Centenario de Miguel Hernández

No dejó nunca de deslumbrarse

Cultura · Javier Restán
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1 noviembre 2010
Cuando se cumplen 100 años de su nacimiento en Orihuela el 30 de octubre de 1910, es difícil decir algo nuevo de Miguel Hernández. ¿Qué hacer con este centenario? Sin duda, ¡leer su poesía! Y si puede ser, su Obra poética completa preparada por Leopoldo de Luis y su hijo Jorge Urrutia, publicada por ZYX en 1976. Una edición crítica que no peca de sobreinterpretación y por tanto no interfiere en el encuentro personal que cada lector debe hacer con el poema.

Su poesía. Desde sus primeras octavas reales en Perito en lunas (1933), herméticas pero limpias ya como algunas poesías de Lorca ("Domesticando van mimbres, con ronces / más con las bridas de los ojos sueltas"), hasta los poemas recogidos en el Cancionero y romancero de ausencias (1939-1940), calificado por Leopoldo de Luis como una de la cumbres líricas de la poesía escrita en español, Miguel Hernández experimentó una evolución personal y artística meteórica, pero siempre provisional, sin alcanzar maduración.

Esta rápida evolución se correspondía con su enorme capacidad para fascinarse. Miguel pasó por la vida deslumbrado por todo lo que encontraba, con los ojos bien abiertos, probando, a veces como un niño, y equivocándose, pero siempre con una vitalidad extraordinaria.

Lo primero que le deslumbró fue el paisaje, aquel levante árido y acogedor, a caballo entre Alicante y Murcia, donde transcurrió su infancia y adolescencia, y que nunca le abandonaría. En la esuela de los jesuitas se fascinó por la lectura y el teatro. Y cuando terminó sus estudios escolares, el canónigo Luis Almarcha le dejaba las traducciones de Virgilio realizadas por fray Luis de León, las poesías de Paul Verlain y Juan de la Cruz, y Miguel se los llevaba bajo el brazo de madrugada cuando salía a pastorear las cabras. Allí descubrió la poesía, que se le metió muy dentro y allí empezó a escribir sus primeros versos. Y luego, más tarde, ingenuamente marchó a Madrid para hacerse un hueco entre la generación más grande de la poesía española. Miguel iba de fascinación en fascinación.

La publicación de El rayo que no cesa constituyó su consagración poética en el Madrid hostil que le había negado hasta entonces un espacio. Tenía 24 años y transpiraba un sentido trágico todavía superficial, pero tan vivo, tan intenso, que cautivó a todos, ¡hasta a un Juan Ramón Jiménez, subido en su atalaya! El mismo Ortega y Gasset le cedió el espacio de su Revista de Occidente para publicar 6 sonetos del libro. Había entrado, por fin, en el círculo de luz de la poesía española, "la más hermosa poesía de Europa" en aquellos momentos, al decir de Federico García Lorca.

En El rayo que no cesa (1935), todo rezuma amor y muerte, como una sola cosa. Siempre el amor impaciente no correspondido, trágicamente burlado. Cómo no volver una y otra vez a recitar Me llamo barro, aunque Miguel me llame, o bien, Como el toro he nacido para el luto, o La muerte, toda llena de agujeros ("Un amor hacia todo me atormenta / como a ti"); y por supuesto la Elegía, dedicada a Ramón Sijé, un prodigio de fuerza, de pasión y de amistad, que encontró espacio en las páginas de este libro cuando ya estaba en imprenta y constituye una feliz anomalía temática en el mismo.

Llegó la maldita guerra y de ella nacieron dos libros: Viento del Pueblo (1937), y El hombre acecha (1939), aunque este último no llegara a publicarse por la derrota republicana. Muchos de los poemas de Viento del Pueblo se compusieron para ser recitadas de viva voz a los soldados del frente (y así lo hizo el propio Miguel Hernández), o para emitirse por altavoz dirigidas a las trincheras enemigas. Así pues, son poemas claros, de imágenes precisas e incisivos. Algunos, más propagandísticos, pueden retraernos a su lectura (su exaltación de la Pasionaria, su grotesco poema contra Mussolini…) y sin embargo, es un libro puro y violento, limpio, donde su humanidad no cede, a pesar de los pesares, al maniqueísmo total. Comienza con una Elegía primera a García Lorca, larga y bellísima. Después, entre los más hermosos: Viento del pueblo y Juramento de alegría, por supuesto El niño yuntero ("Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina"), y luego Aceituneros, ("Andaluces de Jaén/ aceituneros altivos"), escrito allí mismo, donde se trasladó con Josefina después de casarse en plena guerra. Un libro que se lee deprisa, deprisa, con el corazón encogido, sin dejar tiempo para tomar aliento.

