No hay paz sin derechos de las minorías
Son al menos 25, quizás aún más, las personas que perdieron la vida el domingo en El Cairo, víctimas de una bomba que estalló con la intención de causar una masacre entre las familias cristianas que participaban en la liturgia dominical en la iglesia copta de San Pedro. Aparte de los muertos se cuentan numerosos heridos, algunos muy graves. El presidente egipcio Abdul Fattah Al-Sisi proclamó tres días de luto nacional y ha prometido que su gobierno hará todo lo posible para identificar y castigar a los autores del crimen. La iglesia de san Pedro se erige cerca de la catedral de san Marcos, sede del patriarca de la Iglesia copta, la iglesia cristiana más numerosa del mundo árabe. El atentado ha tenido lugar por tanto en el corazón de lo que se podría llamar el “vaticano” de los coptos.
Iglesia de los orígenes, desarrollada y consolidada en Egipto mucho antes de la conquista musulmana, la Iglesia copta, donde hoy se reconocen cerca del 10% de los egipcios, tiene una historia reiteradamente marcada por persecuciones y masacres. Y todavía en el Egipto contemporáneo los coptos sufren diversas marginaciones y discriminaciones. A pesar de que el gobierno actual se ha comprometido públicamente a tutelar su libertad, de hecho la situación es mejor de lo que era en un pasado no muy lejano. Pero eso basta para convertirlos en un objetivo de las organizaciones terroristas contrarias al régimen actual. Resulta difícil determinar si este atentado se debe al odio contra los cristianos o contra el gobierno. Probablemente sean ambas cosas. Lo que está claro es que en Egipto los coptos terminan pagando demasiado a menudo las consecuencias de cualquier tipo de tensión.
Hasta hoy, salvo el caso del Líbano, no hay un solo país árabe o de mayoría musulmana donde la libertad religiosa sea total. No es raro que las minorías musulmanas también sufran discriminaciones, los chiítas en países de mayoría sunita o viceversa. Pero esto no puede servir de consuelo ni desviarnos de un problema que es común a todo el mundo musulmán, ya sea sunita o chiíta: su persistente incapacidad para hacer suyo el principio de laicidad. Claro que no es tarea fácil, tratándose de un principio que entra en la historia con Jesucristo y que luego llega significativamente a su plenitud, después de siglos de penalidades, sobre todo en los países de tradición cristiana. Su desarrollo es hoy más urgente que nunca si no queremos que la globalización no se convierta cada vez más en semilla de fricciones, crisis y guerras sin fin.
Por otro lado, la paradójica pretensión de imponer la laicidad por la fuerza, que marca hasta hoy toda la historia de la Turquía postotomana, no deja de provocar una violencia similar. Son 38 las víctimas de los dos atentados cometidos este fin de semana contra las fuerzas de seguridad en Estambul. Ambos han sido reivindicados por los Halcones de la Libertad, una formación extremista del nacionalismo kurdo, cercana al PKK, el partido que eligió la vía del terrorismo y la lucha armada para defender la causa de los kurdos, la gran minoría nacional a la que la Turquía moderna, es decir la posotomana, nunca ha reconocido plenos derechos.
Mientras los coptos egipcios son una minoría religiosa, los kurdos turcos, musulmanes sunitas y turcos propiamente dichos, son una minoría étnica. Pero por caminos distintos se llega a la misma voluntad de prevaricación, y por tanto a la misma violencia. O se aprende a reconocer en el otro una profunda proximidad en el destino, que va más allá de cualquier diferencia inmediata, o estaremos tentados de hacer al otro más parecido a nosotros aunque sea por la fuerza, o de liberarnos de él eliminándolo. En último término, este es el problema que subyace a todos estos conflictos, lo que los hace fácilmente manipulables por los grandes poderes, ya sean políticos, económicos o militares.
Sin perjuicio de la oportunidad de hacer todo lo que sea posible a corto plazo, no cabe la más mínima duda de que hay que empezar inmediatamente, por largo que pueda parecer el camino, a trabajar para eliminar los obstáculos culturales que se interponen a este respecto. En esta perspectiva, los cristianos tienen una responsabilidad totalmente particular por ser los herederos primogénitos, entre otras cosas, del valor y del principio de la laicidad y de todas sus múltiples y positivas consecuencias.