Mi programa político para mi tercera edad

Mundo · José Andrés-Gallego
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7 abril 2014
Esto de poner ´mi´ y ´mi´ en el título me parece desvergonzado. Pero son ya las once de la noche; así que ya ha acabado la jornada laboral. Y ha sido la última. Hoy me he jubilado. Me doy cuenta de que eso no le importa a casi nadie, más allá de las puertas de mi casa. Pero es lo más relevante que me ha pasado en estos días, la verdad. Me ha impedido saborear todo lo que hubiera querido un viaje a Córdoba para debatir sobre el futuro del referéndum catalán y, días antes, un par de conferencias –en Alcalá de Henares y en Granada– sobre Guillermo Rovirosa, cuyo medio siglo de ´dies natalis´ se ha cumplido en 2014. Ya hablé aquí de él.

Esto de poner ´mi´ y ´mi´ en el título me parece desvergonzado. Pero son ya las once de la noche; así que ya ha acabado la jornada laboral. Y ha sido la última. Hoy me he jubilado. Me doy cuenta de que eso no le importa a casi nadie, más allá de las puertas de mi casa. Pero es lo más relevante que me ha pasado en estos días, la verdad. Me ha impedido saborear todo lo que hubiera querido un viaje a Córdoba para debatir sobre el futuro del referéndum catalán y, días antes, un par de conferencias –en Alcalá de Henares y en Granada– sobre Guillermo Rovirosa, cuyo medio siglo de ´dies natalis´ se ha cumplido en 2014. Ya hablé aquí de él.

Dedicó media vida –la última mitad– a enseñar a pensar por sí mismos a los obreros y a introducir aquella distinción que había hecho famosa el belga Cardijn: ver, juzgar y actuar. Yo me he pasado más de media vida esforzándome en distinguir esas tres funciones –entre lo que veo, el juicio que me merece y la acción que puedo realmente llevar a cabo a la vista de lo anterior– y, sobre todo, inculcando a la gente joven sentido crítico.

Y que eso de aprender a pensar por sí mismo no vale sólo para los obreros. A los demás también suele faltarnos imaginación, y no precisamente para inventar, sino para hacernos preguntas que nadie o pocos se han hecho hasta ese momento. Y es la única manera de avanzar. Hace mucho que uno llegó a la conclusión de que los primeros que tenían que aprender a pensar como enseñaban a los obreros Cardijn y Rovirosa son los universitarios de hoy mismo.

La semana pasada, en el periódico <i>Los Andes</i>, en Mendoza, Argentina, mi amigo Abelardo Pithod, el psicólogo, que ya es todo un profesional de la jubilación, publicó un artículo preocupado por la situación de la juventud argentina. Había leído un artículo de una profesora italiana

sobre la juventud de Italia y le pareció que trataba de Argentina. A mí me ha parecido que ambos hablan de Argentina, Italia y España. Ven una juventud sin esperanza.

Yo no. Cuando era catedrático de instituto, en los años setenta y en la ciudad catalana de Vich, les decía a los chicos que no, que el mal está en nosotros, en la generación madura; no está en la juventud. Rovirosa lo tenía muy claro. Cardijn había creado la Juventud Obrera Católica y medio mundo católico se llenó de Juventudes Obreras Católicas. Y él decía que eso era lo fácil. Lo difícil es convencer al que lleva el timón de su casa o del mundo. Lo propio de los jóvenes es

vivir junto a viejos de quienes puedan aprender a vivir y gobernar cuando les llegue el día. También para aprender lo que no han de hacer. Una de las primeras cosas que tuve que cambiar –al ganar una cátedra de universidad– fue la idea de mi futuro. Me bastó formar parte de un tribunal de oposiciones. Me di cuenta de que, tal como eran, no podía ganar el mejor por ser el mejor. Podía ganar el mejor, pero no porque lo fuera. Me pregunté dos cosas: una, cómo había ganado yo mismo las oposiciones a cátedra. Lo segundo, qué tenía que hacer en adelante. Me respondí y, en

consecuencia, tiré el futuro por la borda (digo el ´cursus honorum´, se comprende). Eso sí, me voy con el consuelo de que mis manos están limpias. Siempre he votado conforme a mi conciencia. Sólo ha servido para que, algunas veces, mi voto haya sido decisivo para que ganase el mejor. Y eso es poco. Un día consulté a un abogado si no podríamos incoar una posible causa de prevaricación por la última degollina a que había asistido y se puso tan nervioso que aún tiembla (más de veinte años después). Él mismo era profesor universitario. Pues bien, lo que le aterrorizó –literalmente– fue la posibilidad de ganar el juicio.

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