Musulmanes en Minsk, una historia de integración

Mundo · Andrei Strocev
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28 febrero 2017
Hoy Europa tiene miedo a la fe islámica de los inmigrantes porque la considera una especie de caballo de Troya, capaz de introducir un factor destructivo de las otras culturas. Muchos mantienen como innato el vínculo entre islam y violencia y a partir de este punto de vista se han ofrecido muchas respuestas distintas.

Hoy Europa tiene miedo a la fe islámica de los inmigrantes porque la considera una especie de caballo de Troya, capaz de introducir un factor destructivo de las otras culturas. Muchos mantienen como innato el vínculo entre islam y violencia y a partir de este punto de vista se han ofrecido muchas respuestas distintas.

Un ejemplo es el antropólogo francés René Girard, conocido por sus trabajos bore el sacrificio y lo sagrado, que consideraba que el islam constituía un retorno al pensamiento mítico, del que la tradición bíblica se había liberado después de muchos siglos. Por pensamiento mítico entendía la fe en la eficacia del sacrificio, en su necesidad. En el pensamiento de Girard, los profetas judíos critican los sacrificios cruentos, el cristianismo los abole totalmente, pero el islam vuelve atrás, de ahí su actitud contradictoria con respecto a la violencia. Un discípulo de Girard, el teólogo católico americano William Cavanaugh, planteó la hipótesis de que el problema no era en absoluto el islam sino el hecho de que la ideología de la época moderna había creado el mito de una violencia particular de tipo religioso. Según el mito, este tipo de violencia es incomparablemente más peligrosa que cualquier otra, porque es irracional y no se contenta con ningún resultado. Mientras que la violencia racional por parte del estado secular nos salva de esta fuerza descontrolada. Además, si durante siglos el papel de “chivo expiatorio” lo tuvo el cristianismo, en el siglo XXI este papel lo asumió sin duda el islam.

La tierra bielorrusa, que ha conocido grandes tensiones entre pueblos y culturas distintas, siendo por antonomasia una tierra “de paso”, también ha acogido en su seno a una comunidad islámica. Este hecho se ha insertado de manera estable en el panorama nacional y por eso no ha llamado la atención que el pasado 11 de noviembre se inaugurara en Minsk, en el centro de la ciudad, una gran mezquita con capacidad para más de mil personas. El presidente turco Erdogan estuvo allí porque han sido precisamente los fieles turcos los que han financiado la construcción. Durante el encuentro, Lukašenko recibió de manos de sus invitados el Corán, lo besó y luego, durante la oración, se puso de rodillas junto a los demás.

En internet este gesto ha suscitado muchos debates. Hay quien se ha quedado perplejo y quien bromea comentando que el presidente, que una vez se definió como “ateo ortodoxo” ahora se ha convertido en “ateo musulmán”. En cualquier caso, casi nadie ha cuestionado el hecho de que se haya construido una mezquita en Minsk. En otras ciudades europeas este tema no deja de suscitar reacciones. Por ejemplo, en Milán el proyecto de construir una gran mezquita ha generado infinidad de críticas y se ha pedido la aprobación de leyes restrictivas, pero en Minsk no se ha generado protesta alguna. De hecho, los habitantes saben muy bien que no se trata de un edificio completamente nuevo sino simplemente de la réplica más grande de la vieja mezquita construida en piedra en aquella zona de la ciudad en 1902 y demolida en 1972. Y sabe que aún antes en el mismo lugar se erigía una mezquita de madera desde finales del siglo XVI.

¿Pero quién la construyó? ¿Y quién la visitó durante casi cuatrocientos años? El pueblo de los tártaros lituanos o bielorrusos, también llamados “lipki”. Ahora en Lituania, Bielorrusia y Polonia viven cerca de veinte mil personas descendientes de aquel pueblo, con una historia que ya supera los 600 años. A finales del siglo XIV, el gran ducado de Lituania, del que formaban parte los territorios de la actual Lituania y Bielorrusia, limitaba con la Horda de Oro. Muchos tártaros cayeron prisioneros durante las campañas militares. Pero cuando en la Horda de Oro estallaron luchas internas entre los khan Tamerlano y Tokhtamysh, se produjo y auténtico éxodo de este pueblo hacia el territorio de la vieja Lituania, y al ser derrotado se refugió con todo su ejército. Otro grupo fuerte llegó en ese mismo periodo desde Crimea. El príncipe Vitovt les acogió y les dio su tierra a condición de que combatieran de su lado.

