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No es la economía, imbéciles

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1 junio 2014
“El populismo se corrige con crecimiento económico”. La sentencia la pronunció hace unos días César Alierta, presidente de Telefónica. No estamos hablando de cualquiera. Alierta es el máximo directivo de la compañía de telecomunicaciones más importante de Europa, la quinta del mundo. Factura en torno a los 60.000 millones de euros. Telefónica tiene la mayor parte de su negocio en América Latina, donde saben mucho de populismo.

“El populismo se corrige con crecimiento económico”. La sentencia la pronunció hace unos días César Alierta, presidente de Telefónica. No estamos hablando de cualquiera. Alierta es el máximo directivo de la compañía de telecomunicaciones más importante de Europa, la quinta del mundo. Factura en torno a los 60.000 millones de euros. Telefónica tiene la mayor parte de su negocio en América Latina, donde saben mucho de populismo.

¿El “sarampión” antisistema de elecciones de la pasada semana –que según el vicepresidente de la Comisión Europea, el socialista Almunia, “cuestiona nuestros valores”– se cura sólo con más crecimiento del PIB?

La respuesta a esa pregunta es esencial porque en realidad se refiere al tuétano de la “anomalía europea”. En los colegios y en las universidades se ha acabado imponiendo una interpretación economicista de nuestra historia más reciente. Interpretación que asumen todos, los liberales y los estatalistas. Se absolutiza la tesis que Keynes formuló en “Las consecuencias económicas de la paz” y a partir de ahí se construye el relato. La Segunda Guerra Mundial habría sido causada exclusivamente por las indemnizaciones impuestas a Alemania en el Tratado de Versalles. Y la paz habría vuelto a Europa, acabando con el ciclo de las guerras napoleónicas y el peligro del comunismo, gracias al Plan Marshall y a la extensión del Estado del Bienestar que hizo posible una clase media hasta el momento inexistente.

Con sanidad pública, pensiones para todos y vacaciones pagadas se acabaron los problemas. Y ahora la crisis y la globalización serían las responsables de la desaparición del paraíso europeo. Pero la historia se resiste a las simplificaciones. No nos acordaríamos del Tratado de Versalles sin el nacionalismo nihilista germánico. El caso español, tierra donde los populismos estallaron de forma violenta antes que en el resto de Europa, es muy claro. España, en los años 30 del pasado siglo, acababa de vivir uno de los períodos de mayor estabilidad democrática y de relativa riqueza más importante de los dos siglos anteriores. No fue la pobreza y la falta de libertad las que engendraron el populismo, fue el radicalismo ideológico el que trajo la falta de derechos y el hambre.

La economía es decisiva. Sin duda la prosperidad que hemos vivido en los últimos 50 ó 60 años en Europa ha contribuido a la estabilidad. Pero es difícil establecer una prioridad entre crecimiento, justamente redistribuido, y cultura. Más bien habría que hablar de circularidad. Si Europa ha sido diferente es porque una determinada concepción de la persona, de la justica, del trabajo en común ha hecho posible un milagro hasta ahora inédito.

Pero esa experiencia humana que se ha dado por supuesta como si fuera un presupuesto que no necesitaba ser alimentado, está acabando de diluirse. El síntoma más claro es que en los países del norte, donde la crisis ha sido muy benigna, mucha gente ha empezado a considerar al otro como enemigo y por eso se vota por la xenofobia.

Hace cien años, un testigo de excepción de la Guerra del 14 percibía ya el desmoronamiento que ahora culmina. Agustí Calvet (conocido como Gaziel) fue un periodista catalán que cubrió los primeros meses del conflicto. Visitó las trincheras con frecuencia y contó con horror las consecuencias de la “guerra moderna”. Semanas después de la batalla del Marne se encuentra a un campesino al que le han destruido la casa y saqueado el granero. Ha perdido sus ahorros y ha visto cómo mataban a su único hijo. Está sentado, en silencio, apoyado en un muro casi derribado. Ante la escena a Gaziel le viene a la mente la historia de Job. Y escribe: “Había una grandeza profunda en aquella actitud de desconsuelo infinito. Pero el pobre Job incrédulo de nuestro tiempo se roía por dentro, árido como un desierto, lóbrego como un abismo por no poder pronunciar con fervor y dulzura las palabras del relato del personaje sagrado: “¡el Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el nombre del Señor!”. Y el periodista concluye la crónica con una frase estremecedora: “La llanura era como un vasto desierto encharcado”.

Podemos darle la vuelta a la sentencia ya utilizada por Clinton en su primera campaña electoral: “¡No es la economía, imbéciles!”. Al menos no es solo la economía, es la cultura, es el sentido de las horas que pasan. Es el vasto desierto que el Job de nuestro tiempo tiene que cruzar. Al menos en el silencioso páramo cualquier respuesta se escucha con más claridad.

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