Nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos

Cada año, el Adviento[1] sale al encuentro de lo que cada uno está viviendo en ese momento, por eso nunca es una repetición del año anterior. El Adviento llama a la puerta de nuestro yo allí donde se encuentra ahora. Eso hace que este tiempo se convierta en una ocasión para mirarnos con ternura: ¿cómo estoy hoy? Es una oportunidad para detenernos y mirar. En medio de toda la agitación que a menudo domina nuestros días, podemos concedernos un instante de ternura hacia nosotros mismos.
¿Cuál es el indicador más evidente de cómo estás? Tu deseo. Sucede lo mismo que con la nostalgia por la persona amada: la nostalgia, como el deseo, es el termómetro del amor. ¿Qué prevalece en nosotros? ¿Qué descubrimos en nosotros cuando nos detenemos, cuando tenemos un momento de lucidez y atención sobre nosotros mismos? Es fácil descubrirlo, basta con mirar a nuestro corazón. «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón», dice Jesús en el Evangelio[2]. Nuestro corazón revela cuál es nuestro tesoro. Lo que más apreciamos revela hacia dónde está realmente orientado nuestro corazón. Nuestra atención, nuestros pensamientos y nuestros deseos se concentran en lo que consideramos más valioso. En resumen, aquello a lo que dedicas tiempo, energía, lo que te preocupa, revela tu verdadera esencia, tu «corazón».
El Adviento es un momento para detenernos y mirar dentro de nosotros mismos, para observarnos en la vida cotidiana y preguntarnos: ¿dónde está nuestro corazón?
1.- El gran peligro de nuestro tiempo es que la banalidad nos resulte suficiente
Vivimos en una época en la que el hombre corre el riesgo de perder no solo la fe o la razón, sino sobre todo el deseo: el gusto por lo infinito, la vibración ante el misterio, la nostalgia de algo más grande que uno mismo. La banalidad, hoy en día, es una forma de defensa, una manera de no sentir demasiado y no dejarse herir por la realidad. Pero al hacerlo, el hombre —cada uno de nosotros— se empobrece: se vuelve opaco y se conforma con lo superficial.
Lo vemos cuando nos encontramos con un testigo, como el escritor y monje Van der Meer: «Nadie tiene mi ansia, nadie busca una palabra de salvación: viven en la superficie, no conocen el tormento de la nostalgia, no conocen el deseo de las cosas grandes»[3]. ¡Qué nostalgia debía invadirlo para poder decir eso!
El «gran peligro» no es tanto el mal –que puede ser una oportunidad para empezar de nuevo– sino el acostumbrarse a lo habitual, a lo mediocre, la renuncia a lo que el corazón desea, el contentarse con la banalidad. Me sorprende cuánta gente se conforma con las pequeñas cosas que llenan su vida. Me viene a la cabeza una conversación reciente que tuve con una persona que se sorprendía ante quienes, al despertar, sienten todo el drama de la vida. Esta persona decía: «La idea de mi “incompletitud” me asalta muy raramente».
Podemos ser como muchos que viven acomodados, apagados, conformándose con poco. Y la vida así se vuelve plana, insulsa, incolora. «La vida es como si fuera una corriente detenida», dice don Giussani: «Pocos de nosotros toman una iniciativa real respecto a las exigencias de su corazón. Así, en una humanidad que ha vuelto a la oscuridad y a la insatisfacción, también nosotros nos dejamos invadir por la reducción de las exigencias de nuestro yo»[4].
Pero este conformismo no está exento de consecuencias. Lo vemos en la incomodidad, en el malestar de fondo con el que aceptamos compromisos, acostumbrados a no mirarlo, como si estuviéramos convencidos de que «ahora la vida es así». Hay que resignarse, dentro de los límites de la naturaleza —«finibus naturae contentus», decía Cicerón—, conformarse con la satisfacción que se puede obtener, dentro de los límites de la condición natural y reduciendo el concepto de naturaleza a su límite, descuidando el deseo infinito que nos constituye, que nos invita a buscar más allá del límite de nuestra naturaleza.
Henri De Lubac describía así esta «sabiduría antigua»: «Sabemos resignarnos a lo irremediable. Para evitar una cruel decepción, […] contentémonos con adherirnos con todo nuestro ser a las cosas «tal como son». Cultivemos nuestro pequeño jardín»[5]. Pero luego añadía que, incluso entre los antiguos, «la tentación divina, sin embargo, renace siempre »[6].
2.- Pero, ¿por qué no me conformo?
«¿Por qué no me conformo con lo que tengo delante, con lo verdadero, palpable real?», se pregunta de nuevo Van der Meer: «¿Por qué mi espíritu invoca el Infinito, la Eternidad? No consigo imaginar el Fin, o Infinito se me aparece como un abismo cuyo fondo mi piedra no tocará nunca. La razón no entiende ni una cosa ni otra. Es estúpido buscar una respuesta, es una pérdida de tiempo. Y ¿por qué entonces estos problemas me asaltan furiosos como una tempestad?»[7].
Vemos muchos signos de cómo no “conseguimos” conformarnos, los signos de lo que Claudel llamaba la «chispa orgánica de inquietud […] insertada en lo más profundo de las entrañas de la Humanidad»[8]. Como dicen los deslumbrantes versos de Ungaretti: «Encerrado entre cosas mortales / (Incluso el cielo estrellado terminará) / ¿Por qué grito a Dios?[9]».
Lo vemos entre la gente más común, pero también en aquellos que han alcanzado un éxito planetario. La cantante Taylor Swift, cuando ganó los premios Grammy por segunda vez consecutiva, dijo: «Era lo máximo. Mi vida nunca había sido mejor. (…) Y recuerdo que después pensé: “¡Era todo lo que querías! Era todo lo que querías. Era por lo que habías trabajado”. Llegas a la cima, miras a tu alrededor y dices: «¡Dios mío! ¿Y ahora qué?»»[10].
A cualquiera le puede pasar –como me contaba una persona– que te despiertas por la noche sorprendido, después de haber alcanzado la cumbre en tu trabajo, preguntándote: «¿Y ahora qué?».
