Nuestro mal y la cuna de Cristo

Sociedad · Federico Pichetto
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29 diciembre 2022
Dios no viene al mundo que debería existir sino al que existe, con la vida que tenemos, con la guerra y el dolor. Y nos desafía a que le demos crédito.

Dicen que en Navidad hay que estar feliz, al calor del hogar, con los seres queridos. Dicen que el día de Navidad es uno de los más bonitos del año, lleno de pequeñas alegrías y momentos inolvidables. Un día generoso, de paz, donde todo se supera y la magia lo arregla todo. Sin embargo, no siempre es así. No es así, sin duda, para el pueblo ucraniano, constreñido en una Navidad gélida y con las luces apagadas por una guerra que no quiere irse.
No lo es para los millones de personas que viven estos días expuestos al conflicto, al hambre y a la pobreza generados por un sistema injusto y desigual. Pero tampoco lo es para los que preparan la mesa y se detienen en esa silla que hasta no hace demasiado ocupaba un rostro querido. Un rostro que ya no está y que, tal vez para no arruinar la fiesta a nadie, será recordado en silencio, aguantando las lágrimas que asomarán probablemente en el momento del brindis, de los regalos o de su vino preferido. Como tampoco lo será para los muchos, demasiados, que tienen que vérselas con un matrimonio que ya no funciona, con una relación rota, con una enfermedad que ha aparecido demasiado pronto o con una vida que cuesta acoger o bendecir.
Seguro que algún despreocupado habrá pero hasta los que se dediquen a comer y beber hasta saciarse echarán algo en falta, con un miedo escondido, con un silencio que viene de lejos y que –de vez en cuando– parece capaz de amenazarlo todo. La Navidad no es la fiesta que muestran los anuncios de la tele, las casas de los influencer o los míticos recuerdos de una infancia que ya no existe. La Navidad es una fiesta dramática donde el abismo de la soledad y la exclusión que tantas veces nos invade el alma lentamente se abre paso, se insinúa y se manifiesta. Puede amortiguarlo la presencia de un niño, la sabiduría de un anciano, la «calma» que tantos quieren mantener, pero la Navidad –en el fondo– es una pregunta gigantesca: ¿por qué la vida no mantiene lo que promete? ¿Por qué todo acaba? ¿Por qué nuestros seres queridos nos dejan? ¿Por qué, a pesar de todo el esfuerzo que ponemos en construir, todo se acaba desmoronando?
Un libro antiguo, ya olvidado, dice en un momento dado que “el emperador Augusto ordenó que se hiciera un censo de toda la tierra». En latín, el «censo» no solo implica «contar» sino también «medir». Además, la «tierra» siempre ha ido también asociada al desierto. Por tanto, hubo un tiempo en que los hombres quisieron medir la grandeza –la profundidad y dramaticidad– de su deseo. «Todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad», cada uno retomaba su propia historia. También dos jóvenes llamados María y José –con su historia a cuestas– acudieron a medir la amplitud de su deseo. Justo esos días se cumplían para María, que estaba encinta, los días para el parto. El hijo de María nace durante el censo, que no es solo histórico sino que –según la alegoría que nos enseñan los Padres– representa el intento humano de medir, de comprender y entender el deseo de su corazón. Podría decirse que María da a luz dentro de nuestro deseo, dentro de nuestros dramas, dentro de nuestro dolor.
La cuna de Cristo es esa silla vacía en la mesa, esos anillos nupciales cuyo sentido cuesta mantener intacto, ese diagnóstico nefasto, ese rostro que nos desafía e interpela. Dios no nace en la idea que nosotros tenemos de la vida, Dios no viene al mundo que debería existir sino al que existe, a la vida que tenemos. Allí, en Ucrania y en cada esquina de nuestras calles, en nuestras familias heridas y en las palabras que somos incapaces de pronunciar, es donde Dios viene, donde Dios comienza, donde Dios se dona. Y su don no es magia, no es una resolución improvisada y milagrosa en vidas que sufren o en situaciones irremediables. Cristo no es un bonito cuento de Navidad sino Alguien que se mezcla con la miseria de los hombres de toda la tierra, Alguien que –cuando todos querrían huir– decide quedarse y habitar entre nosotros.
Su don es sobre todo un conocimiento nuevo. Es cierto, hay personas que ya no están, hay cosas que se han roto para siempre y otras que se están desmoronando, ciertas páginas ya se han escrito y algunas tal vez ya se han terminado. Pero ese hecho incontestable que ha sucedido –o está sucediendo– no tiene la última palabra de la historia, no es el final de todo. Todavía queda una parte por ver, aún hay algo que se debe mover, un acontecimiento que nos pueda sorprender. No acaba ahí. La vida no acaba con nuestro dolor, con nuestra rabia, con nuestras injusticias o nuestras miserias. Todavía queda un tiempo por jugar. Como en los mejores partidos. Y en este tiempo está Él, ese niño con su promesa aparentemente frágil y con su nada frágil libertad.

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Nada acaba con la muerte, nada acaba con el fracaso, nada acaba con el conflicto o con el miedo. Todo empieza con ese llanto que rasga la noche y desafía a todos a darle crédito y seguirlo. Eso es el Misterio de la Navidad: un Dios que nace en lo más profundo de nuestro deseo y que nos pide apostar por Él, seguirlo en las calles de Galilea, en la cruz, hasta la muerte que parece engullirlo todo. Es nuestra mejor opción. Y no es un cuento.
Dicen que en Navidad hay que ser feliz, pero en el fondo los hombres no saben que es posible serlo de verdad.

 

Artículo publicado en Il sussidiario.net 

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