No podíamos permanecer al margen

Mundo · José Luis Restán
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25 junio 2014
No es ningún secreto que la presencia pujante de la Iglesia greco-católica en Ucrania ha sido siempre una espina que la Ortodoxia Rusa no ha conseguido tragar en su áspero camino de diálogo con la Iglesia Católica. Y un conflicto como el que se desarrolla desde hace meses en Ucrania contenía todos los elementos necesarios para que estallase el drama.

No es ningún secreto que la presencia pujante de la Iglesia greco-católica en Ucrania ha sido siempre una espina que la Ortodoxia Rusa no ha conseguido tragar en su áspero camino de diálogo con la Iglesia Católica. Y un conflicto como el que se desarrolla desde hace meses en Ucrania contenía todos los elementos necesarios para que estallase el drama.

Conviene decir enseguida que la convivencia entre las distintas Iglesias arraigadas en Ucrania ha resistido bien el embate. Desde el primer momento, ortodoxos y católicos han compartido afanes en la plaza Maidan de Kiev, y esa unidad se ha mantenido en lo fundamental cuando se inició el conflicto armado en las regiones orientales del país, de modo que se ha evitado una peligrosísima fractura en el campo eclesial. Los ortodoxos, ampliamente mayoritarios, se reparten entre los fieles al Patriarcado de Moscú y los que siguen a la Iglesia Ortodoxa ucraniana autocéfala. Por su parte los greco-católicos son alrededor de cinco millones, en torno al 11% de la población, presentes en todo el territorio pero con una mayor densidad en las regiones occidentales.

La historia de las comunidades greco-católicas es una historia de fidelidad y martirio, sufrido especialmente bajo el régimen comunista que se ensañó especialmente con ellas. Pero es además una historia de vejaciones, incomprensión e incomodidad, que no les ha abandonado desde el momento en que volvieron a la unidad con Roma a finales del siglo XVI, preservando su identidad oriental y su riquísimo patrimonio litúrgico y cultural. Este camino de espinas se resume en el apelativo “uniata”, que ofensivamente les dirigen muchos hermanos ortodoxos para reprocharles precisamente su regreso a la unidad bajo la autoridad del obispo de Roma. Y por si fuera poco, en algunos ambientes eclesiales de occidente se les mira con sospecha, no tanto por su identidad oriental cuanto por ser una incómoda china en el zapato a la hora de dialogar con Moscú.

La historia no es nueva, y por eso sorprende aún más la entereza y la capacidad de levantarse de las comunidades greco-católicas. Tras sufrir lo indecible a manos de los comunistas han experimentado un impresionante florecimiento de vocaciones y una renovada capacidad misionera. Ciertamente, no todo se ha hecho bien tras la caída del comunismo en el difícil ajedrez ucraniano, por ejemplo en lo que se refiere a la recuperación de templos expropiados por el régimen comunista, pero los sucesivos Arzobispos Mayores han pedido perdón y han ofrecido perdón a los hermanos ortodoxos, y han buscado sinceramente el diálogo y la amistad. Y en el territorio patrio se ha conseguido en buena parte, no así en lo referente a la relación con Moscú.

Al principio el Patriarca ortodoxo Kirill había logrado mantener una saludable distancia respecto de la estrategia de Vladimir Putin en Ucrania, pero todo esto ha volado por los aires cuando han comenzado los choques con las milicias pro-rusas en las regiones orientales del país. Unas declaraciones del joven arzobispo greco-católico de Kiev, Sviatoslav Shevchuk, denunciando la estrategia imperial del Kremlin, llevaron a Kirill a atacar directamente a los greco-católicos: de nuevo el uso despectivo de la palabra “uniata” para desacreditar a los que considera como “un proyecto de la Iglesia Católica para desgastar a la Ortodoxia”, acusándolos de haber desatado una cruzada y de entrometerse en política favoreciendo los intereses de occidente frente a Rusia.

La verdad es que difícilmente los greco-católicos pueden constituir el centro de gravedad de la situación ucraniana, siendo como son una minoría. Pero resulta más fácil atacarlos a ellos, convirtiéndolos en un espantajo contra el que resulta fácil dirigir el nunca digerido descontento hacia Roma, y en general hacia occidente.

El Arzobispo Mayor Shevchuk no se ha amilanado ante el lenguaje incendiario que llega de Moscú y en una declaración pública ha lamentado “que nuestros hermanos cristianos nos ataquen utilizando la táctica de la propaganda estatal y no un lenguaje eclesial apropiado”, al tiempo que destacaba que las relaciones de la Iglesia greco-católica con todas las ramas de la Ortodoxia son excelentes en suelo ucraniano. Shevchuk ha explicado que Maidan no es un fenómeno político sino que ha sido una revolución de la dignidad humana, donde la gente ha expresado su voluntad de ser protagonista del desarrollo de su país. Las iglesias no podían quedarse al margen ya que son parte sustancial de la sociedad civil, pero han negado cualquier apoyo a partidos políticos concretos. “Como anunciadores del Evangelio no podíamos permanecer lejos de estos acontecimientos”, ha concluido el arzobispo.

Para la Santa Sede no es un asunto fácil de manejar. Por supuesto no puede dejar de sostener a una Iglesia fiel y valiente cuya difícil situación en el tablero oriental es perfectamente comprendida. Pero es un hecho que esta nueva polémica, para la que el Patriarcado de Moscú ha elegido sus tonos más agrios, no ayuda a una fluidez de relaciones que en Roma empezaba a suscitar nuevas esperanzas. El cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo Pontificio para la Unidad de los Cristianos, ha ofrecido sus buenos oficios para un encuentro entre el Patriarca Kirill y el Arzobispo Mayor Shevchuk, pero en Moscú no quieren oír hablar del tema. Afortunadamente el Papa Francisco conoce muy bien las vicisitudes de la comunidad greco-católica, a la que siguió muy de cerca en Buenos Aires, donde radica una importante colonia ucraniana. En cualquier caso esta herida no se resolverá mediante componendas, sino a través de un encuentro en la verdad que permita el perdón y la reconciliación mutuos. Sin imponer, a unos ni a otros, imágenes grotescas ni acusaciones groseras.

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