Metamorfosis

Editorial · Fernando de Haro
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16 enero 2022
La cumbre entre Rusia y Estados Unidos en Ginebra ha fracasado. Washington no cede, quiere que Ucrania pueda estar bajo el paraguas de la OTAN. Moscú se niega.

Putin no renuncia a una posible anexión. Parece que hemos vuelto a la Guerra Fría. De hecho, por estas fechas, hace cuarenta años, la Unión Soviética alentó el golpe de Estado en Polonia para intentar evitar cualquier tipo de apertura. Siempre se puede argumentar que no conviene exagerar los paralelismos geoestratégicos, políticos, culturales y existenciales. En este momento el mundo no está dominado por dos potencias enfrentadas. Además la década de los 80 fue la que puso las bases de la victoria del mundo libre y de los valores del hombre occidental. Acabó, de hecho, con la caída del muro. Eran “tiempos gloriosos”, recuerdan algunos. No como los de ahora. No tenemos energía vital para emprender lucha alguna. ¡Cuántas veces hemos repetido como una salmodia que nuestro sistema de vida está en declive, que la indiferencia y el vacío lo dominan todo! Nos quejamos porque las ideologías de la autodeterminación personal, el subjetivismo y el emotivismo están destruyendo lo que quedaba de nuestra mejor tradición.

En realidad hace 40 años, al menos existencialmente, la situación no era muy diferente a la actual. Estaba ya muy avanzado el proceso de disolución. La fuerza de los pactos geoestratégicos, políticos y de algunas expresiones culturales mantenían la apariencia de que el mundo fraguado por el derecho romano y la “tradición judeo-cristiana” estaba en pie. Luego llegó la “gran euforia” por la victoria del mercado y del mundo libre. A medida que el siglo XX terminaba y, tras el comienzo trágico del siglo XXI con los atentados del 11 de septiembre, las alianzas políticas de los que querían defender los valores occidentales, restar protagonismo al Estado, se hicieron cada vez más “sucias”. Pero la causa lo justificaba. Se pensaba que “haciendo cultura y haciendo política” de un cierto modo se podían preservar espacios de civilización y de libertad. En realidad lo que había sucedido es que buena parte de las élites del 68 habían cambiado de bando, ya no eran progresistas sino liberales, pero seguían utilizando el mismo método. Lo que contaba era el número, la fuerza de los movimientos sociales, la capacidad de influir en la clase política. Lo que contaba era ocupar espacios. Y, a pesar de todo lo que ha llovido, muchos ahí siguen. Como si las guerras culturales sirvieran para mucho, como si la fuerza aparente de las comunidades cohesionadas estuviera a la altura del vacío. Hay quien sigue pensando incluso que ciertas alianzas políticas del pasado tienen sentido.

Bajo las apariencias, corría hace ya cuarenta años, el río de la indiferencia. Pocos lo vieron. En eso sí estamos como en los 80. Fue en esos años cuando el filósofo Gilles Lipovetsky publicó La era del vacío. Sorprende la precisión con la que retrata ya entonces la metamorfosis vital que se había producido. El francés ya hablaba de un “desierto sin principio ni fin” en el que no era posible vibrar con nada: “Si al menos pudiera sentir algo”: esta fórmula traduce la nueva desesperación que afecta a un número mayor de personas. “En el pretendido desapego, hombres y mujeres siguen aspirando a la intensidad emocional de las relaciones privilegiadas”. Lo paradójico es que “cada uno exige estar solo, más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo”. Y al final domina la indiferencia, la anemia emocional de quien “no se aferra a nada, no tiene certezas absolutas, nada le sorprende y sus opiniones son susceptibles de modificaciones rápidas”.

Nadie se había, se ha, salvado del “maremoto”. “Aquí, como en otras partes el desierto, crece: el saber, el poder, el trabajo, el ejército, la familia, la Iglesia y los partidos ya han dejado de funcionar como principios absolutos, ya nadie cree en ellos”. Lipovetsky señalaba que la respuesta de “los partidos, los sindicatos”, ¿por qué no añadir también la Iglesia?, en su esfuerzo por combatir la indiferencia, “por hacer participar, educar, interesar” (…) produce la apatía de la masa”. Ya veía que las formas tradicionales de respuesta cultural, política y comunitaria eran parte del problema y no de la solución.

Es fácil reconocerse en la aguda descripción del francés, a pesar de todo el tiempo que ha pasado. Pero hay dos cosas en las que no acertó. Se equivocaba cuando afirmaba que “la necesidad de sentido ha sido barrida y la existencia indiferente al sentido puede desplegarse sin patetismo”. Se equivocaba cuando aseguraba que “el yo se ha convertido en un espejo vacío”.

Ya no hay apariencia tras la que esconderse. No hay palabras, sistemas culturales, ideologías ni proyectos sociales que puedan vencer la apatía. Solo un desierto extremo. Y en ese desierto extremo la necesidad de sentido es un grito que puebla el día y la noche. El grito pregunta: “¿Por qué sufro? ¿Por qué soy ignorante? / Células en una gran oscuridad / Alguna máquina nos hizo / es tu turno ahora de exigirle, de volver a preguntarle: ¿para qué existo? ¿Para qué existo?” (Louise Glück). Un espejo vacío no pregunta con tanta insistencia.

Hace cuarenta años había una Guerra Fría. Ahora vivimos un conflicto en cada rincón del mundo, eso sí, bajo un cielo limpio, desnudo. No hay refugio. Es un cielo bajo el que suena un gran grito, una gran pregunta. Conviene no responder alimentando la apatía.

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