Entrevista a Francesco Mercadante

´Nadie cree ya en los principios de la Revolución Francesa, ¿qué será de la democracia?´

Cultura · Antonio Gnoli
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25 octubre 2017
Es uno de los máximos exponentes del pensamiento jurídico de inspiración católica. En su carrera como jurista y profesor universitario, además de la filosofía del derecho se ha dedicado también a la política, la teorética, el arte y la literatura.

Es uno de los máximos exponentes del pensamiento jurídico de inspiración católica. En su carrera como jurista y profesor universitario, además de la filosofía del derecho se ha dedicado también a la política, la teorética, el arte y la literatura.

Durante los últimos años me he preguntado varias veces qué habría sido de Francesco Mercadante, un hombre irónico, apartado, de escritura detallada y vasta erudición. Recuerdo su gran papel en la editorial Giuffrè, especializada en textos jurídicos, y uno de sus mejores libros, sobre el comentario de Leo Strauss sobre la Tiranía de Jenofonte, así como un volumen dedicado a los años setenta donde anticipaba las incursiones actuales en la democracia plebiscitaria, o un amplio y extraño libro con hechos y testimonios del terremoto de Messina. Recordando a este hombre tan versátil, fornido con un espíritu propio del XVII, discípulo indirecto de Giuseppe Capograssi, uno de los grandes juristas italianos del siglo XX, pensaba en las dunas de arena que cambian de forma por el soplo del viento pero siempre siguen siendo iguales. No cambian en la profundidad de su esencia.

Hace poco lo volví a ver. Se dirigía a las puertas de un palacio romano. De andares cautos, con paso todavía fuerte, figura baja y taurina, inconfundible a pesar del tiempo transcurrido. Sí, siempre él, a pesar de todo. “¿Cómo está, profesor?”, grité. Sorprendido, se giró. “Bien”, respondió, “cuidándome”. Era un estar bien sin lamentos, con el equilibrio nervioso de esas personas que piensan mucho y duermen poco. Me invitó a subir. Una semana después, volví a verle. Nos habíamos quedado en una frase.

Esa frase de Montesquieu refiriéndose a Dios: uno de nosotros es demasiado. No sé si la pronunció como un reconocimiento o como una advertencia.

Yo percibo la dificultad que tenemos cada vez que pensamos o nos medimos con lo absoluto. Aquel príncipe de los moderados exaltaba lo moderno con la cautela del jurista talentoso. A veces los viejos somos increíbles. Estaba releyendo “Los dioses tienen sed” de Anatole France, y pensaba que en esas páginas, no especialmente inspiradas, sobre la Revolución Francesa había algo que nos debía interpelar.

¿Qué era?

Diría que una fecha, 1789, el nacimiento de los principios inmortales. La verdad es que ya no se cree en ninguno. Así que la cuestión es cómo salvar a la democracia que se inspiraba en esos principios. A lo largo de estos dos siglos hemos logrado más libertad y más igualdad, pero los cambios del progresismo que se ha apoyado en estos valores resulta hoy innegable.

El siglo XX alternó progreso con dictadura.

Cada vez estoy más convencido de que las dictaduras del siglo pasado no han hecho más que copiarse unas a otras, rozando el delito de plagio. Los hombrecillos que se han convertido en dictadores son meras estampas que han secundado el cliché del crecimiento, con el aplauso entusiasmado de las multitudes, para luego caer cada vez más en la furia colectiva, hasta la más negra oscuridad. En ese antro de desolación psíquica que Salvatore Satta relató de manera incomparable en “De profundis”, se puede formular esta pregunta nada peregrina: ¿por qué los italianos aceptaron el fascismo?”.

Tal vez por una mezcla de seducción y espejismo.

¿Tú crees? En mi opinión, no hace falta recurrir a las herramientas de la psicología de las masas, tan finas como las que puntualizó Elias Canetti, para desmontar los mecanismos de ese consenso. Una nación, sin contrato, sin derecho, obediente y entusiasta, se vio arrastrada hacia lo ignoto. En esa epidemia de vasallaje no había algo insólito, sino recurrente. Bastaría retrasar el reloj unos cuantos siglos para entender ese persistente rasgo italiano.

Usted tenía cinco años cuando el fascismo llegó al poder.