Y así llegamos al final, que es también la cumbre: al ya citado El hombre acecha, y sobre todo el Cancionero y romancero de ausencias, que recoge poemas desde 1938 hasta el finales de 1940, cuando agotado en la cárcel dejó de escribir.

El hombre acecha, es un libro más sereno y profundo que Viento del pueblo, Tiene ya el peso del dolor y hasta del fracaso. La guerra va mal: el frente republicano retrocede por todas partes. Ya no hay espacio para la demagogia y hay que ir más al fondo. Por otro lado Miguel, que ha estado en el frente no como tantos otros poetas republicanos, ha visto con sus ojos la brutalidad del hombre, y su humanidad se rebela contra ella. En ese sentido es especialmente significativo el poema El hambre. En la primera parte da rienda suelta al odio, a la "fiera" pero en la segunda el poeta pide perdón por haber dicho lo dicho: "Presiento la humanidad", para terminar con un grito: "Ayudadme a ser hombre…" Algunas otras joyas de este periodo están dirigidas a Josefina: Hijo de la luz y de la sombra, y la exaltación apasionada de No quiero más luz que tu cuerpo ante el mío. Y después de este poema, el golpe: A mi hijo. Poema a su hijo muerto, el hijo a quien había esperado, que había llenado su vida. La muerte del hijo adquiere en sus versos un carácter cósmico que colorea varios de los poemas de esta etapa.

El Cancionero, su última recopilación de poemas, tienen ya el peso de la derrota total en la guerra, su encarcelamiento, y por tanto la pérdida de libertad, su don más querido, el alejamiento de Josefina, su mujer. Y es también el momento del nacimiento de su segundo hijo a quien apenas pudo conocer y a quien dedicó Nanas de la cebolla que ha pasado al imaginario de todo español: "Tu risa me hace libre / me pone alas".

Pero poco a poco su voz todavía joven pero ahora madurada a golpes, se va sofocando en la desesperanza: "Yo que creí que la luz era mía / precipitado en la sombra me veo".

Pasó su corta vida deslumbrándose. Toda la trayectoria personal y literaria de Hernández se había desarrollado dentro de ámbitos católicos hasta el año 1935. Comenzando por su educación en las escuelas del Ave María y los jesuitas de Orihuela, pasando luego por la fuerte influencia de Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela, que leyó sus primeros versos, le abrió su biblioteca y le costeó la publicación de su primer libro en Murcia. Y, sobre todo, la amistad admirada con el jovencísimo Ramón Sijé, que le introdujo en los primeros círculos literarios, y le abrió las puertas de los periódicos locales donde empezó a publicar. Incluso sus dos referencias como publicaciones fueron primero El Gallo crisis, que lanzó Sijé en Orihuela y Cruz y Raya de José Bergamín en Madrid. Ambas publicaciones católicas aunque se fueran distanciando progresivamente en sus enfoques. En sus memorias dirá Pablo Neruda que antes de haber conocido personalmente a Hernández ya le tenía en gran estima y le consideraba "el más grande poeta del catolicismo español".

¿Cómo se produjo la clamorosa ruptura de Miguel Hernández con este mundo que había sido su suelo humano y cultural hasta ese momento? Cuando comenzó a viajar a Madrid, ya decidido a encontrar espacio para su vocación literario, Miguel Hernández se interesó por todo: poetas, pintores, dramaturgos, filósofos… Aquel mundo de frenética actividad creativa, aquella vida de amistad, aparente o verdadera, de tertulia en tertulia, lo deslumbró absolutamente. Y luchó y suplicó hasta que logró entrar en aquel círculo por derecho propio. Vino a Madrid con la intención de conocer a Juan Ramón y Federico, pero nunca obtuvo su cercanía. Sin embargo se encontró con Bergamín, y luego con Neruda y finalmente con Vicente Aleixandre, el que más sinceramente le quiso. Pero también con los pintores de la escuela de Vallecas, con Benjamín Palencia a la cabeza.

