Editorial

Nostalgia de hijo

Editorial · Fernando de Haro
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22 marzo 2015
Fue a orillas de un afluente del Po. Al borde del Ticino, un río que va desde Suiza al norte de Italia. Es sorprendente que algo que sucedió ya hace 35 años –una edad geológica para cómo entendemos ahora el tiempo–, y en un lugar tan aparentemente distante de las claves culturales hispánicas esté tan fresco.

Fue a orillas de un afluente del Po. Al borde del Ticino, un río que va desde Suiza al norte de Italia. Es sorprendente que algo que sucedió ya hace 35 años –una edad geológica para cómo entendemos ahora el tiempo–, y en un lugar tan aparentemente distante de las claves culturales hispánicas esté tan fresco.

Entonces Europa todavía estaba dividida, aún el furor ideológico de la contestación calentaba a muchos. Ahora todo es líquido, no hay centro. Y sin embargo, aquella conversación (editada en español con el título “El sentido del nacer “), que mantuvieron, a las orillas del Ticino, el dramaturgo Testori y el sacerdote Giussani, puede dar pistas para entender esta época nueva sin faros, llena de intentos que arrancan de múltiples puntos, huérfana –la gran palabra– de algo sólido. Quizás porque sus dos protagonistas supieron ver lo que estaba naciendo.

Testori, homosexual, era una de esas mentes lúcidas que como Pasolini había señalado el genocidio antropológico que sufría la segunda generación nacida tras la postguerra. Laico, de una sensibilidad extraordinaria, dialoga con un Giussani que, lejos del discurso oficial eclesial del momento, comparte con el escritor una agudísima mirada llena de esperanza sobre la vibración esencial que define el tiempo presente.

Con la hipótesis de que aquel diálogo puede dar claves de lo que sucede en España, este periódico ha organizado una mesa redonda con el poeta José Mateos, el profesor de periodismo Rafael Llano y el catedrático de Escritura Ignacio Carbajosa el próximo jueves (20.00h. Salón de Actos Escuela de Minas, Ríos Rosas, 21. Madrid). Se trata de revivir y actualizar aquella conversación.

¿Cuáles pueden ser esas claves? Testori señala que a los jóvenes –también a los mayores– “esta sociedad, que les ha inducido a extraviar una percepción positiva del ser queridos, después no le ha ofrecido más que prisiones”. Lo que falta, y lo que explica gran parte de lo que sucede, es la falta del sentido de haber sido engendrado. “Brilla por su ausencia el sentimiento de nacer como hijo” –señala Giussani– y de ahí surge un gemido por una presencia que no tienen, que no tenemos. Testori añade que “un hombre no se mata por una ausencia, se mata por una nostalgia”. La nostalgia de ser hijo.

Hemos hecho, dicen uno y otro, como “si no existiera” esa nostalgia. Olvido forzado en España porque a ese deseo se le ha echado la culpa de una sangrienta Guerra Civil, de un oscuro siglo XIX. La Paz de Westfalia, con mucho retraso, habría llegado, por fin, con la democracia, cuando se decidió privatizarlo. Es lo que denunciaba, hace unos meses, Carbajosa en un artículo en ABC: “por una especie de autocensura nos imponemos un límite en las relaciones públicas: podemos hablar de lo que es común a todos, de lo que es «natural», siempre y cuando lo natural no llegue a una pregunta religiosa” (Autocensura).

Pero a pesar de todo, y quizás esa sea la novedad principal, en la España de comienzos del siglo XXI, comienza a reconocerse –en palabras de Testori– “la fatiga que supone olvidarnos de que somos amados”. Como aseguraba el dramaturgo, hay negaciones que están llenas de anhelo. No es difícil encontrarlas en la prensa. Hace unos días Leila Guerrero –una de las columnistas más anticlericales de El País–escribía en una columna titulada Rota la palabra prohibida: salvación. “¿Mejor?”, y yo te dije “Sí”. Y me sentí un monstruo, un animal, un ser lleno de secretos y pájaros oscuros –escribe Leila–. Porque no era verdad. Porque, a pesar del paseo y las fotos —y el mechón de pelo y tu intento de salvarme de todas las cosas— no era verdad. Porque la gente no salva a la gente: la gente se salva sola. Y no supe si vos lo sabías”. A lo que Testori le contesta desde el Ticino: “ese momento en el que sufres la ausencia, ¿no es acaso cuando puedes descubrir con mayor fuerza la presencia que hemos dejado morir?”. La misma Leila días después cuenta cómo conoció el mar. “Se abrió la puerta y, en medio de la luz suave de la tarde, apareció mi padre: el primero de todos nosotros (mi hermano, mi madre, mis abuelos, yo) en conocer el mar –relata–. Corrí, lo abracé, le pregunté: “¡¿Cómo es, cómo es?!”. Él no me respondió. Sólo levantó la mano, la acercó a mi cabeza, me dijo “escuchá”, y me apoyó un caracol blanco y enorme, como un alien de yeso, sobre la oreja. Y yo escuché. Pasaron todavía muchos años hasta que pude conocer el mar. Pero durante todos esos años tuve algo mucho mejor: tuve a mi padre, que me lo contaba. A veces preguntan por qué uno escribe. Supongo que por cosas como esas”.

La nostalgia del hijo es sin duda evidente en la nueva literatura. Tanto es así que algunos críticos hablan ya de un nuevo paradigma. En la obra de José Mateos es evidente. En uno de sus libros de relatos (titulado de forma significativa Historias de un Dios menguante) uno de sus personajes confiesa: “he poseído casi todo lo que de veras deseé. Pero es curioso cuando echo la vista atrás y me pregunto qué hice con mi vida y cuál fue su sentido, no me acuerdo de mis años de universidad, ni de ninguna de las ciudades que visité y fotografié sino de aquellos días horribles en los que me sentí tan llena, tan por encima de mí misma, al lado de la cama donde mamá se iba muriendo”. Otro de los personajes, un terrorista que se pregunta por la resurrección antes de ser asesinado por un compañero, “tuvo la impresión de que ese viento, que ahora le desordenaba el pelo, tenía compasión de él”. Maternidad y compasión.

En una de las novelas que ha hecho furor en los últimos meses, Intemperie de Jesús Carrasco, la experiencia de la filiación domina el argumento. Un niño es protegido por un cabrero que entrega la vida para salvarle y el protagonista se pregunta: “¿Por qué se había volcado en su ayuda? ¿Por qué ese vagar por encima de las posibilidades de su cuerpo?”. Esa condición, la de saberse hijo es también la que le permite a Felipe Díaz Carrión, el protagonista de Ojos que no ven –la novela de Ángel González Sainz, obra maestra en la descripción de la tragedia de ETA– no abandonarse en la nada que le parece tan tentadora.

Nostalgia de hijo. ¿Una hipótesis descabellada?

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