No nos meteremos en trinchera alguna
Imprevisible, inédito, desconcertante… se acaban los adjetivos para describir el cambio de Gobierno que se ha producido en España en el plazo de diez días. El inesperado giro ha sido descrito hasta la saciedad. Rajoy tenía el terreno despejado para acabar la legislatura con el apoyo del nacionalismo vasco a los presupuestos de 2018. Casi se había olvidado de que había en el Congreso una mayoría suficiente para firmar su despido. Bastaba con un cambio de los vascos, que es lo que se ha producido. Y a partir de ese momento han empezado a llegar los estrenos: la primera moción de censura que triunfa desde la vuelta de la democracia, la primera ocasión en que el régimen parlamentario pone al frente del Ejecutivo a un partido que no ha ganado las elecciones, la primera vez que los socialistas gobiernan con el apoyo de independentistas…
El PP culpa de lo sucedido a quien hasta hace unos días era su socio: Ciudadanos. A partir de la primera sentencia del caso Gürtel, en la que se acredita la financiación ilegal del centroderecha, los naranjas están convencidos de que provocar unas elecciones y ganarlas iba a ser lo mismo. Los casos de corrupción, sobre todo de la época Aznar, pero no solo, minan el prestigio de la marca PP. El partido mantiene un suelo importante en intención de voto, pero los pronósticos de las encuestas hablan de batacazo. Rajoy parece no enterarse de que el ciclo político de su partido se está agotando a velocidad de vértigo. No renueva los cuadros, no ofrece un proyecto de sucesión, sigue rodeado de un equipo de altos funcionarios que están cada vez más desconectados de la vida social. Se empeña en repetir que los casos de corrupción son cosa del pasado, que la economía va bien, insiste en las hazañas realizadas en la época de la crisis. Su estrategia es resistir. El famoso “síndrome de La Moncloa”, el que se apodera de todos los presidentes en su última fase de mandato, hace presa en él. La tarde en la que se certifica su pérdida del poder se queda encerrado en un restaurante sin acudir al Congreso. Se niega a presentar la dimisión que le hubiera permitido ganar algunos días e intentar una nueva alianza para convocar elecciones.
La moción de censura de Sánchez no ha hecho más que precipitar de forma abrupta y con la peor de las soluciones el fin del segundo periodo de Gobierno del PP (iniciado hace siete años). Es la peor de las soluciones porque los socialistas tienen solo 84 de 350 diputados, no pueden prácticamente tomar ninguna decisión relevante y han llegado al poder aupados por nacionalistas, populistas de izquierdas e independentistas catalanes. No habrá estabilidad y cada uno de esos grupos reclamará alguna compensación que será especialmente negativa en el caso de los promotores de la independencia. El proyecto de sedición tomará más fuerza con un Gobierno débil. Rajoy no había acometido las necesarias reformas (educación, impuestos, financiación autonómica, etc). No tenía apoyos necesarios ni voluntad política. Tampoco había aportado soluciones políticas al conflicto catalán, casi todo se lo había dejado a los jueces. Ahora habrá menos reformas, y más política con Cataluña, pero no necesariamente buena.
El relevo hubiera sido menos traumático si Rajoy hubiera preparado el recambio, si hubiera asumido que era necesario convocar elecciones, si hubiera aceptado hablar con Ciudadanos, si hubiera asumido una posible victoria naranja. Todo hubiera sido diferente también si Rivera, el líder de Ciudadanos, hubiera sido menos arrogante, menos impaciente, menos inmaduro. Ahora el centroderecha tiene la oportunidad de hacer todos esos cambios mientras está en la oposición. Si no los lleva a cabo, tras las próximas elecciones, puede volver a gobernar la izquierda.
Los socialistas no gobernarán contra los elementos fundamentales de la Constitución ni contra Europa. Harán mucha demagogia, eso sí, y mucha ideología. En esta situación, lo nefasto sería que el amplio sector social que ha votado centroderecha y centro-centro reaccionara como reaccionó tras la llegada al poder de Zapatero en 2004. Algo se debería haber aprendido. Aquellos años fueron años de rabia ciudadana. La mala política de Zapatero, irreal y siempre alejada de los consensos, hecha contra una buena parte de los españoles, estuvo acompañada de cierto resentimiento entre un amplio sector social. Hubo un sector que tenía la sensación de que se les había arrebatado el poder a los suyos de forma poco limpia. El resentimiento, por desgracia, se ha convertido en el sentimiento político dominante en Europa y en el resto del mundo. Se extiende como un veneno. Hace catorce años se perdió demasiado tiempo, se cayó muy hondo en la trampa de imaginar una España absolutamente fragmentada entre izquierda y derecha. Esa es la dialéctica que vuelve a alimentar el populismo de Podemos.
No hay una España dentro de la Constitución del 78 y otra fuera. Hay una España en su inmensa mayoría constitucional y dos minorías anticonstitucionales. Es verdad que el independentismo, sobre todo desde que está comandado por Puigdemont, ha roto todo tipo de vínculos. Pero la Constitución está cambiando por muchas vías desde su promulgación y el cambio puede ser bueno. Difícilmente un Gobierno socialista tan minoritario va a echar atrás las reformas económicas del PP. Si tuviera más respaldo parlamentario haría una política fiscal o laboral muy similar a la de los populares. Es infundado tener miedo y dejarse llevar, otra vez, por los fantasmas de la II República. El excesivo temor quizás sea síntoma de haber interiorizado demasiado la partitocracia. Hay una sociedad civil que construye, que hace país, que no depende ni en primera ni en última instancia de un Gobierno débil e ideológico.
Si el PP quiere volver a gobernar, si Ciudadanos quiere estrenarse, que hagan su trabajo. Que reconozcan lo mucho o lo poco que han hecho mal. Que unos vuelvan a conectar con la sociedad. Que aprendan los otros realismo. Nosotros, la sociedad civil, con nuestra agenda, haremos el nuestro: educaremos, crearemos empresa, haremos cultura (siempre olvidada), no nos meteremos en trinchera alguna.