No conviene votar

Mejor no votar. La democracia es el menos malo de los sistemas políticos pero a veces conviene evitarlo. O conviene mantenerlo pero eliminando las elecciones, así se podrían suprimir muchos problemas. Sobre todo el problema de la inmadurez de los votantes, su falta de formación, su incapacidad para superar la polarización. Para evitar todos esos inconvenientes es mejor sustituir las elecciones por un sorteo del que salgan elegidos los representantes públicos.
Por descabelladas que puedan parecer estas ideas, en un momento de crisis de la democracia, hay gente muy seria que las sostiene.
El periodista, analista geopolítico y viajero, Robert D. Kaplan, al que tanto debemos por habernos ayudado a comprender el mundo en el que vivimos, sostiene en Tierra Baldía, su último libro, una hipótesis parcialmente “antidemocrática”. Kaplan afirma que la primera mitad del siglo XX no hubiera sido tan violenta y tan políticamente catastrófica en Europa si la herencia del siglo XIX se hubiera prolongado. Si los regímenes no democráticos y monárquicos que regían los destinos de Rusia y de Alemania hubieran durado más tiempo. Las prisas por hacer llegar la democracia a ciertas partes de Europa no habrían sido buenas. Y, según Kaplan, tampoco este es el momento de defender sistemas democráticos para todo el planeta. Ya lo había sostenido en obras anteriores cuando analizaba los últimos cien años de historia de Oriente Próximo y de buena parte de Asia. Esa historia hubiera sido más pacífica si los viejos imperios hubieran estado en pie.
Hay algo en lo que dice Kaplan que puede ser interesante: la democracia no consiste solo en que los ciudadanos voten. Es necesario un edificio constitucional e institucional sólido. Y ese edificio deberá desarrollarse con las energías y particularidades culturales de cada país. No todas las democracias tienen que hacerse a media de las democracias occidentales.
Hace 20 años Bush fue duramente criticado cuando se supo que su administración tenía un plan para que la democracia fuera el sistema político más habitual del planeta. Los miembros del partido demócrata descalificaron entonces al presidente republicano por su “imperialismo democrático”. El debate sobre cómo fomentar una democracia respetando la libertad de los ciudadanos y la historia particular de cada pueblo es un debate apasionante.
Es cierto que la democracia no es solo votar. Pero sin voto no hay democracia. Si hemos aceptado que el mejor modo de elegir a los representantes de una comunidad es reconocer a cada uno de sus miembros el derecho al voto, luego no podemos establecer condiciones para que ese derecho sea ejercido. No podemos argumentar que los “votantes” no están preparados, que el resultado puede aumentar la polarización. ¿Dónde está el límite? Los límites constitucionales se le pueden imponer a los elegidos, pero salvo casos tasados -de naturaleza penal- no se puede limitar el derecho al voto. La repetición de las elecciones en Rumania por el Tribunal Constitucional de Rumania, avalado por El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, es un caso extremo. Solo se justifica por los intentos de interferencia rusa.
Podríamos llegar a la situación absurda de preguntarnos si están los electores en condiciones de votar para garantizar una estabilidad como la que tenían Rusia y Alemania cuando eran monarquías no democráticas. Aceptada una condición, habría que aceptar todas. Nunca sería buen momento para darle la voz al pueblo.
De hecho, hay pensadores como David Grégoire Van Reybrouck que sostienen que el mejor modo de salvar la democracia es eliminar las elecciones. Ya que votar se ha convertido en un peligro para las naciones porque el voto, entre otras cosas, divide a los ciudadanos, mejor sortear entre los electores quién debe ser cargo público.
El hecho de que el sorteo sea visto como la solución para rescatar la democracia de sus males es síntoma de cómo ha disminuido nuestra confianza en las personas, en su capacidad de distinguir lo bueno de lo malo, en su capacidad de decidir su propio destino. Tenemos cada vez más miedo a la libertad y al error. Como si se la libertad fuera peligrosa para reconocer lo que más nos conviene. Como si todo se decidiera de una vez por todas, como si el tiempo hubiera desaparecido y no fuera un bien preciado que ayuda a distinguir qué y quién es digno de confianza.