¿Nos salvará el Papa del Titanic?

Mundo · Giorgio Vittadini
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14 septiembre 2018
Ni la caída de la producción, ni la ralentización del PIB, la novedad económica más significativa de los últimos días es la acusación radical, por parte del papa Francisco, a los presupuestos que rigen nuestro sistema: el beneficio como fin y no como medio, la obsesión financiera, el paso a un segundo plano de la dignidad del trabajo. “La centralidad actual de la actividad financiera respecto de la economía real no es casual. Tras ello se esconde la decisión de alguien que piensa, equivocadamente, que el dinero se hace con dinero. Pero el dinero de verdad se hace con trabajo. El trabajo es lo que confiere dignidad al hombre, no el dinero”, afirma el pontífice en la reciente entrevista concedida al diario italiano Il Sole 24 Ore.

Ni la caída de la producción, ni la ralentización del PIB, la novedad económica más significativa de los últimos días es la acusación radical, por parte del papa Francisco, a los presupuestos que rigen nuestro sistema: el beneficio como fin y no como medio, la obsesión financiera, el paso a un segundo plano de la dignidad del trabajo. “La centralidad actual de la actividad financiera respecto de la economía real no es casual. Tras ello se esconde la decisión de alguien que piensa, equivocadamente, que el dinero se hace con dinero. Pero el dinero de verdad se hace con trabajo. El trabajo es lo que confiere dignidad al hombre, no el dinero”, afirma el pontífice en la reciente entrevista concedida al diario italiano Il Sole 24 Ore.

Será complicado desclasificar estas palabras como “obligadas” por parte de una autoridad católica –la máxima en este caso– para mantener la fe en la bandera de sus valores fundantes: el trabajo como imagen del “Dios eterno trabajador”, la atención a los últimos, la caridad. En las palabras del Papa hay algo más que puede chirriar en las orejas de los neoliberalistas del mundo entero. No es solo una acusación al drenaje de capitales de la economía real a las finanzas, sino también al principio fundamental del liberalismo.

Lo afirma citando las consideraciones del Pablo VI en la encíclica Populorum progressio: la ley del libre cambio, que representa una ventaja para las partes contrayentes que se encuentran en condiciones económicas similares, conduce a “resultados desiguales” entre países en situaciones desiguales. Si bien es cierto que las palabras de esta encíclica se escribieron en 1967, solo podemos imaginar hasta qué punto estas afirmaciones siguen siendo vigentes actualmente. De hecho, los datos lo siguen confirmando, pues crecen las desigualdades entre países y dentro de los propios países.

El principal problema no es por tanto la relación con los países más pobres. El pensamiento del Papa parece dirigirse ante todo a una cierta “pobreza”, mejor dicho, a una cierta “pequeñez” que está afectando a los países más desarrollados. La primera acusación se dirige a la soledad que domina nuestras sociedades, que llena nuestras agendas de contactos pero que nos deja fundamentalmente solos, asustados, no porque nos sintamos amenazados sino aislados. Se han rescindido “los vínculos de pertenencia a la sociedad a la que pertenecemos”. Así, se han debilitado las bases de la construcción común porque mientras se exaltan las “capacidades singulares” se pierde de vista el hecho de que el “resultado alcanzado” no es “simplemente la suma de las capacidades singulares”.

Falta, en definitiva, la dimensión comunitaria, que también se puede mantener viva en el mundo empresarial si no se pierden de vista ciertos elementos: “la distribución y la participación en la riqueza producida, la inserción de la empresa en un territorio, la responsabilidad social, el bienestar empresarial, la paridad salarial entre hombres y mujeres, la conciliación entre la vida familiar y laboral, el respeto al medio ambiente, el reconocimiento de la importancia del ser humano frente a la máquina y el reconocimiento de un salario justo, la capacidad de innovación”.

En una palabra, las personas, cada persona singular, debe ser el fin de un sistema económico y también su protagonista. La economía sirve para que las personas puedan estar mejor, cuantas más mejor, y no viven bien si no trabajan y si no se conciben en una comunidad. Pero hoy, sigue diciendo el Papa, “el desempleo que afecta a varios países europeos es consecuencia de un sistema económica que ya no es capaz de crear empleo, porque ha puesto como centro a un ídolo que se llama dinero”. De modo que dinero y poder cada vez se concentran más tan solo en unas pocas manos.

¿Qué hacer entonces? ¿Llamar a la puerta de los pocos grupos financieros que detentan la mayor parte de la riqueza de todo el mundo y poner en marcha una protesta coral para que cambien las cosas?

El Papa no piensa en una revolución que se combata en las calles sino en las conciencias. Empezando por la conciencia del pueblo que le escucha. El reto de los próximos años consistirá en ver si tienen razón las empresas o los profesionales que explotan a los jóvenes durante las prácticas para luego mandarlos a casa, o los que invierten en ellos. Si tiene razón la empresa que quiere desvincular a la persona de su contexto vital, con horarios y condiciones laborales inhumanas o si, como dice el Papa, vencerá aquel que comprenda que “el resultado alcanzado” no es “simplemente la suma de las capacidades singulares”.

Esto introduce el tema de la subsidiariedad entendida como valoración de todos los sujetos sociales capaces de reconstruir su pequeña pieza, que así contribuyen al bien común. Solo poniendo en común los propios intereses se pueden favorecer hechos virtuosos para todos. De hecho, la cuestión de la subsidiariedad se basa en una idea antropológica distinta: la positividad de los deseos y del trabajo del hombre.

El papa Francisco esboza los títulos de una nueva economía capaz de superar la crisis de esta época, ¿los expertos del sector serán capaces de comprenderlo o continuarán impertérritos su baile cada vez más surrealista a borto del Titanic?

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