Tenía cuatro. A los seis empecé a trabajar. Durante doce horas al día ayudaba a un obrero en el torno. No puedes imaginarte el cansancio. Mi padre trabajaba el cobre. Era un hombre callado, amable, genial, como tantos hijos recuerdan a sus padres. Éramos de Castroreale, el pueblo de las “madonnas”. Mi padre creía que yo sería un chaval sin suerte ni destino. Se equivocaba, y cuando murió, ocho días antes de que yo cumpliera los cincuenta, encontré entre sus papeles el telegrama donde yo le anunciaba muchos años atrás mi primer trabajo como docente. Fue en Messina con la cátedra de Filosofía del derecho. Mi maestro, Vincenzo La Via, de agudas acrobacias metafísicas, se molestó.

¿Por qué?

Quería que el joven filósofo fuera puro, incorruptible, que se dedicara a la especulación desinteresada. En la universidad, La Via era se entrevistó con Galvano della Volpe y este, que había notado en mí una cierta predisposición a la mezcla, me propuso pasar a su cátedra. Me negué, no sin ciertas dudas. Después de los años en Messina llegué a Roma en 1969. Ocupé la cátedra que había sido de Giuseppe Capograssi. Aquel año llegó también Augusto Del Noce.

Capograssi fue un estudioso muy especial, para proceder del mundo jurídico.

Era tan especial que en la escuela de Giovanni Gentile le pisoteaban. Su libro “Analisi dell`esperienza comune”, que se remonta a los primeros años treinta, lanzaba el desafío al idealismo. Era antifascista ya en 1921, y era un hombre de Dios, como pocos.

¿Hombre de Dios en qué sentido?

En el mismo sentido en que su genial amigo Flavio López de Oñate pronunció la frase: “Dios acepta hasta los pseudónimos”. Lo único que no acepta, añado yo, son los cheques en blanco. En 1942, dos años antes de morir, De Oñate publicó uno de los grandes libros que todavía hoy conviene tener cerca, “La certeza del derecho”, que volvimos a editar en Giuffrè en 1968, cuando el derecho tenía de todo menos certeza. Capograssi sabía rodearse de gente interesante. Conoció y frecuentó a Salvatore Satta e intentó, con mil dificultades, publicar aquella pequeña obra maestra que sería “De profundis”.

“El día del juicio” también corrió la misma suerte.

Fue un libro rechazado por el mundo editorial hasta que por fin lo publicó un editor de textos jurídicos, Cedam. Recuerdo la alegría de mi amigo Enrico Opocher, que llegó a hablar de un nuevo Gatopardo. Modestamente, contribuí a que Adelphi redescubriese a este autor, que procedía de otro mundo.

Era jurista. ¿Se conocían?

Conocí a Satta en los años que frecuentó la editorial Giuffrè. Era un hombre que sabía encontrar la complicidad adecuada entre pensamiento y vida. Tenía una auténtica vocación para la palabra escrita. Pensaba que en alguna parte había un “Dios escondido” que antes o después te preguntaría cómo habías gastado tus talentos. El suyo lo repartió bien tanto en los estudios de procedimiento civil como en su experiencia literaria.

¿Qué importancia tienen los años que pasó vinculado a la editorial?

Empezaron a serlo a partir de aquel felicísimo encuentro con una de las figuras más extraordinarias del mundo del derecho, Francesco Calasso, padre del también famoso Roberto. Él creó Giuffrè. El primero libro se publicó en 1958 y la dirigió hasta 1965, año de su muerte. Fue el mayor experto en derecho medieval. Un hombre a veces difícil, pero dotado de una gran rectitud.

Obtuvo la cátedra en Roma en 1969, ¿qué clima se vivía entonces?

Un clima sofocante que se extendió rápidamente por todas las instituciones, empezando por la universidad, que se iban minando desde las bases. Obviamente, la historia ya había conocido pasos así de repentinos y amplios, pero era como si una generación entera hubiera abolido la idea misma de límite. Todo parecía posible, excepto volver a la dura realidad.

Ha mencionado la llegada de Augusto Del Noce, ¿cómo lo recuerda?

Su inteligencia para leer los textos era descomunal. Recuerdo que Della Volpe en 1948 le habría dado de buena gana la cátedra, pues le consideraba el mejor filólogo de Marx. Por mi parte, yo encontraba sus raros artículos mentalmente hermosos. Fue una criatura extrañamente volátil, aunque complicada a morir y masacrada por el establishment cultural.

