No podemos (ni queremos) eludir esta aventura

España · José Luis Restán
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2 abril 2014
Verdaderamente hace falta una pizca (no exageremos) de ese “atrevimiento ingenuo” del que hablaba Don Luigi Giussani, para plantear como tema de un evento como EncuentroMadrid que existen “buenas razones para la vida en común”.

Verdaderamente hace falta una pizca (no exageremos) de ese “atrevimiento ingenuo” del que hablaba Don Luigi Giussani, para plantear como tema de un evento como EncuentroMadrid que existen “buenas razones para la vida en común”. Entiéndase, quizás no sea difícil invocarlas en un plano teórico e ideal, pero sí sostener la convicción práctica y documentar el hecho de que esas buenas razones tienen más peso y más capacidad de mover la historia que todos los fermentos de división y enfrentamiento que amenazan con asfixiar otra vez nuestra convivencia civil. De ingenuidad han tildado ya algunos este intento, y temo que el sentido que dan a la palabra tiene poco que ver con el empleado por Giussani.

Hace días un colega reivindicaba la aportación sustancial que la Iglesia Católica había realizado al proceso de la Transición en España, un dato con el que no puedo estar más de acuerdo. Sin la educación del pueblo llevada a cabo en los ámbitos eclesiales, sin la predicación constante de la reconciliación, sin la apertura de espacios reales de libertad, incluso para muchos que nada sintonizaban con la propuesta cristiana, sin su decidida voluntad de abandonar protecciones y garantías heredadas de la historia y sin su disposición a aprender (porque hacía falta aprenderlo) un modo nuevo de estar en la sociedad española, habría sido imposible aquel tránsito plagado de peligros. Refrescar esta memoria es un saludable ejercicio para todos, y es una obligación darla a conocer a las jóvenes generaciones. Pero no es suficiente para abordar el presente y el futuro.

Pretendo fijarme ahora en un bien concreto de la Transición que hoy está en grave riesgo. Me refiero a la valoración de la libertad religiosa, un concepto y una experiencia ciertamente espinosos en nuestra historia, desde el siglo XIX en adelante. Para la Iglesia esto significaba aceptar una navegación en mar abierto, la concurrencia (áspera o cordial) de diversos sujetos culturales, la renuncia a una pretensión de hegemonía social bajo el paraguas del Estado. Para el mundo de la cultura laica, de izquierda o derecha, significaba reconocer que el catolicismo es un factor esencial de la historia de la nación y que la Iglesia es un sujeto que contribuye activamente a la ciudad común. Por ambas partes fue preciso abandonar inercias y prejuicios, despojarse de armaduras, reconocerse mutuamente. Una bella imagen de todo esto la representó hace dos años la inauguración del EncuentroMadrid, con una mesa en la que se sentaron juntos el socialista Enrique Múgica y el arzobispo Fernando Sebastián. Era casi una parábola de lo mejor de nuestra historia reciente, que pudimos ver y tocar.

Pero la vida de las sociedades, como la de las personas, jamás es una foto fija, y cada nueva generación debe apropiarse de nuevo, creativamente, de los bienes que las precedentes le dejan como legado. Ese bien de la libertad religiosa, plasmado en el artículo 16 de nuestra Constitución, requiere ser nuevamente acogido en unas coordenadas históricas diferentes. En primer lugar ha decrecido dramáticamente aquel humus cultural cristiano que servía de base a tantos acuerdos y reconocimientos durante la Transición. Muchas certezas compartidas se han desvanecido y hoy hace falta emprender un fatigoso recorrido desde el principio, sin que exista un suelo común que daba seguridad y confort al diálogo. Por otra parte la imagen de la Iglesia, machaconamente grabada por los medios en amplios sectores sociales, es la del guardián correoso de una tradición en la que muchos ya no se reconocen.

En parte es el amargo precio por haber levantado su voz en defensa de grandes valores amenazados por la banalidad o por los proyectos de ingeniería social, por no haberse plegado a la dictadura de lo políticamente correcto y no aceptar las imposiciones de grandes lobbies. Quizás un día, aún lejano, el conjunto de la sociedad española reconozca la deuda adquirida con la Iglesia por este incómodo servicio. Pero dicho servicio es subsidiario y dependiente de la única misión esencial que le corresponde: el anuncio gozoso, siempre nuevo y sorprendente, de la salvación que Jesucristo trae al hombre herido y necesitado. Por supuesto que la Iglesia en España no ha dejado de realizar esa misión, pero muchos no han captado su alegre oferta, que les llegaba distorsionada, envuelta y confundida, en la niebla del combate ideológico. Liberarse de esta trampa es un considerable reto para los católicos españoles en esta hora.

De modo que existe un amplio mundo agnóstico, crecientemente separado de cualquier vínculo o memoria, siquiera cultural, del cristianismo, que tiende a calibrar a la Iglesia como una suerte de poder ideológico enemigo. La novedad de vida que porta consigo y es su mayor tesoro, y la única  fuente de su fecundidad social, ni la huelen. Les suena a chino. Pero también en el mundo católico brotan aquí y allá nuevas nostalgias y rigideces ancestrales, una suerte de pereza para un diálogo que siempre exige riesgos. Y lo que es peor, surge la tentación de reducir la misión a la defensa de determinados principios, que además son cada día más incomprensibles para una gran parte de nuestra sociedad. Entonces, ¿encontraremos buenas razones para la vida en común o preferiremos vivir cada uno en nuestra ciudadela amurallada, siempre recelosos y prestos para la batalla?

Hace ya siete años tuve oportunidad de plantear al cardenal Angelo Scola esta cuestión en el marco del IX Congreso Católicos y Vida Pública, y respondió que “el camino adecuado y posible es el del testimonio, al que ningún hombre puede sustraerse en virtud del riesgo que implica siempre la libertad”. Es vano engañarse, continuaba el cardenal, pensando que el hombre puede eludir la aventura del encuentro con el otro. La dinámica del testimonio “nos invita a exponernos, a pagar personalmente, a no decidir de antemano hasta dónde se puede llegar en el encuentro y el diálogo con quien es diferente”. Hacer añicos el mapa de las trincheras, hermosa y necesaria tarea para esta España de 2014; no sé qué harán los demás, por nosotros que no quede.      

En cuanto a los católicos, nada de abandonar la ciudad común ni de renunciar a ofrecer con lealtad, compromiso y racionalidad, aquellos bienes que se aclaran y fortalecen en la experiencia cristiana, pero que sirven a todos para construir una vida buena. Pero no lo hagamos como guardianes de un mundo que ya no está, sino como testigos de una novedad de vida que es prometedora para el corazón de cada hombre y que sólo puede acogerse a través de un encuentro dramático para el que tenemos que estar dispuestos a salir al encuentro, y como dice Scola, a pagar personalmente. A fin de cuentas no somos tan ingenuos, merece la pena.

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