No lejos del pesebre

Mundo · Fernando de Haro, Belén
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3 julio 2018
Claire me enseña con orgullo una talla de madera de olivo en la que aparece la Sagrada Familia y de fondo un muro que se quita y se pone. Claire está muy orgullosa de haber sido ella la que ha diseñado este recuerdo de Belén. Es uno de los productos que se ofrecen en su tienda, un local muy poco visitado al que sólo cada media hora llega algún estadounidense o algún ruso extraviado.

Claire me enseña con orgullo una talla de madera de olivo en la que aparece la Sagrada Familia y de fondo un muro que se quita y se pone. Claire está muy orgullosa de haber sido ella la que ha diseñado este recuerdo de Belén. Es uno de los productos que se ofrecen en su tienda, un local muy poco visitado al que sólo cada media hora llega algún estadounidense o algún ruso extraviado.

La tienda de Claire se encuentra en los bajos de su casa. Una casa en la que se ve el muro que separa a los vecinos de Belén de Jerusalén, desde la habitación de invitados, y desde el lado opuesto, desde la cocina y el huerto. La casa de Claire está literalmente rodeada por el muro de la vergüenza. Lo levantaron en una noche, en la que era la carretera principal a Jerusalén y ahora hace un recodo frente al hogar de esta cristiana. Antes de que levantaran en una noche los bloques de hormigón, Claire tuvo durante mucho tiempo, enfrente de su ventana, a un grupo de francotiradores del ejército israelí. Una noche, de eso hace muchos años, puso música y los invitó a bailar. Y bailaron. Pero la mayor parte del tiempo no dejaban su fusil ni para dormir. Fueron meses, años, oyendo disparos. Incluso para subir a la azotea para abrir las cisternas del agua les tenía que pedir permiso. “Entonces fue cuando aprendí a confiar en la fuerza del Espíritu Santo. Fue el Espíritu Santo el que nos salvó. Esta es la tierra de los milagros, y que no muriéramos en la guerra de los años 90 fue un auténtico milagro”. Claire espera a sus clientes con paciencia y mientas me cuenta que hay muchos cristianos de Belén que pueden viajar por todo el mundo pero no recorrer los pocos kilómetros que les separan de Jerusalén para celebrar la Navidad o la Pascua. No pueden hacerlo si las autoridades israelíes no les dan un permiso. “A pesar de todo yo no pienso marcharme. Esta es mi tierra, esta es la tierra en la que nació Jesús, nuestra misión es estar aquí, ¿qué sería de la tierra de Jesús si nos marchamos?” –comenta–. “El muro caerá, más tarde o más temprano. Dios hizo milagros conmigo durante la guerra, los hará con el muro” –sentencia–.

El que tampoco piensa marcharse es Suhail, director de una escuela católica en Beit Jala. Beit Jala con Belén y Beit Saour forman el triángulo de pueblos cristianos de Cisjordania. Converso con Suhail en la Basílica de la Natividad, a pocos metros del lugar en el que María envolvió a Jesús en pañales. “A veces los que vivimos aquí nos acostumbramos a este lugar, como si estuviéramos en un edificio cualquiera, en una casa cualquiera. Este es el lugar que da sentido a todo, de aquí sale nuestra fuerza. Si no nos damos cuenta de que Jesús nació por nosotros nos quedamos sin fuerza”, apunta Suhail. Y añade: “comprendo a la gente que se marcha, no es fácil vivir sin oportunidades, con dificultades para moverse. Pero aunque fuera el último de todos, aunque yo fuera el último cristiano en esta tierra no me marcharía. Ser cristiano aquí es un don y un reto. En realidad todo regalo es un reto” –me comenta–. Claire y Suhail lo tienen claro: no quieren una vida lejos del pesebre. La luz empieza a ponerse dorada y se levanta esa brisa que anuncia en esta tierra que el sol va ponerse. Vuelvo a Jerusalén a dormir. Donde muchos de los cristianos de Belén no pueden venir.

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