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No reinan los extremos (salvo excepciones)

Editorial · Fernando de Haro
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27 mayo 2019
No ha habido ola populista ni soberanista en Europa. El extremismo de izquierdas sufre un importante retroceso en las elecciones municipales y autonómicas de España. Todavía es pronto para entonar un canto para despedir a los populares y los socialdemócratas, a las familias políticas tradicionales de la Unión Europea.

No ha habido ola populista ni soberanista en Europa. El extremismo de izquierdas sufre un importante retroceso en las elecciones municipales y autonómicas de España. Todavía es pronto para entonar un canto para despedir a los populares y los socialdemócratas, a las familias políticas tradicionales de la Unión Europea.

Como siempre, por fortuna, la realidad en el Viejo Continente es más compleja que un simple esquema. Por comodidad interpretativa y analítica habíamos metido en un mismo saco a todas las fuerzas soberanistas y eurófobas. El resultado de las elecciones de este domingo pone de manifiesto hasta qué punto es un error generalizar.

Socialistas y populares dejarán de tener la mayoría en la Cámara Europea, pero podrán sumar con los liberales de ALDE. La emergencia de los Verdes frena el auge de las formaciones antieuropeas que quedan lejos de la minoría de bloqueo. En Alemania es cierto que la CDU y el SPD sufren un importante retroceso, lo que a nivel nacional pone en peligro la Gran Coalición. Pero el partido de Merkel con casi un 29 por ciento de los votos consigue un buen resultado. El principal varapalo es para el SPD (15,6 por ciento). Y la ultraderecha de Alternativa por Alemania no llega al 11 por ciento. En los países escandinavos y bálticos la derecha antieuropea cosecha malos resultados y en Holanda resucitan los socialdemócratas y también quedan frenados los radicales.

El soberanismo no es un problema generalizado en toda Europa: es un desafío serio en algunos países y en cado uno de ellos por razones diferentes. Especialmente preocupante es la victoria de Salvini en Italia, Le Pen en Francia y el buen resultado de Farage en el Reino Unido. En los tres casos estamos ante un paisaje dibujado por el desgaste por causas distintas de los partidos tradicionales. El auge de Salvini parece el penúltimo capítulo del agotamiento de los partidos de la II República, nacidos a mitad de los años 90. El líder de la Lega ha dado forma y ha aumentado un espejismo del descontento (inmigración, austeridad) que busca un chivo expiatorio en Bruselas, sin querer hacer las cuentas con la realidad. Es ese mismo descontento, de una parte importante de la Francia rural y de la Francia que se resiste a hacer reformas, el que le permite a Le Pen ganar. Los límites del neogaullismo de élite de Macron hacen imposible frenar a un Frente Nacional que ha conseguido convertirse en la formación transversal del resentimiento para una importante minoría. Los franceses están acostumbrados a dos vueltas y en esta ocasión no las hay.

Y lo del Reino Unido era más que previsible. Conservadores y Laboristas se han empeñado en suicidarse con motivo del Brexit, sin ofrecer una salida a un país encerrado en el laberinto que sus propios políticos arrogantes le han creado. El buen resultado de las fuerzas de la derecha no europea en Polonia y en Hungría responde también a historias particulares.

Los malos resultados para el populismo, en este caso de izquierdas, en las elecciones municipales españolas refleja que la onda iniciada hace cuatro años era muy corta. Las elecciones locales de 2015 le dieron a Podemos y a sus partidos amigos, con el apoyo de los socialistas, importantes capitales de provincia. Madrid y Barcelona eran las más emblemáticas. Parecía haberse iniciado un nuevo ciclo de la izquierda, con posibilidades incluso de sustituir a los socialistas. Un ciclo que recuperaba el marxismo, el protagonismo del Estado, un feminismo dialéctico y hegemónico y que renegaba de la reconciliación de la transición. Cuatro años después con sus divisiones internas, su falta de adaptación a la vida real, la nueva izquierda se redimensiona para tener el hueco minoritario que perdieron los viejos partidos comunistas.

El mal resultado de Podemos deja en suspense su entrada en el Gobierno que tiene que formar Sánchez. El líder de los socialistas, después de haber recuperado muchos de los votantes de la antigua izquierda, está en mejores condiciones de conseguir los votos de Podemos para la investidura sin necesidad de convertir a la formación de Pablo Iglesias en su socio de Gobierno. Lo que sin duda es una buena noticia para España. Sánchez fue el gran vencedor de la noche. Pero a pesar de haber obtenido un excelente resultado, que no vaya a gobernar ni en el Ayuntamiento ni en la Comunidad de Madrid ni algunas ciudades importantes, debería invitarlo a buscar pactos con Ciudadanos (con el PP es más difícil). La obsesión del líder de Ciudadanos, Albert Rivera, de sustituir al PP ha sufrido un importante correctivo. Quizás ahora recupere la tarea que desde hace años le vienen encomendado los electores: ser una formación bisagra. Eso contribuiría a que Sánchez se desplazara hacia el centro.

El PP, con el apoyo de Vox y de Ciudadanos, al gobernar en Madrid y en otras capitales de provincia puede frenar la espiral autodestructiva en la que estaba inmerso. Los votos que han vuelto a los populares le dan un crédito para una tarea que está por hacer: rehacer al partido. Los modestos resultados de Vox relativizan la imagen de implosión del sistema de partidos clásicos. Todavía está por ver en qué acaba esta formación que, de momento, es solo una escisión minoritaria.

El sistema clásico de partidos, en líneas generales, aguanta. Pero los avisos han sido demasiado contundentes.  

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