De febrero a julio de 1935, hay seis meses en los que Miguel cambió radicalmente la orientación de su vida, aunque esta evolución venía fraguándose desde hacía tiempo. Coincidieron muchos factores para ello: fue el momento de la publicación de El rayo que no cesa, y su entrada en la élite poética española. Pero también es entonces cuando inició una relación amorosa con la pintora gallega Maruja Mallo, tempestuosa y fugaz, que le marcó profundamente y le llevó a romper temporalmente con Josefina Manresa, su novia de Orihuela. Además, vivía en plena eclosión ideológica por el contacto con varios poetas, españoles y extranjeros, muy implicados con la causa revolucionaria, desde el propio Neruda, hasta Alberti y muchos otros. En ese momento Miguel siente el vértigo de una vida nueva, de un cambio de rumbo, deslumbrado por una vida en la que le parecía volar. Mira atrás y todo le parece viejo. El mundo rural y católico al que pertenecía le empieza a parecer gris y sin atractivo, como si no soportara la luz que acababa de encontrar.

Eran dos mundos casi incomunicados. Pero cuando Miguel se vio deslumbrado por la luminosidad creativa de ese mundo de afectos y de apertura, su mundo católico de origen marcado por perímetros de hierro, fundamentalmente doctrinal y muy moralista, no resistió el embate. Fue el drama de otros muchos españoles. Su único vínculo vital con el catolicismo de su juventud era la amistad entrañable con Ramón Sijé a quien quería y de quien, en cierta manera, se sentía dependiente. Por eso, la prematura muerte de Sijé unos meses después, cuando Miguel estaba transformando radicalmente su orientación vital, supuso un golpe tremendo, y una amargura preñada tal vez de sentimiento de culpa. Un sentimiento que se adivina en la Elegía que le dedicó.

Varias cartas y poemas dan cuenta dramáticamente de este cambio en la vida, en el pensamiento y en el afecto de Miguel Hernández, entre los poemas uno especialmente duro Sonreídme, donde habla de su pasado como el lugar donde se amordazó la fuerza de su deseo: "reprimieron y malaventuraron la nudosa sangre / de mi corazón". Su evolución fue ligada a una vinculación cada vez más consciente con las clases obreras con las que progresivamente irá tomando un contacto directo, y que culminará en su experiencia en los frentes de la guerra civil y de la cárcel después de aquella.

Hernández, paradigma de España. En cierta manera Miguel Hernández fue un paradigma de España. En primer lugar por su personalidad tan nuestra: su radicalidad trágica, su mirada un tanto estoica sobre la vida y su sencillez a veces rayana en lo infantil. Él mismo lo definió así: "Salí del llanto, me encontré en España / en una plaza de hombres de fuego imperativo". Lo fue por el mundo de imágenes que creó en su obra poética. Pero también lo fue, por desgracia, por su propia biografía que deja a la vista una España sorda, de amigos que se odiaron, una España que no debe volver jamás.

Nos queda la nostalgia de lo que hubiera sido el itinerario humano y poético de Miguel Hernández si hubiera superado las pruebas de la cárcel y la tuberculosis. Pero sí sabemos que los últimos años de su poesía, los de muchos de los versos de El hombre acecha y todo el Cancionero y romancero de ausencias, es decir, los poemas después de haber visto con sus ojos la guerra en el frente, de haber gustado el amor de Josefina, de haber visto nacer y morir su primer hijo, de haber perdido para siempre la libertad, constituyen su obra más depurada desde el punto de vista técnico y, sobre todo, su poesía más humana, más profunda y auténtica.

Una profundidad que nacía de su propia experiencia, descrita de manera incomparable en el poema El herido:

"Mi vida es una herida de juventud dichosa.

¡Ay de quien no esté herido, de quien jamás se siente

herido por la vida, ni en la vida reposa

herido alegremente!".

Esta mezcla extraña de dolor y alegría inunda los últimos años de su vida y tiene como reflejo una poesía de hondura excepcional.

En estos años, la densidad de la pregunta que Miguel lleva dentro llega a su culmen: "Todo está lleno de ti (…) / de algo que no he conseguido / y que busco entre tus huesos". Y es que la religiosidad que no soy capaz de ver en su primera época, en la que escribía autos sacramentales, o poemas inspirados en San Juan de la Cruz, incluso versos que desarrollaban dogmas cristianos como es el caso de algunos de la época de El silbo vulnerado, esa religiosidad se encuentra a manos llenas en la última etapa de su poesía y de su vida.

"Ni sé lo que persigo / con ansia tan eterna" dirá Miguel en el Cancionero. Y como un eco le respondía un poema escrito por él mismo poco antes: "Busco lo más puro que hay en mí". Así Miguel se fue, entregándonos en su última etapa su humanidad desnuda y su búsqueda insobornable.

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