Ante la incapacidad que tenemos para alcanzar la plenitud a la que aspiramos, «a menudo —observa agudamente Romano Guardini— se la menosprecia argumentando su fragilidad, ya que su ser y su poder concreto contradicen continuamente su pretensión… Se quiere que renuncies a tu pretensión y te vuelvas simple como una planta y un animal. La persona se cansa incluso de sí misma, siente la opresión de la responsabilidad por la insuficiencia y la maldad de su ser y trata de renunciar a ella dispersándose en relaciones en las que se busca un alivio. Tu propia obstinación te aburre, te molesta tener que ser solo tú mismo, quieres salir disfrazándote de figuras reflejas, de máscaras. Tienes miedo de tu soledad y te sumerges en la comunión disolvente de la especie o de la naturaleza. Intentas olvidarte, te lanzas a las cosas que pasan, en el río del eterno nacer y morir. Te vendes y te traicionas: en el placer, en el trabajo como fin en sí mismo, en el deterioro, en el mal… Y, sin embargo, se erige, enorme, la verdad de que «yo soy yo». Dura, bella, terrible, creadora de destino, raíz de toda responsabilidad [esta es nuestra grandeza]. A todo le confiere su esplendor y su gravedad»[11]. Guardini termina diciendo: «Solo el yo puede renunciar al yo», a ser verdaderamente él mismo.
Nuestra irreductibilidad es el recurso más poderoso que tenemos para vivir el Adviento. Ninguna decisión de conformarnos logra someter nuestra naturaleza a la resignación. No podemos reducir lo que somos a la medida de lo que queremos. No está en nuestras manos. La desproporción es estructural. Todo sería más fácil si lo lográramos, pero la realidad de lo que somos es obstinada, se revela más poderosa incluso que nuestra propia obstinación al intentar reducirla.
Esta es la victoria de la experiencia sobre cualquier intento nuestro de someterla. ¡Qué sabiduría reconocer, como decía Giussani, que la realidad se hace transparente en la experiencia! Es ahí, en la experiencia que hacemos, donde emerge con toda su potencia la naturaleza de lo que somos, de nuestro yo. ¡Qué testimonio tan impresionante nos dan aquellos que nos lo recuerdan!
«La nostalgia y la esperanza parecen los últimos recursos del corazón humano», escribe María Zambrano, y «en ambas se percibe el mismo hecho: el hecho de que la vida humana es sentida por su protagonista como incompleta y fragmentaria […]; es decir, se refiere a algo que falta, nunca se da como un todo acabado»[12].
«Estar aquí es mucho», admite Rilke, y nosotros también podemos afirmarlo, pero parece que no es suficiente: «Este haber sido terrenales parece irrevocable»[13].
El hombre experimenta la belleza y, precisamente por eso, siente en lo más profundo que «falta algo». Dice el papa León: «Es una situación paradójica […]. Hacemos las cuentas con nuestro límite y, al mismo tiempo, con el impulso irrefrenable de intentar superarlo. Sentimos en lo más profundo que siempre nos falta algo»[14].
Pero la razón última de este faltarnos algo no es que estemos mal hechos, no es un defecto de fábrica. Nadie como san Agustín ha sabido sintetizarlo de manera más magistral: «Tú [Dios] muestras de manera evidente la grandeza que has querido atribuir a la criatura racional; [porque] a su dichosa quietud no le basta nada que sea menos que Tú»[15]. La experiencia de que nada nos basta que sea menos que Él es precisamente el signo más evidente de nuestra grandeza.
Esta inquietud, que nos empuja a buscar un significado más allá de la apariencia, más allá del límite habitual, hace decir a un gran observador de nuestro tiempo, el filósofo canadiense Charles Taylor: «Muchas personas se encuentran en una situación de gran soledad y en su interior nace una profunda pregunta: ¿en qué crees realmente? ¿Cuál es el centro de tu vida? ¿A qué deseas dedicar tu vida? A mucha gente le cuesta mucho responder a estas preguntas […]. Por eso, hoy, en un contexto completamente diferente al de épocas pasadas, la experiencia religiosa se configura también como una forma de búsqueda común: aparecen las «personas que buscan», los «buscadores de sentido» (seekers)»[16]. Cuando todas nuestras estrategias para reducir el deseo se agotan, queda el corazón que urge, irreductible… a la espera.
3.- La espera
La espera es inextirpable, incluso «inevitable», escribe Giussani: «La situación en la que vivimos —de negación de la presencia y de debilidad absoluta y de renuncia a la razón— deja intacta en el hombre […] la ambigüedad melancólica de la experiencia, como dice Adorno; el hombre espera la verdad de las cosas […] que emerja, a pesar de todo, dentro de la apariencia, más allá de ella, la imagen de la salvación. […] La espera de la salvación es inevitable»[17].
Podemos reconocerla o no, pero no podemos dejar de sorprenderla en vuestra vida. Se manifiesta de muchas maneras y con muchos síntomas se instala en nosotros sin que podamos suprimirla o borrarla. Es patético negarlo.
Ante esta tensión sin fin, sin embargo, el hombre siente la tentación de defenderse. El sufrimiento del deseo puede ser insoportable, y entonces surge la tentación de la ataraxia: el ideal de una paz alcanzada a costa de eliminar el deseo. En la visión budista o estoica, la perturbación surge del deseo, del apego a las cosas, y la liberación consiste en no desear nada más. La Segunda Noble Verdad del budismo dice, de hecho: «El origen del sufrimiento es el deseo».
Pero es precisamente el hecho de querer eliminar el deseo, porque resulta insoportable, lo que demuestra que la espera se resiste a cualquier intento de ser suprimida para hacer la vida más soportable.
¿Por qué es inevitable, tarde o temprano, tener que hacer las cuentas con esta espera?
