Nelson Mandela, el triunfo de la persuasión

Cultura · Antonio R. Rubio Plo
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23 julio 2018
Si un profesor sugiere a sus alumnos hacer un trabajo sobre Nelson Mandela, se encontrará con una amplia unanimidad de elogios sobre el personaje, cuyo centenario del nacimiento estamos celebrando en este año. Otro tanto sucedería si el personaje propuesto fuera Gandhi, Luther King o la Madre Teresa. Brotarían por todas partes sentimientos de admiración y no habría apenas lugar para las críticas. Los trabajos que de allí salieran, incluido el de Mandela, rondarían las categorías de la hagiografía o el panegírico, que es lo que sucede cuando el mito cubre en su totalidad los rasgos del ser humano concreto.

Si un profesor sugiere a sus alumnos hacer un trabajo sobre Nelson Mandela, se encontrará con una amplia unanimidad de elogios sobre el personaje, cuyo centenario del nacimiento estamos celebrando en este año. Otro tanto sucedería si el personaje propuesto fuera Gandhi, Luther King o la Madre Teresa. Brotarían por todas partes sentimientos de admiración y no habría apenas lugar para las críticas. Los trabajos que de allí salieran, incluido el de Mandela, rondarían las categorías de la hagiografía o el panegírico, que es lo que sucede cuando el mito cubre en su totalidad los rasgos del ser humano concreto.

No pasa esto con el libro de Javier Fariñas, Nelson Mandela. Un jugador de damas en Robben Island (ed. San Pablo). El periodista toledano y redactor jefe de la revista Mundo Negro admira, sin duda, a Nelson Mandela, pero al mismo tiempo profundiza en sus aspectos más humanos. El hilo conductor del libro podría resumirse en esta afirmación hija de una ancestral sabiduría africana: cada uno de nosotros nos convertimos en personas gracias a otros. Por eso los capítulos de esta obra llevan los nombres de las personas que han influido decisivamente en la vida de Mandela, con independencia de que sean amigos, familiares o adversarios. Sin ellos, su existencia habría sido completamente diferente. Nada que ver con el prototipo de persona supuestamente autónoma y autosuficiente que se nos vende en nuestro mundo posmoderno como ejemplo de plenitud del ser humano. Somos gracias a los otros, y no es aventurado decir que entre esos otros pueden estar también aquellos que no nos han querido bien.

En las biografías de las grandes personalidades se suele hacer hincapié en las lecturas que determinaron sus actuaciones, y no deja de ser un aspecto destacado, pero no es el más influyente, como tampoco lo es el currículo académico. En este libro no falta, entre otros muchos ejemplos, la referencia a la lectura por un Mandela juvenil de la Carta del Atlántico, documento resultante de la reunión de Churchill y Roosevelt en 1941, cuando EEUU aún no había entrado en guerra. Era una fecha en la que el colonialismo seguía siendo uno de los instrumentos del poder mundial, y no eran muchos los que percibían que eso cambiaría muy pronto. Pero a un sudafricano como Mandela tenía que impresionarle este párrafo de aquella declaración, demasiado consciente de que en su tierra natal veía cómo la teoría era negada en la práctica: “respetar los derechos de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual desean vivir, deseando que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados por la fuerza de dichos derechos”. Recordemos que Mandela fue hombre de lecturas, pero fue más todavía hombre de amplias relaciones. Y son precisamente las relaciones personales las que dan a la vida de la gente una estructura narrativa.

Para quien piense que la vida es sinónimo de actividad y multitareas, es recomendable la lectura de este libro, que a lo mejor no convence a quienes crean –y son bastantes en nuestra sociedad– que la vida es una continua antesala, en la que hay que estar esperando el acontecimiento extraordinario que les saque de la rutina. Todo lo contrario de Nelson Mandela que pasó veintisiete años en prisión, aunque fue un período de paciencia y vida activa con el convencimiento de que la causa que defendía triunfaría finalmente. Fue un jugador de damas en la prisión de Robben Island, y en las cárceles en que después estuvo. Lo fue en sentido real y en sentido amplio. En la cárcel se podía tener todo el tiempo del mundo para estudiar una jugada, pero cuando llegó la hora de la política activa, Mandela siguió aplicando la misma táctica: estudiar cuidadosamente las consecuencias de cada opción y tomarse el tiempo necesario para cada movimiento.

El período de la reclusión de Mandela coincidió con la guerra fría, y los gobernantes sudafricanos vendieron entonces la idea de que su prisionero era un peligroso agitador comunista, pero si bien Mandela tuvo de su lado a opositores comunistas y recibió el apoyo de líderes extranjeros de esa ideología, en ningún momento concibió el futuro de Sudáfrica como el de un Estado socialista. La economía planificada, el partido único o la confiscación de tierras nunca formaron parte de su proyecto. Sin embargo, ese proyecto sí fue aplicado por otros líderes africanos que equipararon un determinado sistema político-económico con su propia perpetuación en el poder, extensible a sus descendientes. De hecho, Nelson Mandela podría haber sido presidente vitalicio, pero renunció a esa posibilidad desde el primer momento.

Javier Fariñas ha escrito un libro, que no es uno de tantos en la ingente bibliografía sobre el personaje. Su estilo ágil y conciso le aleja de las biografías clásicas. Fariñas cuenta hechos históricos, pero es la historia recreada por un periodista. Un periodista que en esta obra es fiel a la definición de los periodistas que hizo Eugenio Scalfari: “son gente que cuenta a la gente lo que le pasa a la gente”. En este caso, su crónica-historia es el relato del triunfo de una persuasión, la que tiene capacidad de convencer por el hecho de creer firmemente que hay que aceptar la integridad de los demás hasta que se demuestre lo contrario.

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