No soy un algoritmo
La última película de Woody Allen, Golpe de suerte, en realidad no es una película. El ahora cancelado director ofrece un rodaje, un montaje y una iluminación exquisitos, magistrales. Pero los personajes son arquetipos y al guión le falta vitalidad. Golpe de suerte no es una película, es un ensayo cinematográfico. Y como tal tiene interés. Woody Allen vuelve a uno de sus temas favoritos: el azar. Dos viejos compañeros de colegio se encuentran por casualidad (había infinitas probabilidades de que ese encuentro no se produjera) en una calle de París. Alain, que se ha convertido en un escritor, siempre estuvo enamorado de Fanny, una joven dedicada al arte, felizmente casada con Jean. Alain le señala a Fanny “el milagro” de estar vivo (había infinitas probabilidades de que la vida no surgiera y de que no tuviera la forma que tiene). Jean no cree en la suerte, pero también él acaba determinado por una casualidad. Es lógico que en un tiempo de cambio como este, donde han desaparecido las leyes que regían la historia, la “diosa fortuna” se convierta en protagonista. El yo, el nacimiento de la persona, no se puede atribuir a unas causas preordenadas en la naturaleza. Alain, o sea Woody Allen, insiste en que el espectador trate de imaginar cuántos billones de laberintos, cuantas trampas ha tenido que sortear, un nacimiento para salir del océano del no-existir. Todo, hasta el más mínimo evento, es fruto del azar. La necesidad, que suceda lo que suceda porque hay causas suficientes, es pura apariencia. Pero la casualidad para Allen no tiene semántica, no hay un sentido que explique lo que ocurre. Todo está en manos de un destino ciego, en manos de unos dioses sin rostro que juegan a los dados. Y nosotros, los hombres, seríamos tan inocentes como los nuevos usuarios de los sistemas de Inteligencia Artificial (IA). Esos usuarios que atribuyen a los modelos masivos de lenguaje (LLM por las siglas de large language models) la capacidad de comprender el significado de las frases que componen. En realidad, la máquina se limita a buscar estadísticamente patrones lingüísticos que se repiten sin entender qué significan las palabras y las frases. Por eso, para esta perspectiva, la IA sería la verdadera inteligencia. Los hombres deberíamos dejar de atribuir significado a lo que no lo tiene. O si lo tiene es tan misterioso, tan inaccesible a la razón, que responde al nombre de un Dios inalcanzable, incomprensible. Y solo nos queda entregarnos con una fe ciega a los que median entre un destino inimaginable y las casualidades fortuitas. O el azar ciego o la necesidad en la que no cabe el imprevisto.
En este momento de crisis es ya imposible pensar que lo que ocurre sucede por un conjunto de causas conocidas. Pero la casualidad no tiene por qué ser ciega. De hecho, todo es acontecimiento. Y el acontecimiento hunde sus raíces en la tierra del misterio, pero no es un golpe de suerte porque desvela una racionalidad hasta ese momento desconocida. Aparecen unas razones que no se podían deducir inicialmente, pero que se desvelan cuando sucede lo imprevisto. De hecho, este es el único modo en el que puede descubrirse el sentido de un viejo amor, del encuentro con un compañero del colegio. Solo a través de los acontecimientos, y no de leyes inmutables, descubrimos la semántica de la vida. La diosa fortuna convoca a una fe que presupone la fe, la vida como acontecimiento convoca a una fe que requiera antes y después a la razón. No soy un algoritmo. Y Golpe de suerte no es una película, es un ensayo cinematográfico. Para películas Top Gun Maverick.
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