Niños víctimas del mal y esa necesidad de cambiar

Mundo · Federico Pichetto
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1 febrero 2016
Dalori, un pueblo a 12 km de Maiduguri, en Nigeria, se ha convertido oficialmente en una de las estrellas negras que componen la constelación de los asaltos terroristas fundamentalistas contra la vida. En cada región hay un comando, un motivo político, un mandato muy preciso para llevar a cabo un atentado. Esta vez vuelven a ser niños los protagonistas del ataque. Les han quemado vivos. Los que estaban allí solo recuerdan un terrible detalle que les acompañará durante mucho tiempo: sus gritos.

Dalori, un pueblo a 12 km de Maiduguri, en Nigeria, se ha convertido oficialmente en una de las estrellas negras que componen la constelación de los asaltos terroristas fundamentalistas contra la vida. En cada región hay un comando, un motivo político, un mandato muy preciso para llevar a cabo un atentado. Esta vez vuelven a ser niños los protagonistas del ataque. Les han quemado vivos. Los que estaban allí solo recuerdan un terrible detalle que les acompañará durante mucho tiempo: sus gritos.

En China se utiliza a los niños para controlar el crecimiento de la población, para trabajar o someterse a durísimos procesos de entrenamientos que les lleven a convertirse, muchas veces a costa de su propia vida, en campeones deportivos de primer nivel. En América Latina los niños son un instrumento para la guerra entre bandas y para el comercio de la droga. En África también se les emplea para combatir en las guerras impuestas por los traficantes de armas y sus intereses. En Occidente son el objeto de cumplimiento de deseos de paternidades y maternidades imposibles, y si nos adentramos en la cámara de los horrores no son raros los casos de adultos progresistas y civilizados que los utilizan para satisfacer sus perversos deseos sexuales. Entonces, ¿quién es el niño? ¿Por qué siempre es él la víctima de la maldad humana?

Cada vez más a menudo nos encontramos ante hechos donde el niño se convierte, en manos del adulto, en una “vida a disposición”, un “material biológico” al servicio de la ideología, del capricho, del beneficio. No hay respeto por el niño, no hay estima a su voz ni a sus derechos. Salta a la vista que este no es un dato cultural adscrito a un Occidente opulento y pagado de sí mismo, sino un fenómeno transversal culturalmente, un elemento que permite comprender mejor eso que la Iglesia llama “pecado original”. De hecho, el pecado oficinal reside en la incapacidad del hombre para mantenerse dentro de los propios límites, permanecer dentro de la objetividad de la realidad, respetar “el dato”. El niño es un dato, es el dato por excelencia de la vida, y la incapacidad para acogerlo, para custodiarlo, para no ponerlo al servicio de nuestras propias lógicas e intereses, muestra la crueldad de un ser humano sumido en el mal, hasta el punto de que podríamos decir –sin temor a equivocarnos– que uno puede salir de esta concepción de la existencia, y por ende del niño, no en virtud de un progreso intelectual o social, ni siquiera en virtud de una ley o cultura, sino solo por una mirada –por un encuentro– que devuelva valor y dignidad a la vida, al propio dato, a la propia humanidad.

Tras esta reducción del niño y del dato a “materia biológica” a disposición de la voluntad, hay por tanto en última instancia una actitud de desprecio hacia uno mismo, hacia el niño que hay en nosotros mismos, hacia esa humanidad que coincide con ese dato que somos nosotros y que cada vez se nos hace más insoportable, como un elemento que aplastar y suprimir.

Odiamos tanto y abusamos tanto de los demás –especialmente de las existencias más indefensas– porque nos odiamos mucho y abusamos mucho del grito indefenso que habita dentro de nosotros mismos. Este respeto a uno mismo no nos lo puede enseñar la ONU, ni siquiera Unicef, y mucho menos la sabiduría de un recuperado Estado ético. Esta compasión amorosa por uno mismo, y por tanto a lo más inerme dentro de nosotros, solo se aprende en una relación. Parece absurdo que haya que decirlo, pero de hecho ante el mal que se comete todos los días, ante la carne martirizada y atormentada de estos niños –de nuestros propios hijos–, la única vía, el único camino, es sin duda el cristianismo.

Porque el mal no se extingue, pero se vence con el amor, con el sacrificio de Uno que devuelve la dignidad al vivir. De hecho, si consiguiéramos incluso detener este mal, siempre estaría otro dispuesto, y nuestra vida se resolvería en una eterna lucha contra el mal del mundo, en una eterna reacción por la que nosotros siempre seríamos los buenos y los demás siempre los malos. Olvidando así que el mal está dentro de nosotros mismos, de nuestra propia naturaleza, olvidando que Dios no nos pide arrancar la cizaña sino hacer crecer el grano, olvidando en último término que hay Uno que ya ha ganado esta batalla y solo participando de Su victoria será posible volver a vivir con caridad.

Nigeria y la masacre de Boko Haram vuelven a ser el enésimo signo de la necesidad que tenemos para cambiar el mundo, un acontecimiento que está más allá del alcance de nuestras manos, más allá de nuestras fuerzas. La necesidad de un acto de misericordia que venga a salvar, y a tomar sobre sí, el pecado del mundo.

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