Guardini nos ayuda de nuevo en este retrato de la melancolía: «La melancolía es demasiado dolorosa y tiene raíces demasiado profundas en nuestro ser de hombres como para abandonarla en manos de los psiquiatras. Nosotros la consideramos íntimamente relacionada con la profundidad de nuestra esencia humana»[18]. Incluso el «aburrimiento» es para Guardini un signo de nuestra grandeza. Ese aburrimiento que «puede acompañar, y a menudo acompaña, a una vida bastante ocupada» tiene un solo significado: «En las cosas, buscamos apasionadamente y por todas partes algo que las cosas no poseen […]. Buscamos y nos esforzamos […] por encontrar en ellas ese peso, esa seriedad, ese ardor y esa fuerza consumada que anhelas: y no es posible. Las cosas son finitas. Todo lo que es finito es defectuoso. Y el defecto constituye una decepción para el corazón, que anhela lo absoluto. La decepción se ensancha, se convierte en la sensación de un gran vacío… No hay nada por lo que valga la pena existir»[19].
Pero, continúa Guardini, «creo que, más allá de cualquier consideración médica y pedagógica, su significado [el de la melancolía] radica en que es un indicio de la existencia de lo absoluto. Lo infinito da testimonio de sí mismo, en lo más profundo del corazón. […] La melancolía es el precio del nacimiento de lo eterno en el hombre». Es «la inquietud del hombre que advierte la cercanía del infinito»[20].
El deseo no nos habla de una ausencia. Dice Levinas: «El deseo no es la falta de algo, sino de alguien: del infinito»[21]. El deseo humano nunca se cierra: es una apertura infinita al Otro. De hecho, el hombre «no puede desear a Dios», escribe Simone Weil, «sin que Dios mismo se haya hecho ya presente en la espera»[22]. El que nos falte algo es la forma con la que Dios se hace perceptible.
Pero aunque esa inquietud pertenece a nuestra naturaleza, siempre decidimos ante ella. Nunca es un automatismo. Viktor Frankl, superviviente de los campos de concentración, dice: «Al hombre se le puede quitar todo, excepto una cosa: la última de las libertades humanas, elegir su propia actitud ante cualquier circunstancia, elegir su propio camino»[23]. Nadie puede quitarnos esto, pero tampoco puede ahorrárnoslo.
En esta opción está en juego tu libertad. Es una partida que se juega dentro de ti. Nadie puede descargarla en otra persona. «Solo el yo puede renunciar al yo», nos recordaba Guardini.
Y la espera no significa estar inerme, no hacer nada, sino que, por el contrario, es una «actividad» profunda, que nos compromete por completo, como dice Pavese: «Esperar sigue siendo una ocupación. Lo terrible es no esperar nada». Se trata de tomar conciencia de que el deseo no es un error que corregir, sino la huella del infinito en el hombre. Es más, como aclara Weil, «la espera ya es participación en lo que se espera».[24]
La vida humana se revela, para quien la vive con conciencia, como un camino marcado por lo que falta. Incluso, y sobre todo, cuando el hombre alcanza lo que desea, algo en él permanece abierto, inconcluso. Esta carencia no es un defecto, sino el rastro de una grandeza: la señal de que el corazón humano está hecho para más de lo que el mundo puede ofrecer. Por eso, el deseo que nace de lo que falta es la fuerza más verdadera de la vida, el recurso más precioso para celebrar el Adviento. Se convierte en espera, es decir, en disponibilidad paciente y confiada hacia lo que aún no se ve, pero que se intuye como necesario para realización de uno mismo.
4.- La espera y el acontecimiento de la Navidad
A menudo se contraponen: encuentro y búsqueda, encontrar y buscar, venida y espera. ¿Cuál es la relación entre la venida de Cristo y la espera? Con su venida, el sentido religioso queda «superado», se dice a menudo. Si la Navidad representa la plenitud de la espera, ¿por qué la Iglesia sigue celebrando el Adviento? Sin profundizar en esta paradoja, el tiempo de Adviento corre el riesgo de perder su significado. Se reduce a un rito vacío. No somos en absoluto inmunes al riesgo de que el Adviento se reduzca a un rito —del que, en el fondo, no esperamos nada significativo— y al riesgo de que la Navidad sea solo un recuerdo que no influye en el presente.
La Navidad es, en efecto, el cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento: la encarnación marca el momento en que Dios entra en la historia humana para responder a la espera. En este sentido, la espera se ha cumplido: el Mesías ha venido.
Sin embargo, la Iglesia sigue celebrando la Navidad no solo porque aún espera el cumplimiento definitivo en la segunda venida en Gloria (de Jesús), sino también porque en la liturgia cristiana hacer memoria no es simplemente recordar un acontecimiento pasado: es hacerlo presente y participar en él. Celebrar la Navidad significa permitir que Cristo «nazca» de nuevo, más profundamente, en nuestros corazones. Este «nacer» no ocurre de una vez por todas, nunca termina. Siempre requiere una nueva acogida, una conversión, una respuesta en las circunstancias en las que me encuentro hoy. La celebración, cada año, es una invitación a renovar esta respuesta en el presente y a verificar cómo de real es su incidencia en el presente.
La Navidad celebra un cumplimiento que sigue cumpliéndose. Y para que siga cumpliéndose hoy, en cada uno de nosotros, es necesaria la espera. Sin espera, la Navidad se convierte en algo ya sabido. No hay asombro. Solo formalismo.
Me sorprendió la historia de dos amigos que estaban a punto de casarse. En él, antes de declararse, todo estaba vivo, encendido, por el reconocimiento del bien que era ella. Su vida estaba invadida por la presencia de su novia con la que deseaba casarse. Se declaró con gran alegría. Pero, poco después —confesaba casi sorprendido—, era como si todo fuera «algo ya conocido». Incluso la presencia de la persona que más nos ha emocionado, sin espera, sin pregunta, se convierte en costumbre, se convierte en «algo ya conocido», aunque la tengamos delante.
Este es también el riesgo que corremos nosotros. Este año. Ahora. El Adviento no es un formalismo en preparación para la Navidad. La espera es crucial para que la Navidad no se convierta en un recuerdo devoto. Para que la Navidad ocurra como un acontecimiento en el presente, se necesita mi espera y la tuya, hoy.
«Este es el comienzo», decía Giussani: «Una sensibilidad hacia nuestra naturaleza humana, tu naturaleza y la mía de hombres. Y, por lo tanto, cuanto más sientes las exigencias, las necesidades, los intereses, las aspiraciones ideales que conforman la fisonomía de cada hombre, más se busca un camino que pueda responder»[25].
