Mi Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa es evocado en estos días de muy diversas maneras. Unos lo recuerdan por sus opiniones políticas, otros por su multifacética obra literaria, y en algunos casos por ambas cosas a la vez. Otros, en cambio, contraponen, o mejor dicho enfrentan, lo uno y lo otro. Hay quien le recuerda incluso por su efímero e inevitable paso en los últimos años por la llamada prensa del corazón, expresión actual e interminable de esa feria de las vanidades que la buena literatura siempre ha sabido recrear.
Me pregunto a mí mismo: ¿cuál es tu Mario Vargas Llosa? El de las primeras novelas, el del boom latinoamericano, no tanto. De hecho, compruebo que autores de esa tendencia que escribieron así prácticamente el resto de su vida. Seguían recreando en español el peculiar estilo de Faulkner. Pero Vargas Llosa no estuvo entre ellos. Quizás porque era un gran lector, un hombre que desde niño supo apreciar a los clásicos, bien fueran Madame Bovary o el Quijote, por citar dos obras literarias que mencionaba con frecuencia. Comprendo al Vargas Llosa político y articulista, enfrascado en el desalentador combate contra caudillos y guerrillas en América Latina, pero hoy prefiero complacerme en el escritor que no solo forma parte de la literatura americana en español sino también de la literatura de España.
Tengo dos amigos muy distintos en sus reflexiones sobre Mario Vargas Llosa. Uno es entusiasta, recopilador de excelentes artículos sobre el escritor que se han publicado en estos días, y puedo afirmar que es un hombre generoso en sus juicios porque le gusta casi todo tipo de literatura. Otro, en cambio, pese a conocer bien el mundo literario, no se fija tanto en obras y estilos, sino que su veredicto no es demasiado favorable respecto a la imagen pública del escritor. Resurge otra vez aquí esa feria de las vanidades que mi segundo amigo tanto detesta.
No me atrevo a tomar un partido decidido por ninguno de los dos. Pero si tengo que elegir entre uno de los múltiples Vargas Llosa, sin perjuicio de elegir otro en otro momento, me quedo con el del discurso de ingreso en la Real Academia Española, en 1996, que es todo un homenaje a Azorín y a la literatura española. Me gusta porque hay en él vivencias de un lector juvenil que podríamos ser muchas personas. Recuerda La ruta de Don Quijote de Azorín, y alaba a este autor por ser “el creador de un género en el que se alían la fantasía y la observación, la crónica de viaje y la crítica literaria, el diario íntimo y el reportaje periodístico, para producir, condensada como la luz en una piedra preciosa, una obra de consumada orfebrería artística”. Algo de eso hay en Vargas Llosa, aunque muchas de sus obras están en las antípodas de Azorín. Coincidieron ambos, sin embargo, pese a su disparidad de estilos, en el dominio del artículo periodístico, y en esa capacidad de combinar la fantasía y la observación, que me parece que es un rasgo definitorio de los grandes escritores. Por lo demás, el discurso capta magistralmente la esencia de la obra de Azorín, apreciada por muchos lectores en su tiempo, pero condenada al silencio y al olvido en este tiempo nuestro amigo del ruido externo y enemigo de la introspección sosegada.
Azorín fue para Vargas Llosa un maestro de invitación a la lectura. Fue el colaborador necesario para que nuestro escritor tuviera acceso al universo del Quijote. La obra Al margen de los clásicos tuvo “el efecto de empujarme por segunda vez hacia el Quijote, libro que, en el primer intento de lectura, por la oceánica abundancia de palabras y giros desconocidos me había derrotado en los primeros capítulos”. Estoy convencido en que los clásicos son absolutamente imprescindibles para la formación de un escritor, no para imitar estilos del pasado sino para despertar a la sensibilidad, a la capacidad de observación y de suscitar reflexiones de todo tipo, que luego cada uno debe de plasmar en su particular lenguaje. En ese sentido, Vargas Llosa alaba el buen hacer de Azorín en acercar a los clásicos, y lo hace con toda sinceridad, probablemente no exenta de un personal agradecimiento. Señala que los clásicos son esos autores que “petrificados en el panteón de la gloria, parecen demasiado remotos y egregios para satisfacer lo que el lector común espera legítimamente de un escribidor: que lo divierta y lo maree, que lo excite y lo intrigue, que le haga pasar gato por liebre y, por unas horas, lo arranque de la mediocridad del mundo real y lo traslade a las exaltantes comarcas de la ilusión”. Con todo, Azorín sería el escritor-puente, según Vargas Llosa, para acercar los clásicos a la gente, sin necesidad de hacer crítica literaria ni reseñas académicas.
Escribir, crear mundos y acercar a la belleza. Así es la tarea de Azorín vista por Vargas Llosa, que subraya que sus libros siempre le estimularon y le emocionaron. Eso es más que suficiente. Se puede tener una estética o una visión de la vida, distinta u opuesta a la de Azorín o Vargas Llosa, pero esto no es incompatible para disfrutar y sumergirse en tantas y buenas lecturas pues nunca podrá ser buen escritor quien antes no ha sido un buen lector.
Lee también: Por qué el gran Gastby siempre será actual