¿Norma para la Iglesia?: la misericordia recibida
´Que la celebración del Año Santo sea un auténtico momento de encuentro con la misericordia de Dios para todos los creyentes. Es mi deseo, en efecto, que el Jubileo sea experiencia viva de la cercanía del Padre, como si se quisiese tocar con la mano su ternura, para que se fortalezca la fe de cada creyente y, así, el testimonio sea cada vez más eficaz´.
Estas palabras, incluidas en la carta a mons. Rino Fisichella con la que el Papa Francisco ha concedido y precisado la indulgencia que se podrá obtener con ocasión del Jubileo extraordinario de la Misericordia, nos permiten renovar con aún más esperanza y deseo el camino hacia el 8 de diciembre, día en que se abrirá este “año de Gracia del Señor”, según la expresión de Isaías citada por Jesús en su discurso a la sinagoga de Nazaret (Lc 4,19). Al mismo tiempo, nos ayuda a captar cuál es, según la intención del Papa, la experiencia que este tiempo privilegiado quiere favorecer en cada creyente: la de un encuentro personal con ese Padre que es rico en gracia y misericordia, que en el Hijo se hace cercano para cada hombre, con ternura y perdón.
Esta experiencia de misericordia, nos dice el Papa, es sobre todo para todos los creyentes. Se muestra como la condición necesaria para que la fe se fortalezca y el testimonio sea cada vez más eficaz. No creo que sea posible infravalorar estas palabras. De hecho, la experiencia de la misericordia recibida precede, suscita y –podemos afirmarlo– normaliza la fe, dictando el método del testimonio. Así somos estimulados –y en cierto modo provocados– para acoger ante todo por nuestra parte, como creyentes, la invitación a redescubrir y reconocer la misericordia de Dios por nosotros, no simplemente en el sentido de una invitación a la humildad que no se puede rechazar (¿quién podría negar que necesita la misericordia divina?), que podría vivirse de manera moralista, como una suerte de deberes que cumplir, sino más bien como el retorno a las fuentes de la fe como acontecimiento, del mismo y modo y según la misma dinámica que acontece con el pueblo de Israel y los primeros cristianos.
Si vamos a las raíces bíblicas del jubileo, encontraremos que la fuente de esta institución tan poco comprendida como el pueblo de Israel –con sus prescripciones relativas al fin de la esclavitud y a la restitución de la tierra– está en la renovación de la experiencia con la que dio comienzo el éxodo. Es decir, el hecho de que Dios mismo hubiera oído el grito de un pueblo que prácticamente se había olvidado de él, que había dejado de creer en la promesa realizada a Abrahán, y que por tanto había perdido la conciencia misma de su propia identidad.
Israel descubrió el acontecimiento de la Alianza, querida por Dios sobre todo como ofrenda unilateral de una salvación mayor que cualquier imaginación, conectada inseparablemente con una oportunidad impensable de crecimiento en la conciencia y maduración de cada israelita. Era evidente para todos la gratuidad de esa salvación, sin motivo, inmerecida, hasta parecer incluso “injusta”, con el “compromiso” total de un Dios que se hacía más cercano de lo que ningún pueblo había podido experimentar nunca antes.
Saber y recordar el hecho de ser generado por el amor creador de Otro, que como con Abrahán y Moisés vuelve a ponerse en camino, saliendo al encuentro de cada hombre: ese es el significado último del jubileo del Antiguo Testamento.
Pero para los primeros cristianos también fue así. De hecho, si bien las raíces históricas de la configuración actual del año santo se encuentran en la bula “Antiquorum habet fide relatio” de Bonifacio VIII (1300), algo muy parecido al evento que estamos a punto de celebrar pasó a formar parte de la experiencia histórica de la Iglesia antigua en torno al año 150. En aquella época, la penitencia post-bautismal (lo que hoy es para nosotros el sacramento de la Penitencia) todavía se consideraba un hecho excepcional, y no faltaban los rigoristas según los cuales aquellos que cometían pecados graves (homicidio, adulterio, apostasía…) después de haber recibido el gran perdón del bautismo solo podían ser excluidos de la comunión eclesial, porque habían mostrado su desprecio al don de la salvación que habían recibido y que comportaba la cruz de Cristo.
Pero al mismo tiempo la experiencia cotidiana mostraba el arrepentimiento sincero y el deseo de reconciliación de muchos pecadores, y surgía la pregunta de si realmente sería conforme a la voluntad de Cristo que estos quedaran sin la posibilidad de volver a ser acogidos en la compañía eclesial. En esta coyuntura sucedió algo inesperado, que nos testimonia uno de los escritos más antiguos de la Iglesia de Roma, el Pastor de Hermas. Hermas, un profeta, tuvo una visión en la que un ángel con forma de pastor le anunciaba que Dios mismo quería un tiempo en el que se anunciara la posibilidad de una segunda penitencia, con estas palabras: “para aquellos que fueron llamados a la fe en el pasado, y no en los últimos días, el Señor ha establecido una penitencia, porque Él, que conoce los corazones y todo lo prevé, ha comprendido la debilidad humana y la astucia del demonio, sus oscuras maquinaciones contra los hombres. Y así el Señor, que es misericordioso, ha tenido piedad de su criatura y ha establecido esta penitencia”. También de este libro, tan venerable que ha llegado a considerarse parte del Nuevo Testamento, toma su origen uno de los rasgos característicos de la Iglesia de Roma: distinguirse siempre por una particular capacidad de acogida y reconciliación con los pecadores.
De esta raíz buena y consoladora manan también las reglas dictadas por el Papa Francisco con ocasión del año santo, entre ellas en particular la posibilidad de que todo sacerdote –y no solo los explícitamente delegados para esta tarea por el obispo local– pueda absolver de la excomunión ligada al delito de aborto. El objetivo es que cualquiera que desee reconciliarse con Dios –pero también con su propia historia y su propia vida, a menudo marcadas por heridas profundas y periodos de lejanía respecto a la misericordia, o de olvido de la presencia del Señor, tal como le sucedió al pueblo esclavo en Egipto– pueda descubrirse precedido por la voluntad de Dios de reconciliarse con él. Ninguna aquiescencia ante el pecado, ni voluntad de disminuir la importancia de delitos tan graves como la eliminación de una vida naciente, sino sencillamente –“escandalosamente”, como “escandalosa” parece a menudo para nuestro miope corazón la misericordia de Dios– la decisión de obedecer a la voluntad del Señor. Una voluntad idéntica a la que Hermas nos describía hace 19 siglos con estas palabras: “Ve y dile a todos que hagan penitencia, incluso a aquellos que a causa de sus obras no sean dignos. Pero, siendo magnánimo el Señor, quiere que la llamada, hecha por medio de su Hijo, sea escuchada”.
Una vez más se nos ofrece la posibilidad de acoger una misericordia que vuelve a suceder y afirmar el “celo” de Dios hacia nosotros, sus hijos. Un sentimiento más fuerte que nuestra desatención y malevolencia, aún más tenaz que todas nuestras reducciones. Hasta el punto de hacer decir a san Ambrosio, dos siglos después de Hermas, que para Dios ´misericordia ipsa iustitia est´, es decir, que la justicia se identifica con la misericordia. Y que nadie puede impedirle a Dios querer seguir hasta el final, mediante su Hijo, repitiendo a todo ser humano la llamada a vivir de esta misericordia.