Sin el drama de nuestro yo siempre en acción, que exige una respuesta, la celebración de la Navidad se convierte en un rito que no deja huella en la vida, solo el desierto que dejamos a las espaldas. No sucede nada sin nosotros, sin que le demos la importancia que tiene a nuestra humanidad.
¿Cómo podemos evitar que sea la repetición de un rito sin sentido? Algunas reflexiones de san Agustín en las Confesiones pueden ayudarnos. Me ha impresionado su agudeza: señala que el hombre, «que lleva consigo su mortalidad, que lleva consigo la prueba de su pecado; este hombre, sin embargo, pequeña parte de tu creación quiere alabarte»[26]. San Agustín, cuya historia humana todos conocemos, cuando escribe las Confesiones, años después de su conversión, se sorprende al encontrar en sí mismo el deseo de alabar a Dios. Para él, este deseo no es en absoluto evidente, sino el punto de partida. Pero ¿cómo puede el hombre desear alabar a Dios, si está tan mal, tan distraído, siendo mortal, pecador? La respuesta de san Agustín no puede ser más liberadora: «Eres tú quien lo despiertas para que sienta placer en alabarte [no para cumplir un deber, un mandamiento, sino «para sentir placer en alabarte»], porque «nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[27]. La familiaridad que tenía con su humanidad le lleva a sorprenderse de que Dios se preocupe tanto por él como para sacarlo del olvido, del formalismo, para despertarlo del letargo, de la costumbre, para que pueda sentir placer en alabarlo, en amarlo.
Nosotros, que somos muy pobres, solo podemos realizar un gesto no formal si Él despierta en nosotros el gusto de alabarlo, porque, al haber sido creados para Él, nuestro corazón solo puede descansar en Él.
Cuanto más despierta está una persona por la persona amada, más placer siente al estar con ella, al «descansar» en su presencia. De lo contrario la relación se vuelve asfixiante. Nuestro corazón ha sido creado inquieto, deseoso, para que pueda encontrar su plena satisfacción en la relación con Él. Sin esta relación para la que ha sido creado el corazón, la inquietud no encuentra respuesta. Porque el corazón ha sido hecho para que Tú lo satisfagas, lo inflames y lo hagas resplandecer. Este es el «descanso» al que se refiere san Agustín. El descanso no debe entenderse, como suele ocurrir, como un detenerse del deseo. «Cuanto más gustamos del misterio de Dios, más nos atrae, sin que nunca quedemos completamente saciados»[28], ha dicho recientemente el papa León, retomando precisamente el décimo libro de las Confesiones: «Derramaste tu fragancia, y respiré y mi anhelo fue hacia ti, gusté y tengo hambre y sed; me tocaste, y ardo de deseo de tu paz»[29].
Es una satisfacción que corresponde tanto y que es tan deseable que no dejamos de buscarla, precisamente por el gozo que experimentamos. ¡Qué diferente es la vida cristiana cuando se percibe así! Como dice Dante de los «ojos resplandecientes» de Beatriz: «Llena de asombro y alegría, mi alma saboreaba ese alimento que, saciándola, le da sed»[30]. Cuanto más saciada está, más se despierta la sed.
Cristo ha entrado en la historia y en nuestra vida para despertar la búsqueda de Él, sin la cual no podemos ser nosotros mismos. San Agustín, como sabemos, atravesó muchas tribulaciones en su camino humano, por lo que lo expresa de la manera más conmovedora: «Nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos»[31]. O también: «Buscamos con el deseo de encontrar, y encontramos con el deseo de seguir buscando». Y, al final de las Confesiones, dice: «Te invoco, Dios mío, misericordia mía, que me has creado y no has olvidado a quien te ha olvidado. Te invoco en mi alma, que Tú preparas para recibirte con el deseo que Tú le inspiras»[32].
Es Él quien nos prepara para recibirlo en Navidad, despertando en nosotros el deseo. No basta, pues, con ser creados, es necesario que quien lo olvida sea constantemente preparado para recibir, de nuevo, a Dios. Nos prepara para reconocerlo, para recibirlo, despertando en nosotros el deseo de Él. Qué diferente es el Adviento, vivido así, de un rito habitual y vacío.
Agustín invoca a Dios porque ha sido «precedido»: «Tú me has precedido antes de que yo te invocara, insistiendo cada vez más, y con las más diversas llamadas, para que yo te escuchara desde lejos, y me volviera, e invocara a Ti que me llamabas […], porque antes de que yo fuera, Tú eras, y yo no era nada porque Tú me concedieras existir»[33].
Jesús no deja de buscarnos —«insistiendo cada vez más, y con las más diversas llamadas»— para que podamos buscarlo, escucharlo, volvernos hacia él, invocarlo. El deseo de invocarlo es ya una señal de que Jesús ha logrado despertar, en quien lo escucha, el deseo de Él.
Por eso, no basta con un recuerdo del pasado para mover al hombre en el presente. «El cristianismo», insiste Giussani, «al ser una Realidad presente, tiene como instrumento de conocimiento la evidencia de una experiencia»[34]. Es una evidencia, y no un recuerdo, está presente y nos despierta. Así lo describe Giussani: «Como entró en las entrañas, como comenzó su camino en la tierra entrando en las entrañas de una mujer, está en las entrañas de nuestro reconocimiento, está en las entrañas de nuestro amor donde continua presente «aquí y ahora». […] El Misterio hecho carne […] entra en la experiencia como factor de la experiencia humana habitual, […] en la relación con mi madre, en la relación con esta chica, en la relación con mi amigo, en la relación con mi enemigo, en la relación con toda la gente que cruza a mi lado por la calle cuando voy a coger el metro, dentro, dentro de la experiencia que estoy haciendo […], dentro de esto Te reconozco como la consistencia de todo. ¡Tu rostro es la consistencia de todo! […] Ninguno de nosotros puede escapar completamente al hecho de que Cristo nos ama tal como somos, más que cualquier otro ser del que nos enamoremos. […] Afirmar una presencia es un amor. Observar las leyes es una rutina, un hábito, una conveniencia […]. Es la diferencia entre el moralismo y la revolución moral cristiana, que nace del encuentro con una presencia de la que brota un amor que, dejándote tal como eres, con todos tus defectos, con todos tus errores, te cambia»[35].