Desde entonces, los musulmanes sunitas defendieron Lituania y Bielorrusia durante más de quinientos años. Poco después de su traslado, comenzó la guerra del gran ducado polaco lituano contra la Orden Teutónica, que terminó con la derrota de los cruzados en la batalla de Grunwald donde, por parte del ejército lituano, combatieron también tres mil caballeros tártaros. Después, en el siglo XVI, volvieron a luchar contra otros islámicos, los tártaros de Crimea que entraban por el sur. Y por último combatieron como unidad autónoma al principio de la Segunda Guerra Mundial. En septiembre de 1939 los regimientos de los ulanos tártaros incorporados en el ejército polaco llegaron a tiempo de atacar al tercer Reich antes de que Polonia fuera ocupada.

Muchos de estos refugiados recibieron un título nobiliario por los servicios prestados a los príncipes lituanos, con escudos de armas y todos los privilegios de la aristocracia. Con el tiempo se dejaron asimilar y perdieron su lengua materna, pues empezaron a hablar el idioma local, el antiguo bielorruso. Esto se explica por el hecho de que procedían de zonas diversas y hablaban lenguas distintas, por lo que adoptaron una lengua franca para poder entenderse mutuamente. Otros lo explican con el hecho de que a Lituania habían llegado sobre todo combatientes varones, que luego formaron familias con mujeres cristianas.

Aun habiendo perdido su lengua (o, mejor dicho, sus lenguas), los tártaros “lipki” no perdieron en cambio su fe. Se pusieron a copiar fragmentos del Corán con comentarios, citas del profeta Mahoma, textos litúrgicos; y escribieron estos libros en la lengua que hablaban, el antiguo bielorruso, pero con caracteres árabes. Casi todos los tártaros sabían leer y escribir, y en todas las casas se conservaban estos libros. Aún hoy algunos ancianos los saben leer. Además de los textos religiosos, copiaban crónicas, leyendas, relatos de aventuras, incluso conjuros. Hoy estos libros se han convertido en algo muy valioso para los filólogos bielorrusos porque ilustran el estado de la lengua hablada en los siglos XVI-XVIII. En los textos coetáneos escritos en alfabeto cirílico es más difícil registrar este aspecto, pues se usaba la ortografía eslava antigua, que era mucho menos sensible al sonido de la lengua.

Los tártaros nunca ocultaron su vida religiosa. A su alrededor, católicos y protestantes cuestionaron durante siglos a ortodoxos y uniatas, a todos los cristianos y judíos, pero no hay indicios de conflictos con los seguidores del islam. Por un lado los estimaban y apreciaban como soldados, por otro parecía que ni siquiera notaban su presencia. En los países y pueblos donde vivían, los tártaros construían mezquitas de madera que exteriormente se parecían mucho a las sinagogas e iglesias que les rodeaban. En torno a estas mezquitas se pueden encontrar antiguos cementerios, sobre cuyas lápidas se inscribieron nombres y oraciones en caracteres árabes, medias lunas y estrellas. Además, los “lipki” eran famosos por sus dotes jardineras y hortelanas. No en vano, el barrio de Minsk donde se ha reabierto la mezquita se llama “Los huertos de los tártaros”, y se dice que aún hoy el perejil y el eneldo que se vente en los mercados de Minsk proceden de Lipka, la antigua capital de los tártaros bielorrusos.

Cuando, en el siglo XIV, un gran número de musulmanes se trasladó a tierras de la Bielorrusia actual buscando refugio, encontraron defensa y acogida. Desde entonces, los tártaros islámicos han convivido pacíficamente durante más de seis siglos al lado de otros pueblos. Cierto que la Edad Media era una sociedad jerárquica donde toda clase y comunidad estaba rígidamente separada de las demás. Actualmente la comunidad tártara, muy reducida en número, reconstruye su vida cultural y religiosa prácticamente de sus cenizas, después de la destrucción del periodo soviético. Pero no se trata solo de recuperar su memoria, hay casos interesantes de bielorrusos que ahora se convierten al islam no porque les fascine el exotismo de Oriente Medio sino porque lo han recuperado al estudiar sus propios orígenes.

El signo de esta larga convivencia se desvela también en su lengua. A cualquiera que sepa bielorruso le sonará familiar la palabra “rachmany”, que quiere decir “pacífico, calmado”, y tiene la misma raíz que las palabras de la oración islámica: “Bismillah ir-Rahman ir-rahim”, “en el nombre de Dios clemente y misericordioso”.

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