Nosotros, modernos
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Sobre el anticlericalismo se ha hablado mucho en los últimos días. Pero se ha hablado menos de la otra cuestión, de la torpeza de los cristianos para salir al encuentro de la modernidad. Lo denunciaba con expresiones quizás demasiado acaloradas y no matizadas José María García Escudero a mitad de los años 70, en su Historia Política de las dos Españas. Aseguraba entonces que "como para los católicos españoles del XIX y del XX, su fe sólo era una bandera en competencia con otras, no un amor que busca reconocerse en todas partes; como la identificaban con sus adherencias políticas, sociales y culturales de un período histórico que pretendían perennizar, en vez de verla como una nueva dimensión, dentro de la cual caben todo lo positivo que haga el hombre, recelaban de una modernidad que "a priori" calificaban de enemiga, aunque otras aparentemente hostiles habían acabado cristianizadas y consideraban que, con afirmarse frente a esa modernidad, habían cumplido en lo esencial". Las raíces de esta posición antimoderna que da por adquiridos los contenidos de la fe tienen mucho que ver, como puso de manifiesto Julián Marías en la España inteligible, con el modo de interpretar el papel del catolicismo en la construcción de la nación. La nación española es construida, sin duda, por el catolicismo, pero a partir de determinado momento, dice Marías, se comete el error de deducir mecánicamente que la nación española es necesariamente católica. De ahí se pasa, en muchos, a una identificación del cristianismo con ciertos valores culturales, morales e históricos.
A mediados del XIX, por reacción al liberalismo, según Payne, se construye uno de los grandes relatos que se han desarrollado sobre qué es España. Es el "relato católico y tradicional" que sin duda incluye muchos elementos que se ajustan a la realidad. Lo peor no es que el relato exista sino que con el tiempo ese relato se ideologiza, justifica una postura defensiva que no se deja provocar por las aspiraciones legítimas de la modernidad. Al final sirve para dar patente de corso a una actitud poco creativa, poco dispuesta a redescubrir el valor positivo de la fe en las nuevas circunstancias. Ese es el contexto en el que aparece La Regenta, en la que Clarín pinta a la Iglesia como enemiga de lo humano. O en el que se escribe Nazarín, novela en la que Galdós, para recuperar el catolicismo, lo acaba identificando con la caridad naif de un cura que está fuera de la historia. Valle Inclán, años después, también ensaya otra recuperación en Los cruzados de la causa. Pero en ese caso el cristianismo ya se ha convertido claramente en elemento decorativo, de tintes románticos, adorno de un juego estético modernista.
Frente a todas estas reducciones Benedicto XVI en la Luz del mundo lanza una provocación que bien puede ser entendida como un reto para el catolicismo español de los últimos siglos. "Ser cristiano no debe convertirse en algo así como un estrato arcaico que de alguna manera retengo y que vivo en cierta medida de forma paralela a la modernidad. Ser cristiano es en sí mismo algo vivo, algo moderno que configura y plasma toda mi modernidad y que, en ese sentido, la abraza en toda regla". Ni la fe ni la modernidad son dimensiones exteriores. Por eso el Papa insiste en secundar la invitación de Habermas: "tiene razón en que el proceso interior de traducción de las grandes palabras a la imagen verbal y conceptual de nuestro tiempo está avanzando, pero aún no se ha logrado realmente. Y esto sólo puede conseguirse si los hombres viven el cristianismo desde Aquel que vendrá". No sirven sólo las formulaciones para los convencidos. Esta renovación no es sólo tarea de los teólogos. Por eso es tan pertinente otro de los párrafos del manifiesto de los de CL: "estas exigencias y anhelos (del hombre moderno) no son una etapa superada o a superar en la experiencia cristiana. Sólo puede salir al encuentro del hombre que busca la verdad quien la ha reconocido gozosamente en Cristo que abraza nuestra humanidad".