¿Y cómo se ve que uno participa de este acontecimiento, del acontecimiento de Cristo que celebramos en Navidad? Por el deseo que tiene dentro de sí. No he encontrado nada que lo describa de manera más genial que esta frase de Nicolás Kabasilas: «Los hombres que tienen en sí mismos un deseo tan poderoso que supera su naturaleza, y anhelan y desean más aquello de lo que el hombre debería aspirar, estos hombres han sido tocados por el Esposo mismo. Él mismo ha enviado a tus ojos un rayo ardiente de su belleza. La amplitud de la herida ya revela cuál es la flecha, y la intensidad del deseo deja entrever Quién es el que ha lanzado la flecha»[36].
Quien se da cuenta del dinamismo que Cristo pone en marcha no puede sino exultar, como cuando don Giussani, consciente de esto, dice: «Chicos, ¡no temáis, no temáis! Ningún miedo a no lograrlo, a no conseguirlo. Como no te hiciste tú mismo, así tampoco te realizas tú mismo: es Otro quien te realiza. ¿Cómo se puede vivir? Es Otro quien te ha hecho, es Otro quien te despierta al ser. ¡Instante tras instante eres «de» Otro! Por lo tanto, no temáis no ser capaces, porque es Otro quien actúa en vosotros». Es tan cierto que «tenéis que sustraeros a la fuerza, tenéis que renegar […], tenéis que odiar lo verdadero, y entonces también Él se detiene en el umbral de vuestra libertad. No temas fracasar, porque es otro […]. Cuanto más tiempo pase en tu vida, más sentirás la profundidad de la emoción de comprender que es otro quien te hace, es decir, la emoción de volver a ser niño a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta […]. Y no tengas ningún miedo a […] ser vencido, ser absorbido por Otro, a ser conquistado por Otro. No temas, porque lo que el Otro quiere y obra en ti, el cambio que quiere llevar a cabo es hacerte ser tú mismo»[37].
«Nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos». Así es como nos convertimos en compañeros de camino de muchos de nuestros contemporáneos que están en búsqueda. Son los «buscadores de sentido» de los que habla Taylor.
«La grandeza de la fe cristiana, sin comparación con ninguna otra posición, es esta: Cristo respondió a la pregunta humana. Por eso, tienen un destino común quienes aceptan la fe y la viven y quienes, al no tener fe, se ahogan en la pregunta, se desesperan en la pregunta, sufren en la pregunta»[38]. Qué sensibilidad se necesita para sentirse compañeros de quienes están en búsqueda y sentirlos como compañeros.
¿Qué sucede cuando Su presencia, Su mirada única irrumpe en la vida?
«La primera consecuencia del afecto a Cristo es el descubrimiento del amor, de la ternura hacia uno mismo; el asombro, la admiración, la veneración, el respeto, el amor a uno mismo, ¡a uno mismo!». Giussani dice: «La primera consecuencia del afecto a Cristo es el retorno a nosotros mismos [no debéis huir siempre, para intentar soportar la vida], el amor y la estima, la veneración y la ternura hacia nosotros mismos, hacia ese algo que no es mío, pero del que todo parte porque soy yo mismo: algo que no hago yo, sino que haces Tú»[39].
No necesitamos distraernos, porque estar con nosotros mismos sea insoportable. Pienso en una amiga que desde hace muchos años vive todos los días junto a su marido gravemente enfermo, cuidándolo. Cuenta que «siempre fantasea» con las cosas que le gusta hacer y que no puede hacer, como por ejemplo viajar al extranjero. Sus nietos le regalaron un viaje a Dubái, un lugar que le encanta por su pasión por la arquitectura. Antes de partir, todos la animaban: «Tienes derecho, te vendrá bien desconectar, ¡distráete!». Y ella contaba: «Cuanto más me lo decían, más me molestaba, así que me fui con un gran deseo no distraerme, sino de estar allí con toda la urgencia que tengo cada mañana. Esto me hizo estar atenta, me permitió no perderme nada del impacto con la realidad, disfrutar de toda la grandeza que vi. Fue importante darme cuenta, por una vez no en el esfuerzo diario sino en un momento de absoluta belleza, de que el verdadero placer para mí es la relación entre la realidad y mi humanidad. Una humanidad no distraída sino abierta a la urgencia del significado».
Esta amiga ha podido comprobar que el problema de vivir surge con más fuerza cuando el «sueño» se hace realidad, porque entonces vemos si el «sueño» es capaz de responder a todas nuestras necesidades. ¡Es significativo que, al «distraernos», ni siquiera podamos disfrutar de la belleza! Solo podemos disfrutarla si estamos presentes con todo nuestro ser, con toda nuestra urgencia de plenitud.
Recuerdo un día que estábamos en la Toscana, en un lugar espectacular, frente a un panorama impresionante. Una persona dijo: «Después de un cierto tiempo, incluso esto me aburre… ¿Por qué?». Porque incluso el panorama impresionante, sin Ti, no es suficiente. Si cada uno no verifica esto, el Tú es un adorno «religioso», para los momentos de «devoción». Y entonces de Ti, Señor, solo me acuerdo cuando hay problemas. ¡No! Es precisamente cuando parece que lo tenemos todo cuando sentimos más que todo es demasiado poco. Porque nada basta que sea menos que Tú. Tú no eres un adorno. Eres el Único que puede satisfacer esta necesidad.
Todo —el panorama impresionante, el viaje de tus sueños— nos remite al Único que puede satisfacernos. No es voluntarismo, no es apretar los dientes, ni convencernos a nosotros mismos, no es nada que vaya más allá de nuestras fuerzas. Es, simplemente, un reconocimiento. El reconocimiento de que Tú que me estás haciendo ahora y que, precisamente porque estás presente, estás despertando constantemente mi urgencia, como para preguntarme: ¿no te falto Yo en todo lo que disfrutas?
