Noviembre

Sociedad · Gonzalo Mateos
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30 julio 2025
Ni el discurso más perfecto, ni el código moral más cautivador, ni el conocimiento más imponente puede abrir una grieta en los gruesos muros de nuestra indiferencia, un relato de ficción de Gonzalo Mateos.

Ser llamado a capítulo no implica necesariamente capitular. Aquel día andaba preocupado porque uno de mis mejores alumnos me había comunicado que abandonaba la universidad. Las vueltas de llave en la cerradura del portón del rectorado me sacaron de mis cavilaciones. Detrás de una mesa presidida por un periódico deportivo, la voz ronca del portero terminó por situarme.

– El Excelentísimo Rector ya le está esperando en la sala capitular- farfulló.

Los colores del claustro de la Universidad Católica completan toda la paleta de grises. Columnas, capiteles y hasta el silencio reinante están todos ellos formados por la misma piedra de una sierra cercana. También lo está la estatua del fundador que lo observa todo desde el mismísimo centro del jardín del patio. Muestra su rostro una especie de tribulación como si al mismo tiempo todo le sorprendiera pero nada le extrañara. Su mirada me pareció que reclamaba mi atención como si quisiera hacerme una confidencia.

La luz noviembrina se abría paso desde el techo demostrando que la naturaleza a veces también se retira. El silbido del mistral cantaba imperceptible. El destello de dos lámparas descubría el inicio de unas escaleras y la inscripción cincelada del lema en latín «An veritas, an nihil» que da la bienvenida a una sala amplia donde me esperaba mi anfitrión.

El Superior de la Orden que dirige la Universidad no lleva muchos años en el cargo, pero ejerce un tipo de autoridad que no necesita alargarse en los juicios ni ocultarse en sus cábalas. Su rostro es el reflejo de su hábito blanco enmarcado en un escapulario y una capa negra. De lo primero hacen dos brunas patillas y de lo segundo un flequillo azabache. En sus manos sujetaba un breviario y un lápiz afilado. Su carácter acomodaticio le había facilitado su ascenso y unas relaciones fluidas con las autoridades eclesiásticas de la provincia.

Me saludó calurosamente para compensar el frío ambiental. Antes de que pudiera replicarle se congratuló por mi trabajo docente avalado por la opinión unánime de compañeros y alumnos. No parecía ser ese el propósito de nuestra reunión, así que guardé silencio antes de escuchar el suspiro introductorio del Rector.

– Ha llegado a mis oídos algo que me gustaría comentar contigo. Me preocupa que en tus clases no estés mencionando suficientemente a Dios. Puede que lo estés omitiendo propósito. Seguramente no te estés dando cuenta. No eres el único. Nos puede ocurrir a todos. Por pereza o cobardía lo dejamos de mencionar o lo damos por supuesto. Como si nos avergonzara y sólo lo hiciéramos entornos seguros rodeados de los nuestros.

No sabía que hubiera alguien contando, argüí como primera respuesta.

– Es mi trabajo darme cuenta de estas cosas. Su nombre, el de nuestro Señor, se va sustituyendo por una mención a valores y a normas morales. Crece la falsa convicción de que mencionarle significa imponer su presencia y su doctrina, y que la fuerza de su mensaje acabe sonando a dogmática y arrogante. Es algo preocupante porque tú y yo sabemos que la Verdad no puede ocultarse y que debemos proclamarla tal y como la hemos recibido, sin miedo a no ser entendidos.

El sonido de algunos charranes retumbó durante unos instantes para luego desaparecer en la quietud del claustro. Recordé a mi alumno al que todavía no había contestado. Un golpe seco de campana marcó las seis y cuarto.