¿Se refiere a la intelectualidad de izquierdas?

La izquierda, excepto Cacciari, Marramao y poquísimos más, no tenía interés alguno en sus problemáticas. Su aventura como pensador no corrió ninguna suerte. En aquellos años, en la derecha tradicional, permanecía la supremacía de Ugo Spirito. Pero Del Noce siempre me pareció más sólido.

Los filósofos y escritores católicos nunca han tenido mucha suerte en Italia en el siglo XX, ¿por qué?

Se les veía como un triste anacronismo de la historia cultural de este país. Una pena, diría yo.

¿Qué piensa del catolicismo de Del Noce?

Lo tenía todo. Bajo ciertas actitudes, incluso discordantes y débiles, veía latir en él el corazón auténtico de un hombre de Dios. Un corazón que había sufrido. La noche que muró me llamó su mujer. Corrí a su casa y junto a Gabrio Lombardi preparamos su cuerpo. No hice por mi padre lo que hice por Del Noce.

Ha hablado varias veces de hombres de Dios, hombres supongo que dotados de una espiritualidad que va más allá de la religión, ¿usted se siente un hombre de Dios?

No lo sé, no creo. Es una definición que exige una fuerza interior demasiado audaz. Así era Giorgio La Pira, al que conocí en 1947. En Messina paseaba con él y rezábamos el rosario. Debo admitir que probablemente nunca he tenido la talla mental ni espiritual para comprenderlo a fondo. Porque la santidad no es solo espectacularidad sino también un carisma más sobrio, huidizo, difícil de aferrar. Era un hombre que se anunciaba con gestos de ruptura. En ciertos aspectos el papado actual se podría definir como “lapiriano”.

¿A quién o a qué se parece un hombre de Dios?

Tiene algo de obra de arte. No se puede tener prejuicios ante una obra de arte, igual que no se pueden tener ante Capograssi, Del Noce o La Pira. Quiero decir que hablamos de estilos de vida diferentes pero con un punto en común.

¿Cuál exactamente?

La belleza. Sin la hermosa pluma de Roberto Longhi, no entenderíamos a Caravaggio. Por citar un nombre que conozco bien, Carl Schmitt tenía un estilo literario que era intrínseco a la materia que trataba. Nada más entrar en su mundo jurídico y político, percibes la sugestión de su Melville.

Usted fue de los primeros en hablar de Schmitt en Italia.

Creo que sí. Sus obras han turbado las conciencias de muchos. Me dediqué a él en los años sesenta, cuando buscaba material para mi trabajo sobre la democracia plebiscitaria.

Fue un crítico de la democracia.

Si se quiere entender qué es criticable, en sentido elevado y no demagógico, en la democracia representativa, hay que afrontar sin prejuicios las objeciones de Schmitt.

Pero no se puede prescindir de su vínculo con el nazismo.

Cierto, pero su concepto de político es anterior al nazismo. En la época en que lo presentó, la lectura de Nietzsche había producido epígonos de proporciones gigantescas. El mejor de la camada fue Otto Weininger. Luego vinieron Spengler y Schmitt, cuya crítica a la democracia parlamentaria era de hecho una crítica a la organización del compromiso diario. Para él, no se podía someter a votación la existencia de Dios, no se podía alcanzar un compromiso sobre su existencia. Pero no me ocupé de Schmitt sin pasar antes por Leo Strauss, que tuvo una suerte tardía entre nosotros y que fue mutilado por nuestros juristas por haber pisado la cola a Hans Kelsen.

¿Qué quiere decir?

Sencillamente que Strauss, a diferencia de Max Weber, no tuvo una actitud neutral respecto a los valores. En nombre de la neutralidad, se dio crédito a todos los compromisos posibles.

¿Conoció también a Ernst Jünger?

Solo lo vi una vez en Palermo. Me pareció un hombre gélido. Debo decir que, a pesar de un cierto estilo, nunca me apasionó. Hay demasiados coleópteros en su vida. ¿Ha visto la semejanza entre su coraza y los cascos alemanes? Fue un buen viajante, capaz de ir al encuentro de aventuras con la disciplina y la curiosidad de un colonialista culto del XIX.

La Repubblica

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