Sin este Tú, cualquier cosa que vivamos es demasiado poco. Todo depende de ser leales a la exigencia que vemos aflorar desde lo más profundo de nuestro ser en la experiencia.
Solo quien la sigue puede sentirse invadido por la gratitud: ¡qué gracia, Cristo, que estés ahí!
Gracias a esta mirada, que nos ha alcanzado, podemos mirarnos con tal ternura que llegamos a coincidir con nosotros mismos. Sin huir. Fuera del reconocimiento de Su presente no hay posibilidad de unidad del yo, por lo tanto, no hay salvación, no es posible la experiencia de plenitud y paz.
Es el cumplimiento de lo que dice el profeta Isaías, a quien la Iglesia nos remite en el tiempo de Adviento: «He aquí que hago algo nuevo: ¿no lo percibís?»[40].
Hay quienes perciben esta novedad y me escriben asombrados: «La experiencia de la plenitud no es el paso siguiente a algo. No vivo primero la tristeza y luego el consuelo, no vivo primero el malestar y luego la plenitud. La experiencia que tengo es que nunca querría vivir una vida sin sentir lo humano, porque es ahí donde sorprendo a Quien me llena, no a Quien me llenará. ¡Es una experiencia presente! Desde hace varias mañanas, el primer pensamiento que tengo al abrir los ojos es: «Tú me estás haciendo ahora». Parece nada, pero todo cambia. Dar espacio a esto llena mi autoconciencia de la relación que me constituye. Y lo que vivo solo puedo dar testimonio de ello viviéndolo».
«Es ahí dentro, en mi experiencia, donde sorprendo a Quien me llena». Cristo revela «Quién es» no con un discurso, no con palabras, sino dentro de cada uno de nosotros, por la plenitud con la que nos llena, como la persona amada. Y la señal más evidente de que estás presente, aquí y ahora, es el deseo de Ti, Cristo. ¡El deseo de no alejarme de Ti!
«El cristianismo, al ser una realidad presente, tiene como instrumento de conocimiento la evidencia de una experiencia». Es esta evidencia de la experiencia la que puede quitarnos el miedo a no logarlo: «No tengas miedo a no conseguirlo. Como no te hiciste tú mismo, así tampoco te realizas tú mismo: es Otro quien te realiza». Pero aún más: «Cuanto más pase el tiempo de tu vida, más sentirás la profundidad de la emoción de comprender que es Otro quien te hace, es decir, la emoción de volver a ser niño a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta años”. ¡Cómo no sorprenderse de que suceda lo que dice el Apocalipsis: «Yo hago nuevas todas las cosas»[41]!
Esta es la modalidad con la que Él nos alcanza hoy, para responder a nuestro deseo de plenitud y para despertar en nosotros el deseo de la Navidad. «Nos buscaste cuando no te buscábamos, y nos buscaste para que te buscáramos».
Una persona se encuentra con una amiga a la que no veía desde hacía tiempo y se queda tan fascinada que le surge el deseo de estar con ella, de seguir lo que ella mira: «Me ha invadido la nostalgia [de la vida que veía vibrar en su amiga], echaba de menos vivir siempre así: te envidio, de una manera bonita, porque yo también querría tener siempre ese corazón libre y puro, para seguir mi deseo sin engañarme a mí misma. A veces sucede y me hace sentir libre, amada por lo que soy. Otras veces, ¡nos engañamos a nosotros mismos! Por eso hay que tener siempre cerca amigos de verdad, como tú al proponerme este espectáculo. Aunque no nos hubiéramos visto durante un año, ¡me hubiera dado igual! Tú has sido más sincera y más amiga que mucha gente que tengo a mi alrededor. Fuiste directa a desafiarme en mi libertad. Por eso, te doy las gracias, porque lo que vi me hizo volver a empezar, salí de allí con un nuevo trabajo por hacer y por mirar».
Esto es lo que hace surgir, en quienes han sido alcanzados por la presencia de Cristo, el grito: «Ven, Señor Jesús» en el tiempo de Adviento.
Él pone ante nosotros a personas que Él ha atrapado, para despertar de nuevo en nosotros el deseo de Su presencia. No perdamos esta oportunidad.
Troppo perde il tempo chi ben non t’ama,
dolc’amor Jesù sovr’ogni amore.
Amor, chi t’ama non sta ozïoso [non è la cancellazione del desiderio], tanto li par dolze de Te gustare;
ma tuttasor vive desideroso
como te possa stretto più amare;
ché tanto sta per te lo cor gioioso:
chi non sentisse, no ’l saprie parlare
quant’è dolz’a gustare lo tuo savore[42]
Laudario di Cortona, sec. XIII.
Asamblea
Intervención. Tengo una pregunta que me ronda desde hace tiempo. Cada vez me sucede más a menudo sentir una profunda alegría, no porque la vida vaya como yo quisiera, porque nada va como yo quiero, sino porque, como decías antes, en la inquietud —yo la llamo inquietud, más que espera— es como si reconociera mi deseo de Cristo. Y esto me hace feliz, porque es como si viviera la certeza de que Él está ahí.
Carrón. Perfecto.
Intervención. Pero me asalta una duda, probablemente debida a la mentalidad que nos rodea, y me digo: «¡Esta alegría es demasiado fuerte! Quizá sea sentimentalismo». Y yo no quiero ser sentimental. Es más, lo encuentro muy peligroso. Por lo general, quien es sentimental es también cínico, y eso es algo que no tolero. Al percibir la profundidad y la grandeza de este sentimiento de alegría, me asaltaba esta duda. Pero la lección de esta mañana es como si me dijera: «No, no es sentimentalismo, es que estás agradecida a Dios porque Él está ahí, a pesar de que las cosas no siempre salen como tú querrías, pero Él está ahí». Quería decirlo, porque el retiro de hoy me ha quitado esta duda. Uno se avergüenza un poco de ser tan feliz, de sentir demasiada felicidad. Es como si tuviéramos que estar un poco enfadados con la vida, un poco molestos con la vida; por eso, a veces te sientes fuera de lugar… No sé si me he explicado bien.
