Editorial

Nacionalismo del bienestar

Editorial · Fernando de Haro
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16 abril 2016
Ha sido en el campo de refugiados, ahora campo de detención, de Mòria. Francisco avanzaba lentamente sin que el servicio de seguridad le permitiera acercarse a un grupo de sirios que levantaban pancartas pidiendo ayuda y libertad. Una mujer de mediana edad conseguía sortear los controles y caía de rodillas ante el Papa. Entre lágrimas, lágrimas a tragos, le contaba su historia. Francisco no podía entender los detalles porque el traductor se había quedado atrás. Pero en silencio, en el lenguaje universal del sufrimiento, una y otro se entendieron.

Ha sido en el campo de refugiados, ahora campo de detención, de Mòria. Francisco avanzaba lentamente sin que el servicio de seguridad le permitiera acercarse a un grupo de sirios que levantaban pancartas pidiendo ayuda y libertad. Una mujer de mediana edad conseguía sortear los controles y caía de rodillas ante el Papa. Entre lágrimas, lágrimas a tragos, le contaba su historia. Francisco no podía entender los detalles porque el traductor se había quedado atrás. Pero en silencio, en el lenguaje universal del sufrimiento, una y otro se entendieron.

La visita del Papa a Lesbos corre el peligro de ser interpretada como lo fue aquel grito de Juan Pablo II ante la segunda guerra de Iraq. “No a la guerra”, clamaba Juan Pablo. “Hemos venido para llamar la atención del mundo, para que se responda de una forma digna a vuestra situación”, ha asegurado Francisco en Lesbos. “¿Qué va a decir el Papa?”, se preguntaban muchos en 2003 antes de que las bombas empezaran a caer. La misma pregunta reaparece. Es lógico que los papas lancen mensajes espirituales, hablen de caridad y solidaridad. Pero luego hace falta “construir historia”. Hace 13 años, en nombre del realismo histórico, se llevó a cabo una intervención que desestabilizó todo Oriente Próximo. Se había creado un cierto consenso internacional sobre la necesidad de quitar de en medio a Sadam Hussein. Iraq es ahora un estado fallido, el baazismo ha desparecido y no pocos cuadros del sunismo se han pasado al Daesh.

El consenso sobre los refugiados, al menos desde el pasado mes de marzo, ha cambiado en el seno de la Unión. El Consejo Europeo ha querido, con el acuerdo de Turquía y con las expulsiones, frenar el efecto llamada. Ya en marzo, tras el cierre de las fronteras en los Balcanes, la llegada de inmigrantes a Alemania se redujo drásticamente. Merkel manda porque Alemania es la que más ha acogido. Y en política de refugiados no hay, como en política monetaria, un Draghi dispuesto a seguir inyectando liquidez en el sistema a pesar de las protestas del gobierno alemán.

Desde el pasado verano ha habido un giro y, con la canciller, buena parte de la intelligentsia y de los medios de comunicación ya están de acuerdo en que, tras el entusiasmo inicial, hay que poner orden. Y el orden incluye apoyarse en Turquía, socio siempre viscoso, socio de las mil caras que pacta con Europa y que también se muestra condescendiente con el Daesh.

“No caben todos, hay que tener cuidado con lo que nos llega”, es el lema. Los líderes del Consejo Europeo, empezando por Merkel, se han puesto no delante sino detrás de una opinión pública europea que sufre el miedo a la globalización. La globalización de los mercados, de la cultura, de los refugiados provoca en casi todo el mundo una severa crisis de identidad. Ante el desconcierto se buscan pertenencias simplistas, ideológicas, en las que se pueda colgar con facilidad la percha del enemigo. No es solo un fenómeno europeo. La clase media estadounidense que piensa haberse quedado sin patria busca a Trump. En el seno del islam, ante el reto de una modernidad que no se entiende, anida el yihadismo. En la India, democracia más poblada del planeta, desde que a finales de los años 90 el FMI recetó fórmulas de apertura, el nacionalismo hinduista hace furor.

Europa ha cambiado radicalmente en menos de quince años. En 2004 se vio con normalidad una ampliación de los diez países del Este que habían estado bajo el comunismo. No es lo mismo acoger refugiados que acoger a naciones que históricamente habían pertenecido al Viejo Continente. Pero también ellos llegaban desde una cultura que ya era muy diferente, la cultura o la no-cultura postcomunista. De un solo golpe 100 millones de personas entraron en la Unión. Han sido estos países los que más ayudas han recibido en los últimos años. En concreto, los cuatro países del Grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia), que son los que más se oponen a la acogida de refugiados y los que menos extranjeros tienen en sus sociedades, han recibido fondos muy cuantiosos en el período 2007-2013. La República Checa, la más beneficiada, ha contado más de 3.300 euros per cápita. Hungría va detrás con más de 3.200. La Europa que abría sus puertas sin chistar al europeo no-europeo, ahora se rebela.

La identidad europea se repliega sobre una especie de nacionalismo del bienestar. Lo hace después de haber dado en los últimos años una nueva vuelta de tuerca a la privatización de las cuestiones sobre el sentido de la vida y el estar juntos. Después de haber abrazado el mundo post-comunista y haber abrazado formas de multiculturalismo supuestamente neutralistas. Ese bienestar que parece darnos seguridad no existe, no volverá a ser como el del pasado. Como tampoco existe el mundo ideal inventado por el hinduismo nacionalista o el califato.

La globalización, al reabrir el problema de la identidad, reabre el problema del sentido. También se diluye el sueño europeo de censurarlo.

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