– Hoy tuve una clase difícil– musité – No conseguía captar la atención de mis alumnos. Últimamente me pregunto junto a otros colegas sobre cómo llegar hasta ellos. Nuestra experiencia nos dice que hace falta recorrer un largo camino para ganarnos su confianza. Para que sea veraz lo que enseñamos. Pero en ocasiones algo ocurre. Es como un relámpago que ilumina algo oculto que se desvela inesperadamente. De sorpresa salta nuestra curiosidad y el impetuoso deseo de conocer lo descubierto. Es el asomar de preguntas torpes y al mismo tiempo apremiantes. Lo encontrado logra hacernos escapar de la comodidad del prejuicio o de la prisión de la ignorancia. Ni el discurso más perfecto, ni el código moral más cautivador, ni el conocimiento más imponente puede abrir una grieta en los gruesos muros de nuestra indiferencia.

– No me refiero a eso. Escucha. Nuestra institución tiene una razón de ser, un mandato encomendado por la Iglesia y por nuestro fundador. Recuerda nuestro lema: O verdad o nada. Es fácil. No se puede dejar a la improvisación. Para esto hemos sido formados y pertenecemos a una comunidad. Recuerda que no hablas en tu nombre y que la proclamación de la verdad debe incomodar, desafiar y herir a los que nos escuchan. El mundo, y algo oscuro en nuestro interior, conspira para hacernos callar. Tenemos una misión que nos ha sido encomendada: transmitir la tradición y la Verdad a quien todavía no la conoce.

– No entiendo otra misión que la de ser ni otra tradición que la de vivir lo recibido, Fernando. La relación con mis alumnos es un terreno sagrado que obliga a vigilar cada paso. Lo que ocurre allí es siempre nuevo y cada resbalón deshace casi todo lo recorrido. No sirven ni fórmulas ni mapas porque caminas sobre tierra desconocida. Ni siquiera puedes acomodarte cuando surge el afecto y la certeza por la belleza de lo encontrado. Es como si incluso yo mismo tuviera que aprender lo que enseño. Volver a recorrer una senda con la esperanza de que ocurra ese milagroso instante donde se despliega un acontecimiento lleno de significado que a mí también me llena de asombro. Esto lo aprendí en tus clases.

– Si, claro. Pero tenemos que ser prácticos. Vivimos tiempos delicados. Nos observan porque han colocado las más altas expectativas sobre nosotros. Y he recibido instrucciones claras desde lo más alto. Es mi responsabilidad y no la puedo ni debo delegar. Ni yo ni mi equipo rectoral. Solo te pido que hagas tuyo el espíritu de nuestra Universidad. Lo dejo en tus manos. A cambio solo te pido confianza y obedecer fielmente lo que se te propone. Es el momento de la unidad. Todo irá bien, estamos en buenas manos. Ya se está notando un cambio y tú eres parte de él. Por eso te pido que sigas mis indicaciones con humildad y discreción. Dios nuestro Señor te lo recompensará- acabó poniéndose súbitamente de pie.

– Siempre a tu disposición, Rector.

Empezaba a oscurecer cuando me apresuré hacia la salida. Mis pasos reverberaron en las bóvedas de cañón del claustro. Atisbé la primera estrella nocturna que se asomaba entre las nubes para teñir de plata la estatua del hombre del jardín. Esta vez parecía que dormía.

El conserje se había marchado y el portón de madera estaba cerrado. Sobre la mesa había un papel manuscrito: “Salga por la puerta de servicio. El interruptor está a la derecha”. Ya en la calle las farolas iluminaban el inicial bullicio del tráfico nocturno y los paseos de muchos trabajadores de vuelta a casa.

Llamé a mi alumno. Antes que descolgara pensé si yo quizá también debería cambiarme de universidad. A una que no tuviera un fundador y un lema esculpido en piedra. Contestó. Quedamos en vernos en el bar de la cercana estación. Un soplo gélido de viento me hizo caer en la cuenta de que todavía era noviembre y que quedaba todo un desafiante viaje hasta el soleado junio. No estoy solo. No capitulo. Eché a andar.

 


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