Montini, el diplomático

Mundo · Antonio R. Rubio Plo
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11 octubre 2018
Ante la canonización de Pablo VI, resulta de interés recordar alguna de las dimensiones de su variada personalidad. El papa del Concilio, el pontífice peregrino por diversos continentes o el intelectual eclesiástico influenciado por la cultura francesa, no debe de hacernos olvidar a Giovanni Battista Montini, diplomático vaticano. Fueron más de tres décadas las que dedicó a la diplomacia de la Iglesia: un breve período en Polonia y otro mucho más prolongado en una labor en apariencia burocrática, aunque no menos eficaz, en la secretaría de Estado. Después, en 1954, llegaría su nombramiento como arzobispo de Milán, que acabó sorprendiendo a muchos que veían difícilmente compatible sustituir las labores diplomáticas por las pastorales.

Ante la canonización de Pablo VI, resulta de interés recordar alguna de las dimensiones de su variada personalidad. El papa del Concilio, el pontífice peregrino por diversos continentes o el intelectual eclesiástico influenciado por la cultura francesa, no debe de hacernos olvidar a Giovanni Battista Montini, diplomático vaticano. Fueron más de tres décadas las que dedicó a la diplomacia de la Iglesia: un breve período en Polonia y otro mucho más prolongado en una labor en apariencia burocrática, aunque no menos eficaz, en la secretaría de Estado. Después, en 1954, llegaría su nombramiento como arzobispo de Milán, que acabó sorprendiendo a muchos que veían difícilmente compatible sustituir las labores diplomáticas por las pastorales.

Pero no hay un Montini diplomático y otro pastor. Es la misma persona, aunque ejerza una función diferente. Plenamente montiniano es, por ejemplo, el discurso que pronunciara el 25 de abril de 1951 con motivo del 250º aniversario de la fundación de la Academia Pontificia Eclesiástica, una interesante reflexión sobre la diplomacia que no ha perdido un ápice de actualidad. Corrían los años de la guerra fría, de los conflictos interpuestos como el de Corea y de las tensiones internacionales que hacían temer una devastadora guerra nuclear. El mundo se había vuelto sombrío, y particularmente Europa con su división artificial del telón de acero. En este contexto parecía secundario hablar de la diplomacia de un pequeño Estado europeo, que no contaba con las divisiones de ejército de las que tanto alardeaba Stalin como símbolo de su poder expansionista. Habían pasado más de ochenta años tras la desaparición del poder temporal del Papado, aunque la diplomacia vaticana había conocido una revitalización como instrumento en favor de la paz, tal y como demostraron las iniciativas papales durante las dos guerras mundiales y el período de entreguerras.

En su discurso Montini rechaza esa caricatura de la diplomacia, que ha llegado hasta nuestros días, donde para tener éxito, en función de los intereses nacionales, todos los medios son válidos. Astucia y fortuna forman un todo inseparable en la política, oficialmente desde los escritos de Maquiavelo, aunque en realidad esta alianza se fraguó en tiempos inmemoriales. Diplomacia vendría a ser sinónimo de ambigüedades y pluralidad de sentidos. En definitiva, con la diplomacia la palabra no sería un reflejo de la veracidad sino el velo del pensamiento, en expresión de Montini. De ahí la identificación de la diplomacia con etiquetas y formalismos, sobre todo desde los siglos XVII y XVIII, cuando imperaba el sistema de Westfalia en el que el equilibrio de las grandes potencias se presentaba como un modelo ideal, aunque por naturaleza inestable. No es casual que esos mismos Estados, en ejercicio de su poder omnímodo, quisieran controlar a la Iglesia y a las respectivas confesiones religiosas.

Por el contrario, en el discurso de 1951, monseñor Montini proclama que la Iglesia “no tiene necesidad de vínculos, sino de libertad”. El destino de la Iglesia no debe, por tanto, supeditarse a las circunstancias exteriores sino ser consciente de que su fortaleza está dentro de sí misma, al ser una institución de origen divino. En efecto, si la auténtica diplomacia, que es a la vez la más práctica, consiste en el arte de crear y mantener un orden internacional basado en la paz, y no en el uso de la fuerza y el equilibrio de intereses, la Iglesia tiene mucho que decir al respecto. Aquí está presente el mismo Montini que catorce años después, en la Asamblea General de la ONU, se presentará como un peregrino de la paz, no como cualquier otro representante diplomático, sino como alguien que, con palabras cálidas y amistosas, proclama que “el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales”. En el edificio de la ONU Pablo VI no tendrá reparo en definirse como “un hombre como vosotros”. En el discurso de 1951, Montini patrocina una diplomacia transparente y sencilla, todo lo contrario de la vieja diplomacia westfaliana, aunque sabe bien que la mera actividad diplomática no conlleva automáticamente la paz. Al respecto, añade que la diplomacia es “el arte de la paciencia y del saber durar, el arte de producir una paz que con dificultad quiere introducirse en los ánimos y en las relaciones internacionales”. No deja de ser llamativo que Montini no mencione ningún ejemplo de iniciativas de paz de la Santa Sede próximas en el tiempo. Antes bien, recurre a paradigmas preconizados por diplomáticos civiles como el ministro húngaro de asuntos exteriores de la época de entreguerras, el conde Albert Apponyi, defensor de un principio de reciprocidad en la diplomacia basado en el mutuo respeto.

Giovanni Battista Montini proporciona en su discurso dos consejos para la formación de un diplomático, que siguen siendo hoy útiles, y que no deberían ser exclusivamente vaticanos. En primer lugar, defiende que el diplomático tenga un notable conocimiento de la historia, un sentido histórico con el que hay que ver no tanto el pasado como el presente. La formación histórica es esencial en esta profesión. No comparte Montini, desde luego, ese historicismo que busca en el pasado unas supuestas leyes que funcionarán en el presente y servirán para predecir el futuro. Hay que tener una amplitud de miras mayor que la de estos típicos mecanicismos, que tanto daño han hecho a la política y la sociedad. Defiende, en cambio, el estudio del pasado para captar en profundidad los escenarios y comparar las experiencias. En segundo lugar, rechaza que el diplomático se deje llevar por el egoísmo o el anteponer ante todo los intereses de su país. Aquí los estudiosos podrían relacionar este consejo con el principio de cooperación, uno de los fundamentos de las Naciones Unidas. “La paz se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz”, dirá Pablo VI en 1965 en la sede de la organización universal. Con todo, en Roma, en 1951, va mucho más allá al afirmar: “La diplomacia no representa intereses contrapuestos, sino coincidentes. Por esto, la diplomacia se presenta como una forma de amor por los pueblos; y la escuela, que la prepara, es una escuela superior de caridad”.

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