificado la semana pasada por el Parlamento Europeo no es un buen pacto. Después de ocho años de negociaciones, había muchas prisas por cerrarlo. Los grupos parlamentarios mayoritarios quieren evitar que los partidos más radicales aprovechen el miedo a la migración para conseguir votos. Tras la crisis de refugiados de 2015, importantes sectores sociales en Europa viven una especie de shock postraumático ante la llegada de extranjeros. Se les responsabiliza, entre otras cosas, del empeoramiento de los servicios sociales, del aumento de la amenaza terrorista, del incremento de la delincuencia común y de la disolución de la identidad occidental.

Hace unos días,  uno de los diputados del grupo parlamentario European Conservatives and Reformists Group (ECR),  para justificar la utilización del “pánico moral” contra la migración afirmaba que los que vienen son diferentes, que “las personas  tienen cultura, tenemos pertenencia, tenemos origen, tenemos religión, tenemos modo de vida, tenemos costumbres y visión del bien y el mal”.

Se lanza la voz de alarma porque la migración, junto al progresismo, están fomentando el “suicidio de Occidente”. Estaría en peligro una tradición, un edificio sólido de creencias, un mundo de valores. Es una forma de entender la tradición que la convierte en algo estático y que elude el compromiso con el presente. La cultura, la religión, la pertenencia y el modo de vida se desvitalizan si no se utilizan para juzgar los problemas de cada momento, para afrontar los retos que surgen en la historia. No hay transmisión de la tradición si no se desafía a un pueblo o a una persona a comprobar su utilidad.

El test de la validez de un cierto modo de vida es su capacidad de no censurar la realidad. Y la corriente antimigración niega datos esenciales. Muchos empresarios europeos tienen necesidad de mano de obra y los extranjeros, en parte, la resuelven. Más del 60 por ciento de los migrantes que viven en Europa tienen trabajo regular y muchos otros trabajan en el mercado negro. La integración laboral es rápida. Faltan viviendas en las que puedan instalarse y una mayor sensibilidad para la integración social.

Europa no está viviendo una “invasión” de extranjeros. En 2022 había 24 millones, lo que representa poco menos del 5 por ciento del total de la población. En Australia representan el 29 por ciento, en Estados Unidos el 14 por ciento. Europa tiene necesidad de migrantes pero no sabe o no quiere facilitar entradas más seguras y reorganizar las zonas con más tensión (que están en Italia, Alemania, Francia y España).

El Pacto Migratorio aprobado la semana pasada, complejo y dividido en varios reglamentos, regula las relaciones con terceros países, el control de fronteras externas y el reparto de la responsabilidad entre estados miembros.

Los países del sur (Italia, Grecia, España) no han conseguido un compromiso firme del resto de socios para que se distribuya a los solicitantes de asilo de forma más equitativa. No habrá cuotas de reubicación obligatorias. Los países del norte podrán pagar 20.000 euros por cada solicitante de asilo que no hayan querido aceptar.

Se permite también deportar rápido a un “tercer país seguro”. En realidad lo de un tercer país seguro es un eufemismo porque lo que están haciendo los países de la UE es llegar a acuerdos con países nada seguros (Egipto, Albania), que no respetan los derechos humanos, para que se queden con sus solicitantes de asilo. La fórmula, además, provoca chantajes como los protagonizados por Bielorrusia, Marruecos y Turquía. Estos “países seguros” tienen en su mano obtener réditos políticos y económicos a cambio del control de los flujos migratorios.

El acuerdo endurece los controles y agiliza las expulsiones. Y esto va a suponer que haya menos garantías. Habrá detenciones generalizadas, incluso de familias y niños, y normas de acogida inhumanas en los países fronterizos sometidos a tensiones.

El shock que arrastramos desde 2015 nos retrata. Hemos destruido nuestra tradición queriendo conservarla.

 

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