Carrón. Sin duda. Me parece una pregunta preciosa, porque, como ves, incluso ante una experiencia tan asombrosa de plenitud, puede surgir la duda. Por lo tanto, es necesario mirarla de frente para no sucumbir a la tentación de interpretarla simplemente como sentimentalismo. La verdadera cuestión es si, al mirar de frente esta plenitud, puedo reducirla a un «sentimiento», si esta plenitud puede interpretarse como algo que yo produzco y no como el signo más evidente —al estar tan más allá de mi capacidad de comprenderla— de un Otro más grande que yo, del hecho de que Cristo nos supera por todos lados. Pensemos en los Evangelios: cuántas veces los discípulos se quedaban asombrados. A menudo me viene a la mente el episodio de la pesca milagrosa. Pedro y sus compañeros, pescadores expertos, perdieron toda la noche y no pescaron nada, y llegó uno que les dijo dice: «Echad las redes». Y ellos respondieron: «Hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada; pero por tu palabra echaremos las redes». Dejan abierta la posibilidad, porque Él ya los había sorprendido muchas otras veces. Y ocurrió lo imprevisto, lo que estaba más allá de toda imaginación. Entonces Pedro se arrodilló ante Jesús: «Señor, apártate de mí, porque soy un pecador». Sintió toda la distancia (respecto a Jesús) ¡Pero la sintió precisamente porque no pudo reducir esa experiencia a un sentimiento! Es otro quien hacía lo que él sentía, incluso sentimentalmente, pero eso no significaba que la pesca no hubiese ocurrido: ocurrió y la había generado Alguien que tenía delante, y por eso se arrodilla. Por lo tanto, si no afrontamos las preguntas que nos surgen, como la tuya, siempre nos queda una duda, como un «virus» que nos hace dudar de todo lo bello que vemos en la vida, porque nos supera por todas partes. No es posible explicarlo simplemente como el resultado de una «actividad» humana. Esto, en mi opinión, es lo que hace posible conocer quién es Cristo. Porque Cristo se manifiesta precisamente, como dice Giussani, en la «evidencia de una experiencia» que nosotros no podemos generar. Cualquier otra imagen de Cristo o pensamiento sobre Cristo que no sea «la evidencia de una experiencia» no es Cristo, es una reducción de Cristo. Porque cuando Cristo aparece, cuando se revela con toda su belleza, su atractivo y todo su poder, ¡lo toma todo de nosotros! Este es Cristo. Todo lo demás no es Él, sino nuestros pensamientos o nuestras reducciones; solo a través de «la evidencia de una experiencia» Él nos comunica Quién es. Por eso entró en la historia. Cualquier otra cosa es una reducción de Cristo. En cambio, lo reconocemos porque en nuestra experiencia, dentro de nuestra experiencia, encontramos algo único, que no podemos negar. ¡Deberíamos renunciar a la experiencia que tenéis! ¡Ni siquiera deberíais creer en vuestra experiencia! Es impresionante. Sin embargo, ni siquiera intentando arrancarlo de nosotros, podemos borrarlo. Cristo es esta objetividad que se impone casi a pesar nuestro. Esto es la Navidad.
Intervención. Hace un mes me echaron del lugar donde trabajaba. No es algo muy grave, pero es grave porque yo había construido todo allí, había renovado los muebles, todo… Desde que ocurrió esto, me han surgido muchas preguntas que antes no tenía. La más importante es: ¿qué es lo que realmente construye el mundo? ¡Me sentí tan mal! Como decías antes, uno construye su «pequeño jardín» en la vida. Yo había construido mi jardín, me encontraba muy bien, entonces llegó alguien, se apoyó en la pared y me dijo: «No, tienes que irte de aquí». Ahora me encuentro con preguntas que antes no tenía: ¿qué es lo que realmente construye un lugar de trabajo? ¿Por qué hice todo esto?
Carrón. ¿Y dónde ves lo que construye? ¿Dónde lo ves ahora, en esta experiencia que has vivido? Si ves que, a pesar de lo que te han hecho, tu yo resiste, tu yo está «construido» y no está aniquilado por el mal. Si Él vence en ti, si no te dejas arrastrar por la espiral de violencia contra el otro, ¡entonces realmente estás construyendo el mundo! No lo construimos cuando las cosas suceden según nuestros pensamientos, sino también cuando nos encontramos ante una prueba, como esta, y tú no estás derrotada, porque hay alguien que te hace cada vez más tú misma. ¿Cristo construyó el mundo con su muerte o no? Me parece que vemos algunos frutos… Por lo tanto, Él puede construir el mundo incluso de una manera absolutamente paradójica, por ejemplo, al permitir que quienes te encuentran vean que no estás determinada por esta situación. Y así, a través de ti, continúa construyendo el mundo desde cero, sin saber dónde ni cómo. ¿Sabes cuál sería la mayor derrota? Que tú fueras derrotada. Esa sería realmente la mayor derrota. Si, en cambio, ni siquiera el mal te derrota, significa que Cristo te reconstruye para seguir construyendo el mundo.
Intervención. ¿Derrotada en qué?
Carrón. Derrota en el sentido de estar tan decepcionada que ya no puedes recuperarte de la herida. O si, por el contrario, por la Presencia que has encontrado, por Él, puedes empezar de nuevo, puedes respirar, porque ya no dependes del mal que te han hecho, porque hay un poder más grande que te libera del mal y te llena de Su presencia. Esto es lo que reconstruye el mundo, ahora, en medio del mal. Pensamos que solo podemos construirlo en una situación idílica. No, lo construimos precisamente donde y como somos. Miremos a Jesús: Él no construyó su reino en un mundo ideal. A Él no se le ahorró nada, ni siquiera la muerte. Por lo tanto, hay una forma de construir que no es según nuestra imagen y tan pronto como somos puestos a prueba por lo que nos sucede, ponemos en duda nuestra capacidad para construir. En cambio, es como si Cristo quisiera decirte: «Querida, también aquí puedo mostrarte mi victoria, no dejando que te destruyan, haciendo brillar mi victoria en ti —no en otra parte, no en los demás, sino en ti—, para construir el mundo». Gracias.
