Notas en el pentagrama de Asís

Mundo · José Luis Restán
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31 octubre 2011
Escribir sobre algo cuando ya todos lo han hecho tiene sus ventajas. Permite ver mejor los silencios, los vacíos y las inercias. De todo eso ha habido en los comentarios a la jornada de reflexión y oración por la paz y la justicia que el Papa presidió en Asís el pasado 27 de noviembre. Para mí la clave de este acto se encuentra en el nudo de tres hilos que forman fe, verdad y paz. Curioso, uno de los últimos libros de Joseph Ratzinger antes de ser elegido Papa se titula "Fe, verdad y tolerancia".

Alguno pudo pensar que incluir una terna de intelectuales agnósticos en esta cita era una decoración interesante, algo exótico sin demasiada importancia. Pero si leemos con atención el discurso del Papa, vemos que precisamente este asunto ha estado en el centro. Desde hace mucho tiempo él señala que en los primeros siglos la Iglesia privilegió el diálogo con los filósofos (preocupados por la cuestión de la verdad) sobre el diálogo con las otras religiones que estaban presentes, precisamente porque la mayoría de ellas habían abandonado ese espacio, dedicándose a ritualismos vacíos.

En efecto, la cuestión religiosa hoy es relevante en tanto que la fe tiene una pretensión de conocer y proponer la verdad. Si no, queda relegada al ámbito de los buenos sentimientos, de las pasiones privadas y subjetivas. Y por eso el diálogo de la Iglesia debe buscar de manera preferente a aquellos que buscan sinceramente la verdad, sean creyentes o no. Benedicto XVI dedica la parte culminante de su discurso en Asís a esta masa creciente de personas que en nuestro mundo, aun sin gozar del don de la fe, persiguen lealmente la huella de la verdad. Habla con delicadeza y conocimiento de su sufrimiento, de su deseo insatisfecho, de su tenacidad y apertura. Y los pone como espejo en el que todos debemos mirarnos: los ateos combativos, que quedan despojados de su autosuficiencia y de su inclinación a la polémica; y los creyentes, desafiados a comprobar si nuestro modo de vivir la fe dificulta su camino para reconocer el rostro de Dios. Con su libertad y audacia ya probadas, el Papa nos invita a purificar nuestra fe, a no reducirla a categorías mundanas y a no pretender dominar o apropiarnos de Dios. También los creyentes, también los cristianos, seguimos siendo buscadores de un Dios que nos sorprende cada día. De otro modo, como tatas veces le sucedió a Israel, lo convertimos en un ídolo

Pero hay otra línea-fuerza del discurso de Asís que ha quedado ensombrecida. Me refiero a su denuncia de las consecuencias a las que conduce la expulsión de Dios de la vida cotidiana de los hombres. Algunos se han recreado en el reconocimiento humilde de que los cristianos han usado la violencia, traicionando así su fe, y han censurado las severas palabras del Papa sobre un mundo cerrado a Dios, en el que el deseo de felicidad degenera en un desenfreno que arrasa lo humano, en el que la violencia se convierte en algo normal, en el que la prepotencia de los poderosos no encuentra límite alguno. La ausencia de Dios conduce a una terrible decadencia de lo humano, y por tanto, abrir espacio al verdadero Dios en nuestra vida personal y comunitaria, es una garantía de justicia y de paz.

Por último el Papa ha aprovechado para mostrar cuál es la especificidad cristiana en el empeño común por la causa de la justicia y de la paz. Nuestra originalidad única viene determinada por la Cruz de Cristo, "el signo del Dios que, en el lugar de la violencia, pone el sufrir con el otro y el amar con el otro".  No por casualidad quiso dedicar la Audiencia General del miércoles anterior a la Jornada de Asís, a ese reino de paz anunciado por los profetas de Israel en el cual Cristo es el rey. En una catequesis magistral retoma las palabras de San Juan Crisóstomo: "siempre que seamos corderos, venceremos y aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos superarlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, porque nos faltará la ayuda del Pastor". Y advierte que "los cristianos no deben ceder nunca a la tentación de convertirse en lobos entre lobos", porque el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder ni con la violencia sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, también a los enemigos. Palabras extrañas, palabras que muchas veces no queremos oír: "no es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada del que sufre, del que sabe dar su propia vida".

Una última reflexión. Mientras Benedicto XVI pronunciaba este discurso histórico que debería colmarnos de humildad y gratitud, algunos foros católicos seguían discutiendo sobre la oportunidad de la convocatoria y sembraban dudas sobre la guía de Pedro en este momento histórico. Es curiosa y preocupante esta contumacia, esta falta de sencillez y también de densidad intelectual. Pero ya sabemos que hay quien tiene tendencia al suicidio, nada nuevo bajo el sol.

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