Intervención. En la vida hay una experiencia de correspondencia excepcional. Pero luego es como si yo quisiera que el deseo encontrara siempre esa respuesta excepcional, tal vez incluso en la misma forma. Es como si me aferrara a ella. En cambio, tú sigues «desgarrándonos», haciéndonos seguir adelante, como si todo fuera aún nuevo y por descubrir.
Carrón. Así es.
Intervención. Esto me fascina, pero ¿cómo se puede estar ante esta diversidad y novedad, cuando se querría permanecer apegado al lugar donde se le ha visto?
Carrón. Porque nuestra esperanza no puede depositarse en alguna estrategia que inventemos nosotros. Por eso digo que leer a san Agustín es liberador. Porque es Él mismo quien despierta en nosotros el deseo, todo el deseo de Él. De modo que, incluso cuando fallamos, siempre podemos volver a empezar. Leer estos textos ha sido para mí una verdadera provocación, porque el protagonista de la historia es Él. Y no nos repite meras reglas que debemos cumplir, reconociendo además constantemente que no lo conseguimos… No, Él quiere despertar en nosotros el deseo de Él. Hacernos saborear Su presencia de tal manera que, aunque sigamos equivocándonos, cojeando y cayendo, nos sintamos impulsados a desear volver a Él, como Pedro. Sin esto, siempre volvemos a caer en un mundo ideal que no existe, en un «yo» ideal que no existe. San Agustín recorrió un camino tan humano, tan similar al nuestro, que captó el punto crucial: se dio cuenta de que, si no es Él quien «nos precede» constantemente, si no es Él quien nos despierta una y otra vez el querer, no basta con que recordemos los mandamientos; eso lo hacen todos: te repiten la regla, lo que hay que hacer. Pero la cuestión es: ¿quién te despierta el deseo, ¿quién te despierta el querer, el deseo de Él? Con el tiempo, esta experiencia también te dará la energía para adherirte, te sorprenderás viviendo la regla, el mandamiento, no como una «ética», sino como fruto de una pasión, de un afecto hacia Él.
NOTAS:
[1] El texto, no revisado por el autor, corresponde a un retiro que tuvo lugar en la Parroquia San Dionigi en Milán, el 16 de noviembre de 2025
[2] Mt 6,19-21.
[3] P. Van der Meer, Diario di un convertito, Paoline, Milano 1967, p. 150.
[4] L. Giussani, Saluto agli Esercizi spirituali dei Memores Domini, 6 agosto 1998.
[5] H. de Lubac, Il Mistero del Soprannaturale, Jaca Book, Milano 2017, p. 176.
[6] 5 Ivi, p. 177.
[7] P. Van der Meer, Diario di un convertito, op. cit., p. 37
[8] P. Claudel, L’esprit de prophétie, in J’aime la Bible, 1955, cit. in H. de Lubac, Il Mistero del Soprannaturale, op. cit., p. 179.
[9] Cfr. G. Ungaretti, da Dannazione in Vita d’un uomo. Tutte le poesie, Mondadori, Milano 2016.
[10] Dal docufilm di Lana Wilson, Taylor Swift: Miss Americana, 2020.
[11] Cfr. R. Guardini, Mondo e persona. Saggio di antropologia cristiana, Morcelliana, 2022.
[12] M. Zambrano, L’uomo e il divino, Edizioni Lavoro, 2001, p. 280.
[13] R. M. Rilke, dalla nona Elegia in Elegie duinesi, Einaudi, Torino 1978.
[14] Leone XIV, Udienza generale, Piazza San Pietro, 15 ottobre 2025.
[15] Agostino, Confessioni, XIII, Sei 1992, p. 453.
[16] C. Taylor, Questioni di senso nell’età secolare, Mimesis, 2023, p. 34.
[17] L. Giussani, In cammino (1992-1998), BUR Rizzoli, Milano 2014, p. 44.
[18] R. Guardini, Ritratto della malinconia, Morcelliana, Brescia 1993, p. 13.
[19] Ivi, p. 38.
[20] Ivi, pp. 67-69.
[21] Cfr. E. Lévinas, Totalità e Infinito, Jaca Book, Milano 2010.
[22] Cfr. S. Weil, Attesa di Dio, Adelphi, 2024.
[23] Cfr. V. Frankl, Alla ricerca di un significato della vita, Mursia, 2012.
[24] Cfr. S. Weil, Attesa di Dio, op. cit.
[25] L. Giussani, Incontro con Gioventù Studentesca, Varigotti, 1963.
[26] Agostino, Confessioni, 1,1.5.
[27] Ibidem.
[28] Leone XIV, Udienza generale, Piazza San Pietro, 15 ottobre 2025
[29] Agostino, Confessioni, X, 27,38
[30] Dante, Purgatorio, XXXI, vv. 127-129.
[31] Agostino, Confessioni, XI, 2, 4.
[32] Agostino, La Trinità, IX, 1.
[33] Agostino, Confessioni, XIII, 1, 1.
[34] L. Giussani, Avvenimento di libertà, Marietti 1820, Genova 2002, p. 190.
[35] L. Giussani, La virtù dell’amicizia o: dell’amicizia di Cristo, «Parola tra noi», in Tracce n. 4/1996, p. II.
[36] N. Kabasilas in J. Ratzinger, La bellezza, la Chiesa, Itaca, Castel Bolognese 2005, pp. 15-16.
[37] L. Giussani, L’incontro che accende la speranza, LEV, Città del Vaticano 2025, pp. 126-127.
[38] L. Giussani, L’autocoscienza del cosmo, BUR, Milano 2000, p. 164.
[39] L. Giussani, Una strana compagnia, BUR, Milano 2017, pp. 248 e 252.
[40] Is 43,19.
[41] Ap 21,5.
[42] Pierde demasiado el tiempo quien no te ama bien,
dulce amor, Jesús, por encima de todo amor.
Amor: quien te ama no está ocioso,
tan dulce le parece saborearte;
mas vive siempre deseoso
de cómo poder amarte más estrechamente;
porque por ti el corazón está tan gozoso:
quien no lo sintiera no sabría hablar
de lo dulce que es saborear tu sabor.
Recomendación de lectura: Se revela en la experiencia
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